Siendo la mujer de posición más brillante que he tratado, no puedo menos de llamarla continuamente eso de «pobrecita». Ahora lo veo con una expresión. Lo veo plástico como nunca. Así, con este fondo de coche de tercera, me parece que la veo ahí, enterneciéndome con algo lastimoso… ¿En la boca? Sí. Indudablemente es en la boca. Y el caso es que su boca no es fea. Pero ¡se vuelven de un modo sus labios hacia fuera…, deja ver tanto las encías…! ¡Ha sido en el tranvía donde yo he experimentado una sensación parecida! Esas mujeres que visten con cierta corrección; pero que al sentarse enfrente se percata uno de que en su conjunto hay algo deplorable. Se empieza a buscar; se cae en que llevan las manos exageradamente pulidas y en las mangas de sus chaquetas nos enfocan, enseñando un forro arrugado. ¡Esto me ha producido siempre una impresión tristísima! Y Julia también provoca esa tristeza irrazonable. Yo no creo que lo haga deliberadamente, porque no tiene objeto. Pero acaso su inconsciencia lo explota. Porque, ¿a qué hacer si no esos gestitos cuando habla, cuando llama al perro Mon petit, petit, petit, poniendo la boca cuadrada como una almohadillita, palpitándole apenas entre los labios de la p extraminúscula de petit?
A mí me estremece verla. Me estremece de compasión, me hace casi daño. Me hace daño verdaderamente, y pensar así en ello también. Julia no creería que yo sufro igualmente con estas cosas. Se preguntaría que por qué las creo, que por qué no las desecho. Y yo mismo me lo pregunto. Pero ¡si es que no puedo remediarlo, es que me incita precisamente su ternura, su delicadeza! Es inevitable. Sensaciones de este género han llegado a ser trucos cómicos del cine. Todos, en cuanto vemos aparecer en la pantalla al hombre del pie malo, con su pata estirada atravesando la escena, amerengada de algodones llamativamente blancos, sabemos que es para que se la pisen. Y no querríamos; si pudiésemos, acaso lo evitásemos; pero por no sufrir ese escalofrío, ese dolor de rechazo que es como la repercusión en nuestra antena de un golpe que hiere la corriente común. Y, al mismo tiempo, ¡qué risa!, ¡qué risa más indomable, sobre todo si es el boxeador el que le pisa! ¡Y no digamos si es el alpinista, con sus botas de clavos! Porque, además, esa incitación al daño existe en casi todas las cosas, y especialmente en Julia. Pero el caso es que yo adoro a todas las cosas. Si las hago daño es que es ése mi modo de expresión. Yo no quiero más que hacerme sentir de ellas y sentirlas. Sentir hasta su dolor, el que ya les causo.
Ahora podría decir que he pensado en Julia intensamente. ¿Y quién sabe cómo pensará Julia en mí? Pero presiento que si pudiese penetrar sus intenciones más malas para conmigo, no habrían de hacerme daño. Yo encuentro que esta burla de sus características es la gracia de mi sentimiento, y a Julia la envenena la vida. En cambio, para una vez que se le ha ocurrido caricaturizarme ha ido a dar con un insulto tan familiar, al que estaba tan acostumbrado.
¡Cómo me pueden aún las costumbres!
No creo que haya nadie que, desprendiéndose con tanta facilidad de sus costumbres, les tenga tanto cariño como yo a las mías. Las dejo sin darme cuenta, sin despedirme. ¡Pero cuando las vuelvo a encontrar!…
Y esa frasecilla que a los doce años me exasperaba oír con tanta frecuencia, al encontrarla otra vez en Julia, lo primero que me causó fue alegría. Me dije: «¡También Julia!» Y me lo dije con satisfacción. Aunque, bien pensado, no podía satisfacerme más que por mi amaneramiento en alegrarme con cualquier recuerdo. Porque lo de que también Julia incurra en esa incomprensión que yo creía de exclusividad de los tíos; que sea capaz de soltar esa frase que implica psicología de tía… Eso es; se puso en ese plan conmigo de mandarme a la cama por molestar a los mayores. Esto me contraría indudablemente, porque implica distancia. Y una clase de distancia infranqueable.
