Mientras caminaba tendía la mano, para recoger alguna que otra manzana de sabor ácido y bravío, dándoles únicamente un mordisco y luego tirándolas, porque ninguna de ellas era buena para comer; dijérase que habían adquirido un gusto desabrido y amargo de aquel suelo abandonado.
En el extremo opuesto del huerto encontró una cerca que rodeaba unas tumbas. Allí las hierbas y los matorrales no eran tan altos y la cerca mostraba señales de haber sido reparada recientemente; al pie de cada sepultura, frente a las tres toscas lápidas de piedra caliza local, había unas peonías, convertidas en una masa de flores desordenadas que habían crecido durante años sin ninguna disciplina.
Se detuvo ante la vieja cerca y comprendió que se encontraba en presencia del pequeño cementerio familiar de los Wallace.
Pero sólo debiera haber dos tumbas. ¿Qué significaba la tercera?
Caminó junto a la cerca hasta llegar a la puerta desvencijada y entró en la parcela. Acercándose a las tumbas, leyó las inscripciones de las lápidas. Las letras eran angulosas y toscas; daban la impresión de haber sido ejecutadas por unas manos poco ejercitadas en aquel menester. No había frases piadosas, versos, ángeles esculpidos, corderitos o ninguna de las otras figuras simbólicas acostumbradas a mediados del siglo XIX. Sólo figuraban en las lápidas los nombres y las fechas de nacimiento y de defunción.
En la primera podía leerse: Amanda Wallace, 1821–1863.
En la segunda: Jedediah Wallace, 1816–1866.
Y en la tercera lápida…
IV
—Páseme ese lápiz, por favor —dijo Lewis.
Hardwicke dejó de hacerlo rodar entre las palmas de las manos y se lo tendió.
—¿Quiere también papel? —le preguntó.
—Sí, gracias —repuso Lewis.
Se inclinó sobre la mesa y escribió rápidamente.
—Tome usted —dijo, devolviéndole el papel.
Hardwicke arrugó el entrecejo.
—Pero esto no tiene pies ni cabeza —observó—. Salvo esa figura de abajo.
—La cifra ocho, tendida de costado. Sí, en efecto. El símbolo del infinito.
—Pero, ¿y lo demás?
—No lo sé —contestó Lewis—. Es la inscripción que figura en la lápida. La copié y….
—Y ahora se la sabe de memoria.
—Desde luego, después de tanto estudiarla.
—Nunca había visto nada parecido en mi vida —comentó Hardwicke—. No es que sea una autoridad en la materia. Apenas sé nada de epigrafía.
—No hace falta que se preocupe. Nadie sabe más que usted sobre el particular. Esto no tiene ni el más remoto parecido con cualquier lenguaje escrito o cualquier inscripción conocida. He consultado a los mejores expertos. No a uno, sino a una docena. Les dije que había encontrado la inscripción en la cara de una roca. Estoy seguro que la mayoría de ellos me consideran un chiflado… uno de esos individuos que tratan de demostrar que los romanos, los fenicios, los irlandeses o quienquiera que sea alcanzaron América antes que Colón.
Hardwicke dejó la hoja de papel.
—Comprendo lo que quiere decir cuando afirma que ahora tiene más incógnitas que al principio —dijo—. No sólo esa cuestión de un joven que tiene más de un siglo, sino asimismo ese problema tan curioso de las paredes resbaladizas y la tercera lápida con esa inscripción indescifrable. ¿Dice usted que nunca ha hablado con Wallace?
—Nadie habla con él, excepto el cartero. Todos los días sale a paseo armado con su rifle.
—¿La gente tiene miedo de hablar con él?
—¿Quiere usted decir a causa del rifle?
—Pues… sí, supongo que eso es lo que pensaba cuando le hice esa pregunta. Me extraña que tenga que llevarlo.
Lewis meneó la cabeza.
