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Aunque también recordaba que no siempre había sido así. Hubo aquel viajero que también necesitaba ambiente líquido, unos años antes. Procedía de algún lugar de Hidra (¿o de las Híades?); él no se acostó en toda la noche, pues la pasó entera con el viajero y casi se olvidó de reexpedirlo a tiempo, pues le pasaron las horas volando mientras cimentaban en el poco tiempo disponible una buena amistad y casi, casi, una hermandad.

El, o ella, o ello —nunca llegó a averiguar este detalle— no había vuelto. Así solía suceder, pensó Enoch: eran muy pocos los que volvían. En su mayoría, sólo iban de paso.

Pero ya lo tenía, a él, o ella, o ello (lo que fuese) registrado en su diario, como los tenía a todos, del primero al último, registrados de su puño y letra. Recordaba que necesitó casi todo el día siguiente para transcribir su conversación, inclinado sobre su mesa: todas las historias que el viajero le contó, los innúmeros atisbos de un país remoto, bello y atractivo (atractivo porque tenía tantas cosas que no quería entender), todo el afecto y la camaradería que surgieron entre él y aquel ser deforme, feo y extraño de otro mundo. Y siempre que lo deseara, el día que se le antojase, podía sacar su diario de la hilera donde estaban los demás diarios y vivir de nuevo aquella noche. Aunque todavía no lo había hecho. Era extraño, pensó, que nunca tuviese tiempo, o que nunca pareciese tenerlo, para hojear y releer en parte todo cuanto había anotado en el transcurso de los años.

Se apartó de la máquina para mensajes y empujó un tanque de líquido N.º 3 hasta colocarlo bajo el materializador, poniéndolo en la posición exacta y asegurándolo en ella mediante los cierres. Luego sacó la manga retráctil y puso el selector en el N.º 27. Llenó el depósito y dejó que la tubería desapareciese de nuevo en la pared.

Volvió junto a la máquina, borró el mensaje escrito en la placa y envió su confirmación de que todo estaba dispuesto para recibir al viajero de Thuban. Recibió doble confirmación del otro extremo de la línea, y luego puso la máquina en punto muerto, dispuesta para recibir nuevos mensajes.

Se apartó de la máquina para dirigirse al archivador que se alzaba junto a su mesa y tiró de un cajón lleno de fichas. Rebuscó entre ellas hasta que encontró Thuban VI, con la fecha de 22 de agosto de 1931. Cruzó la habitación hasta la pared oculta por libros e hileras de revistas y periódicos desde el suelo al techo, y encontró el libro registro que buscaba. Cargado con él, regresó a su mesa.

Comprobó que el 22 de agosto de 1931, cuando consiguió localizar la entrada, había sido un día de muy poco trabajo. Sólo tuvo un viajero, el procedente de Thuban VI. Y aunque la anotación de aquel día ocupaba casi una página en su letra menuda y apretada, no dedicó más que un párrafo al visitante.

Hoy ha llegado una burbuja de Thuban VI. No hay otra manera de describirlo. Es sencillamente una masa de materia gelatinosa, posiblemente de carne, que parece experimentar una especie de cambio rítmico de forma, pues primero es globular, hasta que empieza a aplanarse hasta que se extiende por el fondo del depósito, como una especie de torta. Luego empieza a contraerse y a levantarse, hasta que se convierte de nuevo en una bola. Este cambio es un proceso bastante lento y desde luego rítmico, pero sólo en el sentido de que se repite periódicamente, aunque no parezca tener relación alguna con el tiempo. Traté de cronometrarlo y no pude descubrir ningún ritmo temporal. El periodo más breve necesario para completar todo el ciclo fue de siete minutos y el más largo de dieciocho. Acaso de un periodo más largo se podría deducir un ritmo temporal, pero yo no dispongo de tanto tiempo. El traductor semántico no funcionó con él, pero envió una serie de agudos chasquidos en mi honor, como los que producirían las pinzas de un crustáceo, aunque yo no vi que tuviese ninguna clase de pinzas. Cuando consulté el manual de pasimología para saber que significaba esto, supe que con ello trataba de decirme que estaba bien, que no requería cuidados y que hiciese el favor de dejarlo en paz. Esto es lo que hice a partir de entonces.

