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Enoch salió del anexo al hermoso atardecer estival. Dentro de pocas semanas, pensó, habría los primeros signos del otoño y un extraño y frío temblor en el aire. Florecían los primeros junquillos y el día anterior había observado que algunos de los ásteres primerizos que crecían junto a la antigua cerca, empezaban a mostrar su color.

Dio la vuelta a la esquina de la casa y se dirigió hacia el río, bajando a grandes zancadas por el campo abandonado desde hacía muchos años e invadido por avellanos silvestres y algunos grupos de árboles.

Esto era la Tierra, pensó… un planeta hecho para el Hombre. Pero no solamente para el Hombre, porque también era un planeta para los zorros, los búhos y las comadrejas, para las serpientes, los saltamontes y los peces, para todas las demás formas de vida que pululaban en el aire, la tierra y el agua. Y no solamente estos seres indígenas, sino para otros seres que llamaban su hogar a otras Tierras, a otros planetas que, a pesar de hallarse a muchos años-luz de distancia, en el fondo eran iguales que la Tierra. Pues Ulises, los hazer y todos los demás podían vivir sobre este planeta, si necesario fuese, sin la menor incomodidad y sin tener que apelar a ayudas artificiales.

A pesar de que nuestros horizontes son tan dilatados, pensó, apenas los vemos. Incluso hoy en día, en que parten cohetes llameantes de Cabo Cañaveral para saltar las antiguas fronteras, apenas soñamos en su existencia.

Le asaltó de nuevo aquel acuciante deseo, casi doloroso, de decir a la humanidad todas aquellas cosas que había aprendido. No tanto las cosas concretas, aunque había muchas de ellas que la humanidad hubiera podido utilizar, sino las cosas de tipo general, el hecho no concreto y primordial de que existía inteligencia en todo el Universo, de que el Hombre no estaba solo, y que cuando descubriese la manera, ya no necesitaría volver a estar solo jamás.

Cruzó el campo y la faja de bosque y salió al gran espolón de roca que dominaba el acantilado junto al río. Se apostó en lo alto del espolón, como había hecho miles de otras mañanas, para contemplar el río, que discurría majestuosamente, azul y plateado, por las boscosas tierras bajas.

Viejas y antiguas aguas, musitó, hablando en silencio al río, vosotras lo habéis visto ocurrir todo: los frentes de los glaciares, de más de un kilómetro de altura, que avanzaron para cubrir la tierra y luego volverse hacia el polo centímetro a centímetro lanzando las aguas en fusión de los glaciares en una oleada que llenó aquel valle con una inundación como luego nunca volvió a conocer; el mastodonte, el tigre de dientes de sable y el castor grande como un oso que merodeó por estas viejas montañas e hicieron resonar la noche con sus clamoreos y sus trompeteos; los pequeños y silenciosos grupos de hombres que recorrían los bosques, trepaban por los riscos o remaban en toscas canoas en vuestra superficie, de un lado a otro y a lo largo del río, débiles por su cuerpo, fuertes por su decisión, y persistentes tal como ningún otro ser lo fue jamás; y hacía sólo muy poco tiempo, acudía otra raza de hombres con la cabeza llena de sueños, las manos de crueldad y la terrible certidumbre de un propósito aún mayor en sus corazones. Y antes de esto, porque aquél era un país más antiguo de lo que suele encontrarse, los otros tipos de vida, los numerosos cambios de clima y las alteraciones sobrevenidas en la misma Tierra. ¿Y qué piensas tú de eso?, preguntó al río. Porque tú guardas el recuerdo, tienes la perspectiva y el tiempo y ya debieras conocer la respuesta a esta pregunta, totalmente o en parte.

El Hombre también tendría respuesta a muchas de las preguntas si su existencia se remontase a varios millones de años… como las tendría dentro de varios millones de años a partir de aquella misma mañana estival, si aún existiese sobre la faz del planeta.

