No había problemas ya, pensó. No habían de tomarse decisiones de ninguna clase. Lucy las había tomado todas de las manos de todos.
La estación subsistiría, y por su parte podía desempacar las cajas y volver a poner los diarios en sus estantes. Y podía volver de nuevo a la estación e instalarse en ella y proseguir su trabajo.
—Lo siento —dijo a la forma acurrucada que yacía entre los cantos rodados—. Lamento que haya sido mía la mano que tuvo que hacerte eso.
Dio la vuelta y se encaminó a donde el risco descendía a pico al río que fluía a sus pies. Alzó el fusil y lo mantuvo inmóvil por un momento; de pronto lo arrojó y contempló su caída, girando como una peonza, rielando la luna en su cañón; y vio su chapoteo al chocar con el agua. Y oyó de más lejos el presumido y satisfecho gorgoteo del agua al paso ante el risco, dirigiéndose a los más distantes extremos de la Tierra.
Habría paz en la Tierra, pensó; no habría guerra. Con Lucy en la mesa de conferencias no podía haber pensamiento alguno de guerra. Aunque alguien corriese aullando de miedo de sí mismo, un miedo de culpabilidad tan grande que superase la gloria y el consuelo del Talismán, aun en ese caso no habría guerra.
Pero había aún mucho camino por recorrer, era una senda muy larga y solitaria antes de que el fulgor de la paz auténtica se implantase viviente en los corazones humanos.
Mientras nadie corriese aullando, apresado de salvaje miedo (o de cualquier clase de miedo), habría paz real. Hasta que el último de los hombres no arrojase su arma (cualquier clase de arma), la tribu humana no podría estar en paz. Y un fusil, se dijo Enoch, era la menor de las armas de la Tierra, lo más insignificante de la inhumanidad del hombre para el hombre, no más que un símbolo de todas las otras armas más mortíferas.
Permaneció al borde del risco, mirando a través del río y del umbroso valle. Sentía las manos singularmente vacías sin el rifle, mas le parecía que en alguna parte de camino había pasado a otro campo, a otro terreno del tiempo, como si una época o día hubiesen desaparecido y hubiese él llegado a un paraje reluciente e impoluto, no maculado por pasados errores.
El río rodaba ondulante a sus pies, indiferente a todo.
Nada le importaba. Acogía al colmillo del mastodonte, al cráneo del maquerodo, al esqueleto de un hombre, al árbol muerto, a la roca y al fusil, y todo lo engullía y lo cubría de limo o arena y seguía su curso gorgoteante sobre todo ello, ocultándolos a la vista.
Hace un millón de años, no había habido un río allí, y en otro millón de años podría no haberlo tampoco… pero dentro de ese millón de años habría, si no el Hombre, cuando menos algo de interés. Y ése era el secreto del Universo, se dijo Enoch, algo que seguía fluyendo.
Se volvió lentamente del borde del risco y gateó a través de los cantos rodados, para subir luego la loma. Oyó el tenue remolineo de la vida pequeña en las hojas caídas, y en una ocasión el soñoliento fisgar de un pájaro despertado. Y en todo el bosque se hallaba tendida la paz y el consuelo de aquella refulgente luz… no tan intensa, no tan profunda y brillante y tan maravillosa como cuando estuviera realmente presente allí, pero aún quedaba un soplo, un hálito de ella.
Llegó al linde del bosque, subió la ladera, y tuvo enfrente suyo a la cuadrada estación sobre la cima. Y le pareció que ya no era tan sólo una estación, sino también su hogar. Hacía muchos años, había sido su hogar y nada más, convirtiéndose luego en una estación de tránsito a la Galaxia. Pero ahora, aun cuando seguía siendo estación, volvía a ser de nuevo hogar.
XXXVI
Entró en la estación; el interior estaba tranquilo y un tanto fantasmal en su quietud. Una lámpara ardía sobre su escritorio y sobre la mesa flameaba la pequeña pirámide de esferas despidiendo sus abigarradas luces, al igual que las bolas de cristal que se empleaban en los estrepitosos años veinte para convertir una sala de baile en un lugar mágico. Los titilantes colores revoloteaban por toda la habitación, como el baile cabrilleante de una cómica banda de luciérnagas en tecnicolor.
