Cerró el libro y permaneció tranquilamente sentado en la sala, preguntándose si los estadísticos de Mizar X conocían la obra de los thubanos. Tal vez sí, se dijo, porque desde luego, algunas de las matemáticas que utilizaban se salían de lo corriente.
Apartó el libro registro a un lado y rebuscó en un cajón de la mesa, hasta encontrar la carta galáctica. La extendió sobre la mesa y la examinó con el ceño fruncido. Si pudiese estar seguro… Si conociese mejor las estadísticas de Mizar… Durante los últimos diez años o acaso más había trabajado en aquella gráfica, comprobando una y otra vez todos los factores con el sistema de Mizar, haciendo toda clase de pruebas para determinar si los factores que empleaba eran los que debía utilizar.
Levantó el puño cerrado y aporreó la mesa. ¡Si pudiese estar seguro! Bastaría con que pudiese hablar con alguien. Pero esto trataba de evitarlo, en lo posible, porque equivaldría a exhibir el desamparo y la desnudez de la especie humana.
El aún era humano. Era curioso, pensó, que aún siguiese siendo humano y que después de un siglo de relacionarse con aquellos seres de las estrellas, aún continuase siendo un hombre de la Tierra.
Porque, bajo muchos aspectos, había cortado ya sus vínculos con la Tierra. El único ser humano con el que ahora hablaba era el viejo Winslowe Grant. Sus vecinos lo rehuían y no había por allí otras personas, a menos que contase también a los que lo vigilaban, y a éstos los veía muy poco… sólo algún que otro atisbo de ellos, o sus puestos de observación.
Únicamente el viejo Winslowe Grant, con Mary y las demás gentes de las sombras, que a veces venían a pasar algunas horas con él, acompañándole en su soledad.
Éstas eran todas sus relaciones terrestres… el viejo Winslowe y la gente del reino de las sombras. Luego tenía las tierras de labor que se extendían en torno a la casa… pero no la casa, porque ésta ya era extraterrestre.
Cerró los ojos para recordar cómo era la casa en los tiempos de antaño. La cocina estaba en aquel mismo lugar donde entonces él se hallaba sentado, con el enorme fogón de hierro, negro y monstruoso, en aquel lado, mostrando su hilera de dientes de fuego por las rendijas de la parrilla. Arrimada a la pared estaba la mesa donde ellos tres comían. Se acordaba muy bien de aquella mesa, con la vinagrera, el vaso para las cucharas y el grupo de la mostaza, el rábano picante y el chile, como una especie de centro de mesa en medio del mantel a cuadros rojos que la cubría.
Recordaba una noche de invierno cuando él no tenía más de tres o cuatro años. Su madre se afanaba preparando la cena. Él estaba sentado en el suelo, en el centro de la cocina, jugando con unos maderos y escuchando el apagado aullido del viento en los aleros del tejado. Su padre había vuelto de ordeñar las vacas y cuando entró en la casa, una ráfaga de viento y un pequeño torbellino de nieve se colaron de rondón con él. Luego cerró la puerta y el viento y la nieve se quedaron fuera de la casa, condenados a las tinieblas exteriores y a la noche inclemente. Su padre dejó el cubo de leche que traía en el fregadero y Enoch vio que tenía la barba y las cejas cubiertas de nieve y que tenía escarcha en el bigote y las patillas.
Aún recordaba aquella imagen… los tres parecían maniquíes históricos puestos en el gabinete de un museo: su padre con la barba cubierta de nieve y las grandes botas de fieltro que le llegaban hasta la rodilla; su madre con el rostro arrebolado por trabajar frente al fogón y la cofia de encaje en la cabeza, y él echado en el suelo, jugando con los trozos de madera.