Yo podría ayudar algo, pensó Enoch. No podría darle las respuestas, pero podría ayudar al Hombre a buscarlas. Podría darle fe y esperanza, junto con una finalidad que antes nunca había tenido.

Pero sabía que no se atrevería a hacerlo.

Mucho más abajo, un gavilán describía perezosos círculos sobre el anchuroso curso del río. El aire era tan claro que Enoch se imaginó que podría contar las plumas de las alas desplegadas, si aguzaba la vista.

Aquel lugar casi parecía un lugar encantado, pensó. La amplia perspectiva, el aire límpido y la sensación de aislamiento, casi lindaban con la grandeza del espíritu. Parecía como si aquel fuese uno de esos lugares especiales que todos los hombres deben buscar por sí mismos, considerándose afortunados si alguna vez lo encuentran, porque hay también los que buscan y nunca lo hallan. Y lo que aún era peor, hay los que nunca lo han buscado.

Se irguió sobre la roca y su mirada abarcó el amplio panorama, observando el perezoso gavilán, los meandros del río y la verde alfombra de los árboles; su mente ascendió hasta llegar a aquellos otros lugares, hasta que le rodó la cabeza al pensarlo. Y entonces llamó su hogar a aquel sitio.

Se volvió lentamente, descendió de la roca y avanzó entre los árboles, siguiendo el sendero que él mismo había abierto en el transcurso de los años.

Pensó en bajar un poco por el monte para ir a ver la mata de nicaraguas rosadas, para conjurar en lo posible la belleza que volvería a ser suya en junio, pero pensó que no valía la pena hacerlo, porque aquellas flores estaban escondidas en un lugar recóndito y nada podía hacerles daño. Hubo un tiempo, hacía cien años, en que florecían en todas las colinas y él volvía a casa trayéndolas a brazadas, para que su madre las pusiese en la gran jarra marrón; entonces, durante un par de días, por la casa se esparcía su fragante perfume. Pero ahora se habían hecho muy escasas. Las idas y venidas del ganado que llevaban a pacer al monte y los recolectores de flores las habían expulsado de las colinas.

Algún otro día, se dijo, otro día antes de que viniesen las primeras heladas, volvería a visitarlas para asegurarse de que florecían de nuevo al llegar la primavera.

Se detuvo un momento para contemplar a una ardilla que retozaba en un árbol. Se puso en cuclillas para seguir con la mirada a un caracol que cruzaba el sendero. Hizo un alto al lado de un añoso árbol y examinó los dibujos que hacía el musgo sobre su tronco. Y siguió con el oído los errabundeos de un pajarillo que saltaba trinando de un árbol al otro.

Siguió el sendero hasta salir del bosque y continuó por el borde del campo, hasta llegar a la fuente que brotaba de la ladera.

Vio a una mujer sentada junto a la fuente y la reconoció en seguida: era Lucy Fisher, la hija sordomuda de Hank Fisher, que vivía allá abajo, junto al río.

Se detuvo para mirarla y pensó: ¡Cuán llena está de gracia y de belleza, la gracia y la belleza naturales de una criatura primitiva y solitaria!

Estaba sentada junto a la fuente con una mano levantada y sosteniendo en ella, con sus dedos largos y sensibles, un objeto coloreado y brillante. Tenía la cabeza muy erguida, con una viva expresión de alerta, y el cuerpo recto y esbelto, con aquella expresión vivaz y tranquila, casi de sorpresa.

Enoch avanzó despacio y se detuvo a tres pasos detrás de ella. Vio entonces que lo que tenía entre las yemas de los dedos era una mariposa de colores, una de esas grandes mariposas rojas y doradas que aparecen a fines de verano. Un ala del insecto estaba erguida y derecha, pero la otra estaba torcida y arrugada, y había perdido parte del polvillo que infundía brillo a su color.

Vio que la muchacha no sujetaba a la mariposa, sino que ésta se hallaba posada al extremo de uno de sus dedos, moviendo suavemente de vez en cuando su ala buena para mantener el equilibrio.