—No sé por qué lo hará. He tratado de comprenderlo, de hallar algún motivo que explique el hecho de que vaya siempre con el rifle. Por lo que he podido averiguar, nunca lo ha disparado. Pero no creo que sea el rifle el motivo de que la gente no hable con él. Es un anacronismo, un ser que sobrevive de otra edad. Estoy seguro de que nadie le teme; lleva demasiado tiempo en la región para inspirar temor a nadie. Su presencia es familiar a todos. Es parte del paisaje, como un árbol o una roca. Mas, por otro lado, nadie se siente muy a gusto con él. Aseguraría que la mayoría de sus vecinos, si tuviesen que estar en su presencia, se sentirían muy violentos. Porque ese hombre es algo que ellos no son… algo mayor que el mismo tiempo, y al mismo tiempo mucho menor. Es como si fuese un hombre que se hubiese apartado de su propia humanidad. Creo que, en el fondo, muchos de sus vecinos deben de estar un poco avergonzados de él, avergonzados porque de una manera que ignoran, acaso de una manera innoble, ha conseguido burlar la vejez, uno de los castigos pero quizás uno de los derechos de toda la humanidad. Y acaso esa vergüenza secreta contribuya en cierto modo a la repugnancia que manifiestan al hablar de él.
—¿Pasó usted mucho tiempo observándole?
—Al principio, sí. Pero ahora dispongo de un equipo. Unos observadores que se turnan regularmente. Tenemos una docena de puntos de observación y nos turnamos en ellos. No pasa una hora al día sin que la casa de Wallace esté en observación.
—Desde luego, este asunto les trae a ustedes de cabeza.
—Y creo que con razón —repuso Lewis—. Porque aun hay algo más.
Se inclinó para recoger la cartera de mano que había dejado junto a su silla. Abriéndola, sacó de ella una serie de fotografías y las tendió a Hardwicke.
—¿Qué le parece esto? —preguntó.
Hardwicke las tomó y de pronto contuvo la respiración. El color huyó de su rostro. Le empezaron a temblar las manos y dejó cuidadosamente las fotografías sobre la mesa. Sólo había visto la primera fotografía, no las demás.
Lewis vio su expresión interrogadora.
—Estaba en la tumba —dijo—. La que tenía la lápida con la extraña inscripción.
V
La máquina transmisora de mensajes lanzó un agudo silbido. Enoch Wallace dejó el libro en el que estaba escribiendo y se levantó de la mesa para cruzar la habitación hasta la ruidosa máquina. Pulsó un botón, empujó una palanca y el silbido ceso.
La máquina empezó a zumbar y el mensaje se fue formando en la placa, débil al principio y después cada vez más oscuro, hasta que por último se destacó claramente. Rezaba:
N.º 406301 A ESTACIÓN 18327. VIAJERO A LAS 16097'38. NATIVO DE THUBAN VI. SIN EQUIPAJE. TANQUE LIQUIDO N.º 3. SOLUCIÓN N.º 27 PARTIRÁ PARA ESTACIÓN 12892 A LAS 16439'16. CONFIRME RECEPCIÓN.
Enoch dirigió una ojeada al gran cronómetro galáctico colgado de la pared. Aún faltaban casi tres horas.
Tocó un botón y una fina hoja de metal con el mensaje surgió por un lado de la máquina. Más abajo, el duplicado se introdujo en los archivos. La máquina hizo un leve zumbido y la placa para mensajes quedó limpia de nuevo y dispuesta a recibir otro.
Enoch sacó la placa metálica, enhebró sus orificios con la doble aguja archivadora y luego acercó los dedos al teclado para mecanografiar: NY 406301 RECIBIDO. CONFIRMO DE MOMENTO. El mensaje se formó en la placa y allí lo dejó.
¿Thuban VI? ¿Habían venido otros antes?, se preguntó. Tan pronto como terminase sus quehaceres, iría al archivo para verlo.
Era uno que necesitaba un depósito de líquido y éstos, por lo general, eran los menos interesantes. Solía ser muy difícil entablar conversación con ellos, porque con demasiada frecuencia su concepto del lenguaje era algo muy enrevesado. Y muy a menudo, también sus mismos procesos mentales eran tan exóticos, que apenas había una base común de comunicación.