Al final del párrafo, metido en el pequeño espacio disponible, había la anotación: «Véase 16 oct. 1931».

Pasó las páginas hasta llegar al 16 de octubre y vio que aquél era uno de los días en que llegó Ulises para inspeccionar la estación.

Su nombre, naturalmente, no era Ulises. En realidad, no tenía nombre. Entre su pueblo no había necesidad de nombres; disponían de otra terminología para identificarse que era mucho más expresiva que un simple patronímico. Pero aquella terminología, incluso su mismo concepto, escapaba a la comprensión de los seres humanos, que, al no poder aprehenderla, mucho menos podían emplearla.

—Te llamaré Ulises —Enoch recordaba haberle dicho el día en que se conocieron—. Necesito llamarte de algún modo.

—De acuerdo —repuso el que entonces era un extraño ser (pero que luego dejó de serlo). ¿Puedo preguntar por qué este nombre de Ulises?

—Porque es el nombre de un gran hombre de mi raza.

—Me alegro de que lo hayas escogido —dijo el ser recién bautizado—. Tiene un sonido noble y digno a mi oído, y debo confesarte que me alegro de llevarlo. En cuanto a mí, te llamaré Enoch, porque ambos tendremos que trabajar juntos durante muchos de tus años.

En efecto, fueron muchos años, pensó Enoch, con el libro registro abierto en aquel día de octubre desde el que habían pasado más de treinta años. Unos años que fueron satisfactorios y lo enriquecieron de una manera que nunca hubiera podido imaginar, hasta verlos extenderse ante él.

Y aquello continuaría, se dijo, por un espacio de tiempo mucho mayor que el que ya había transcurrido… durante muchos siglos más, mil años acaso. Y después de aquellos mil años, ¿qué no sabría él?

Aunque tal vez, pensó, el conocimiento no fuese la parte más importante de aquello.

Aunque tal vez nada llegaría a suceder como esperaba, porque ahora había intrusos. Lo vigilaban… cuántos, no sabía, pero uno sí, al menos, y tal vez no pasaría mucho tiempo sin que empezase a cerrarse el cerco. No tenía la menor idea de lo que haría ni de cómo trataría de repeler la amenaza; sólo lo sabría cuando llegase el momento. Era algo que tarde o temprano tendría que ocurrir. Lo esperaba desde hacía años. Lo extraño, pensó, era que no hubiese ocurrido antes.

Habló a Ulises de este peligro el mismo día en que se conocieron. Él estaba sentado en la escalera del porche y entonces, al recordarlo, lo vio tan claramente como si hubiese ocurrido ayer.

VI

Estaba sentado en la escalera a la caída de la noche, contemplando las grandes y algodonosas nubes de tormenta que se amontonaban al otro lado del río, más allá de los montes Iowa. El día había sido caluroso y sofocante; no soplaba una brizna de aire. Frente al granero una docena de gallinas escarbaban el suelo desmañadamente, más para moverse que con la esperanza de encontrar comida, a lo que parecía. Unos gorriones, al volar entre el alero del granero y el seto de madreselva que bordeaba el campo contiguo al camino, producían un susurro áspero y seco, como si el calor hubiese envarado las plumas de sus alas.

Y él permanecía allí sentado, recordaba, contemplando las nubes a pesar de que tenía trabajo que hacer: trigo que sembrar, heno que segar y maíz que cosechar y colgar.

Porque, a pesar de todo cuanto pudiese haber ocurrido, él aún tenía una vida que vivir, unos días que pasar de la mejor manera posible. Dijo para sus adentros que debía de haber aprendido aquella lección en toda su magnitud durante aquellos últimos años. Pero la guerra era algo distinto, en cierto modo, de lo que allí había pasado. En la guerra uno ya lo sabía, lo esperaba y estaba preparado cuando ocurría, pero aquello no era la guerra. Aquello era la paz, a la que él había vuelto, Y uno tenía derecho a esperar que en el mundo de la paz, ésta mantendría alejados de verdad el horror y la violencia.