Por un momento permaneció indeciso, no sabiendo qué hacer. Había algo que faltaba y de pronto se dio cuenta de lo que era. Durante todos aquellos años había habido un fusil en su colgadero o sobre la mesa. Y ahora no lo había.
Tendría que asentarse —se dijo— y volver al trabajo. Había de desempacar las cajas. Poner en su sitio los diarios y seguir con su redacción. Había, en fin, muchas cosas que hacer.
Ulises y Lucy se habían marchado hacia una hora o dos, con destino a la Central Galáctica, pero aún parecía palparse en la habitación la sensación del Talismán. Aunque, acaso —pensó— no era en absoluto en la habitación, sino en su mismo interior. Quizá era una impresión que le acompañaría a cualquier parte que fuese.
Atravesó lentamente la estancia y se sentó en el sofá. Frente a él, la pirámide de esferas estaba derramando su lluvia de colores. Tendió una mano para cogerla, pero la retiró seguidamente. ¿A qué examinarla de nuevo?, se preguntó. Si no había descubierto su secreto las muchas veces anteriores, ¿por qué cabía esperar el descubrirlo ahora?
Un lindo objeto, pensó, pero inútil.
Se preguntó cómo le iría a Lucy, y se dijo que todo marchaba bien. Lo sabía. Ella saldría adelante en cualquier parte adonde fuese.
En vez de quedarse sentado debería volver al trabajo. Había en efecto mucho que hacer. Y en adelante no dispondría de sí mismo, pues la Tierra estaría llamando a la puerta. Habrían conferencias y reuniones y una serie de otras cosas, y en pocos días más llegarían de nuevo los periódicos. Pero antes de que sucediera, Ulises volvería para ayudarle, y quizá habría otros también.
En un momento podría tomar algún bocado y ponerse luego a la tarea. Si trabajaba hasta muy entrada la noche, podría dejar mucho hecho.
Las noches solitarias —se dijo— eran buenas para el trabajo. Y aquélla era solitaria, no debiendo serlo. Pues él ya no estaba solo, como lo había pensado aún pocas horas antes. Ahora tenía a la Tierra y a la Galaxia, a Lucy y a Ulises, a Winslowe y a Lewis, y al viejo filósofo afuera en el manzanal.
Se levantó y cogió la estatuilla que Winslowe había tallado representándole. La sostuvo bajo la lámpara del escritorio dándole vueltas lentamente en sus manos. Ahora veía que había una soledad en aquella figura… el esencial aislamiento de un hombre que caminaba solo.
Pero él había tenido que caminar solo. No había habido otro medio. Ninguna otra elección. Había sido la tarea de un hombre solo. Y ahora la tarea estaba…, no hecha, pues aún quedaba mucho por hacer, pero la primera fase de ello estaba ya realizada y comenzando la segunda.
Volvió a dejar la estatuilla sobre la mesa y recordó que no había dado a Winslowe la pieza de madera que el viajero thubano había traído consigo. Ahora podía decir a Winslowe de dónde había provenido toda la madera. Podían revisar los diarios y hallar las fechas y el origen de cada trozo. Eso agradaría al viejo Winslowe.
Percibió un crujido de seda y giró rápido en redondo.
—¡Mary! —exclamó.
Ella estaba justamente en el borde de la sombra y los cabrilleantes colores de la destellante pirámide le hacían parecer como alguien que hubiese surgido del país de las hadas. Y era verdad, estaba pensando él extraviadamente, pues su perdido país de las hadas había vuelto.
—Tuve que venir —dijo ella—. Estabas muy solitario, Enoch, y no podía permanecer ausente.
Ella no podía permanecer ausente, y eso pudiera ser verdad, pensó él. Pues bajo la condición que él había impuesto podía haber sentido el insoslayable impulso de ir adonde era necesaria.
Era una artimaña, pensó, una trampa a la que no podía escapar. Allí no había ninguna libre voluntad, sino la mortal precisión del ciego mecanismo que él mismo había modelado.