Había algo que recordaba tal vez con mayor claridad que todo lo demás. Había una gran lámpara puesta sobre la mesa y en la pared, detrás de ella, estaba colgado un calendario. El resplandor de la lámpara iluminaba como un foco la figura del calendario. Ésta representaba al viejo Santa Claus, montado en su trineo y siguiendo un camino a través de los bosques, mientras todos los pequeños moradores de la espesura salían a contemplar su paso. Una enorme luna se hallaba suspendida sobre los árboles y una gruesa alfombra de nieve cubría la tierra. Un par de conejos, sentados a la vera del camino, miraban con expresión inteligente al Papá Noel; al lado de los conejos había un ciervo, con un mapache un poco más allá, sentado sobre su cola anillada, mientras una ardilla y un pájaro contemplaban la escena desde la rama de un árbol. Santa Claus enarbolaba su látigo en gesto de salutación, tenía las mejillas coloradas y mostraba una alegre sonrisa.
Los renos que tiraban de su trineo se veían frescos, briosos y erguían orgullosos la cabeza.
Durante todos aquellos años aquel Papá Noel decimonónico corrió por las nevadas veredas del tiempo, con su látigo levantado para saludar alegremente a las bestezuelas del bosque. Y la lámpara de resplandor dorado lo acompañó en su cabalgata, esparciendo su viva claridad sobre la pared y el mantel a cuadros.
Eso quiere decir, pensó Enoch, que hay cosas que sobreviven… el recuerdo, el pensamiento y el agradable calorcillo de aquella cocina de su infancia, durante una inclemente noche invernal.
Pero lo que sobrevivía era el espíritu y la mente, pues todo lo demás era perecedero. Había desaparecido ya la cocina, habíase esfumado la estancia con su anticuado sofá y la mecedora; ya no quedaba nada del saloncito con su recargada elegancia de seda y brocado, ni el cuarto de respeto del primer piso y los dormitorios familiares del segundo.
Todo había desaparecido para convertirse en una sola habitación. El segundo piso y todos los tabiques se habían quitado, convirtiendo a la casa en una sola habitación enorme. A un lado de ella estaba la estación galáctica y al otro la vivienda para el guardián de la estación. En un rincón había una cama, una estufa cuyo funcionamiento no se basaba en ningún principio conocido en la Tierra y un refrigerador de construcción extraterrestre. Junto a las paredes se alineaban armarios y estantes, abarrotados de libros, revistas y periódicos.
Únicamente quedaba una cosa de los días de antaño, la única que Enoch no permitió que la brigada extraterrestre que montó la estación desmantelase: la antigua y maciza chimenea de mampostería y piedra que se alzaba junto a una pared del comedor. Aún seguía allí y era lo único que recordaba los días de antaño, el único objeto de origen terrestre, con su enorme y chamuscada repisa de roble tallada por su propio padre en un grueso tronco con una azuela, igualándola después a mano con un cepillo y papel de lija.
En la repisa de la chimenea y esparcidos en el estante y la mesa había objetos y artefactos que no eran de origen terrenal. Algunos de ellos ni siquiera tenían nombres terrestres. Eran multitud de regalos que le habían hecho sus amigos los viajeros, en el transcurso de muchos años. Algunos eran funcionales y otros sólo eran para mirar; algunos eran completamente inútiles porque apenas servían de nada para un miembro de la especie humana o no podían funcionar en la Tierra. Luego había muchos otros cuya finalidad ignoraba por completo, aunque los había aceptado, embarazado y musitando palabras de agradecimiento, de los viajeros bienintencionados que se los regalaron.
Y en el otro lado de la habitación se alzaba la intrincada masa de maquinaria, que llegaba hasta más allá del segundo piso, a la sazón inexistente, y que servía para enviar a los pasajeros a través del espacio que se extendía entre las estrellas.
Una posada, pensó, una posta, una encrucijada galáctica.
Arrolló la gráfica y volvió a guardarla en el cajón. Luego puso el libro registro en el lugar que ocupaba en el estante, entre los demás libros.
Dirigió una mirada al reloj galáctico de la pared y vio que era la hora de irse.
Arrimó la silla a la mesa y se puso la chaqueta colgada en el respaldo de la silla. Luego descolgó el rifle de los soportes que lo sostenían en la pared, y, volviéndose hacia ella, pronunció la palabra que tenía que decir. La pared se deslizó silenciosamente a un lado y él pasó por la abertura al pequeño anexo de mísero mobiliario. La pared volvió a cerrarse a su espalda y no quedó el menor resquicio en ella, aparentemente sólida y lisa.