Lo que pasó es que como la frase yo verdaderamente nunca la había rechazado, aquel día la acepté, como de pequeño la aceptaba: en secreto, dignificándola para mí contestando a ella como cualquier otro chico mal educado, pero quedándome diciendo: «¡Sí, lo soy, lo soy y lo seré siempre!» Claro que entonces no había averiguado aún su significado -ahora estoy seguro de que es ése-, pero sabía lo que los demás ponían en ella: una mala intención de destruirme lo más mío, mi personalidad más irreductible. No habiendo en casa nadie de intención lo que se dice mala para conmigo. La verdad es que todos me querían; pero me lisonjeaban con su cariño como prometiéndomelo, como enseñándomelo, como diciéndome: Si prescindieses de eso tendrías más; y yo me decidí a prescindir de las manifestaciones, no por captármelo, sino porque en esa edad, por encima de todos los sentimientos, se codicia el sabio escepticismo de los mayores. Nunca hubiese llegado a aclarar nada de esto si no hubiera pasado estos días en Rouen. ¡Qué evocación! ¡Qué evocación de mí mismo! Cada uno tiene su manera de evocar. Yo, aunque hubiese sabido mucha historia de Francia, estoy seguro de que no me hubiese acordado de ella. Pero ¡qué fondo, qué paisaje para un yo lejano! ¡Qué bien me encontré entre aquellas formas, entre aquellas expresiones predilectas un tiempo! ¡Qué evocación de aquel momento mío en que este espíritu era ya como una evocación, queridísima, de algún momento que hubiese sido mío!
Tuve días de pasear por Rouen unido a la ciudad con camaradería. Como si tuviésemos cosas que contarnos de cuando éramos «niños góticos». Y precisamente en esos días no me acordé de la frasecilla, no fui capaz de darle este significado. Pero me rondaba su recuerdo con vaga pesadumbre por haberlo cultivado clandestinamente, por no haberme atrevido a ir por serlo a la hoguera, como allí mismo había ido la que lo fue por excelencia.
Ya en París me perseguía este sentimiento, y me contuve dos o tres veces de hablar de ello a Anatolio, porque no todo el mundo suele comprender cómo se puede sufrir el arrebato admirativo de una cosa que en apariencia no tiene nada que ver con nuestra actualidad estética personal. Cómo se puede encontrar consonancia en algo de lo que nuestros actos difieren, y tener, sin embargo, la certeza de que en ello hicimos profesión de fe.
Claro, que en una cosa de esa categoría está permitido a todo el mundo poner sus debilidades. Pero el caso es que yo las padezco bochornosas y no sé separarlas. Me callo por eso, porque sé que al que le abra la puerta de ese desván de representaciones mías ha de asombrarle mi incapacidad de selección.
¡Daoíz y Velarde!… ¿Qué puede quedarme aún de lo que me hirió de aquel modo en mi primer paseo a la Moncloa? ¿Qué es eso mío que personifiqué en ellos? ¿En cuál? En los dos. En el que coge la mano y en el que la tiene cogida. Ni su plástica, ni su mímica, ni su juramento de morir por la patria. Aseguraría que nada de esto fue lo que me impresionó, por-que hoy lo compruebo latente. Siguen jurándose lo que se juraron en mí aquella vez.
Ahora ya todo esto quedará en mi recuerdo atado por asociaciones de rara cronología. Al tocar con esta vuelta que doy por Francia, sacaré siempre el recuerdo de mis doce años. Y todas las cosas sufren algo de esto. El impresionismo tuvo también su momento de evocar las catedrales góticas, de acariciarlas, de remozarlas con sus recuerdos, llenándolas de juventud, vistiéndolas de hijas de María, con los velos azules que el impresionismo puso en todo.
Para remate tenía que ser en marzo cuando yo viniese a París. Todo invierno de París será para mí siempre del 1900. Yo concebí París en las ilustraciones de aquel año que vi tiempo después. París, como el siglo XX, me parecía algo acabado de hacer, algo que apenas tenía dos años cuando yo ya tenía cuatro o cinco. Y en todas las imágenes que conservo había esa alegría del buen día de invierno, lleno de primavera. Por esto debe ser por lo que más siento que París se ha realizado para mí. Porque he sorprendido a la torre en ese momento de alegrarse con el primer sol, creyéndose que va a echar hojas.
Esta semana, en cambio, ¡qué retroceso en el invierno, qué desfallecimiento del año! Son como dudas, como pruebas estas alternativas de marzo, en las que parece que hace años mínimos para ver cómo le salen. Años que duran unos pocos días, a veces uno solo. Pero sus otoños tienen un descorazonamiento que prevalece de toda experiencia. Es inútil saber que viene abril dentro de poco; el cariz del momento es otoñal, y nos apagamos con él. Lo que más alteran estos cambios de tiempo es la sensación de las distancias. Un viaje de cinco o seis horas se hace inmenso.