Nos sentimos antípodas de aquel hemisferio luminoso que acabamos de dejar.
Ayer, en Dieppe, pude haber elegido la vuelta a la primavera, como Anatolio. Pero me complacía apurar el día invernal cerrado, hundirme en él, dejar toda esperanza en el depósito de equipajes. Me decidió más que nada el acento del mozo comentando la inutilidad del paraguas al verme sacarlo. Me convenció de que era mejor no defenderse de aquella lluvia que parecía disponerse a reblandecernos en un invierno próximo, interminable. Y se lo transmití a Anatolio; le abrumé con la sensación. Por eso ha huido, porque mi humor de ayer tenía esa pesadez insoportable de cuando temo que se aburran en mi compañía. Y después lo comprendo: es mejor callarse. Dos personas pueden pasar muy bien un día en silencio sin que les pese el tiempo. ¡Pero con esa charla inagotable y agotadora!… Se recuerdan sus periodos, se miden, se espera su decrecer como el de la lluvia. Hasta sus goterones -su exclamación, su interjección- rebotan en la cúpula del cráneo, tensa como la del paraguas, apanderada, sensibilizada, de tanto caer en ella; erizada de esas estrellitas que producen las gotas en las piedras. Estrellitas de cristal que transpasen los ojos, y estrellitas de sonido las palabras; y, más aún, ¡las fichas del dominó en las blancas losas de las mesas! ¡En el café fue el concertante! ¡Haber caído allí y resistir los clic clac, los zig zag, los run run! Fuimos a buscarlos. En momentos así se va siempre a parar al café, y en ese café ramploncete, grande en la ciudad pequeña, se encuentra siempre cerca el dominó como un conocido estúpido e inevitable. Un morenazo vacuo, de risa mellada -fichas boca arriba y fichas boca abajo-, estrepitoso, que nos produce una borrachera traumática, que nos aplasta con sus palmadas en la mesa, que nos atonta con su tecleo. Teclado en libertad. El dormido es un juego para músicos.
Es necesario un amigo de esos que le aguantan a uno aunque no les haga caso, aunque esté inaguantable. Anatolio, yo presentía que no me aguantaría mucho tiempo. Estoy en una fase que no debe resultar agradable mi compañía. Yo mismo le he hecho fuerza para que se fuese; le he empujado hacia la Bretaña pintoresca y me he cogido solo mi trenecito de Treport [1] Hacía el invierno. Tengo ilusión por Treport. Estoy seguro de que trabajaré allí. Está aislado. Pero mejor. Tengo ya demasiadas sensaciones. Claro que no es lo que me conviene. Estoy queriendo salir de este plan y no acabo de conseguirlo. Ya me dispongo otra vez a estar solo; no sé cultivar una amistad. ¡Cuando ese chico era el compañero ideal! ¡Tan dispuesto, tan bien informado! Lo que me ha sucedido es que he tenido el temor de explotarle. ¿El escrúpulo? No; ahora, en frío, le explotaría, le adoptaría como compañero permanente, y me sería útil tanto para buscar un buen hotel y no dejarme engañar en las tarifas de los taxis, como para conocer gentes e ideas de última hora. Pero si eso estuviese permitido, si pudiera uno ponerse de acuerdo, yo le hubiera dicho: «Aparte de que es usted muy inteligente; aparte de que estimo su trato, su cultura, su orientación -a mí ahora estas cosas no me interesan-, aparte de todo, me hace falta que esté conmigo.» Eso es lo que le hubiese dicho, y hubiéramos podido seguir. Pero eso de que el chico notase que le dejaba como para luego no podía ser. Y no sé si en mis cartas se notará también algo parecido, porque, ¡podría ser su repercusión lo que yo encuentro en las de ellos! Siento a veces que siguen alejándose, apagándose, y me parece que es eso de estar ellos al sol y yo a la sombra lo que nos incomunica. Siempre temo que mis cartas les resulten grises, vistas con aquella luz radiante, y que sean ellos los que intentan entonarse. Pero «la realidad no es ésa», como Alfonso diría; es la frase que más le gusta. Y la realidad también es lo que más le gusta. Su realidad, una que él produce, de la que debe haber sacado patente. Por eso intenta convencer a todo el mundo de que es artículo de primera necesidad. Querría que todos hiciésemos gasto de esa realidad suya, y a los que no picamos nos dice que estamos fuera de la realidad. La concibe como una capa atmosférica. Cuando «en realidad» no es más que un produeto especial de su laboratorio. Empapa de él todas las cosas, las caza, las despluma y las presenta enseguida en esa salsa espesa de su realidad.
Empiezo a temer que será esto lo que ha hecho con mis cartas, ahora que no estoy yo allí para defender mi realidad, para ser lo real de mi realidad, para que los demás encuentren en mí el hueso, el centro sólido que las gentes necesitan encontrar en las realidades. ¡Qué garantía estará él prestándole a la suya!
Y a lo mejor, creyendo que me ayuda, que se quedó allí para rematar, para perfeccionar todo, para encargarse del ajuste, del montaje, del «ya está». Sabiendo, como sabía, que yo había hecho allí lo que había querido, tiene derecho a suponer que me fui porque no encontraba solución. Y eso es lo que le encanta. Que le den materiales con que lucir su disposición extraordinaria, porque sólo en un medio así resulta él extraordinario, y daría media vida por serlo. Es otra de sus frases: «No me las doy de extraordinario». Pero ¡cómo se sitúa! Olfatea el desorden; allí donde el ambiente cargado empieza a hacerse crónico, pulveriza su aplomo refrescante para producir esos «¡Oh, qué bien!», «¡qué agradable!, que producen siempre los contrastes.
Esto es lo que noto; parece que al salir yo de allí se han acomodado y se han dispuesto a tratarme en ausente. En ausente perpetuo de la realidad. Alfonso me escribe con fruición, como si me tuviese indefenso, incapaz de despistarle con mis interpretaciones. Y Julia también parece obedecer a lo mismo. No descuidan el escribirme. Pero sus cartas son más bien partes: me informan de todo, como si padeciesen ahora fases, estados inapelables, en los que no cupiese hacer más que notificármelos.
¿Será posible que hasta mi casa haya sufrido su influencia? ¿Quedará también nuestro piso sumergido en la zona de su inundación? No me cabe duda. También de entre nosotros falto yo. También las cartas de ella son de ella sola.
¡Que se lo lleve todo; que lo termine todo, si puede ser! Eso es lo que yo necesito: saber si puede ser, porque no pienso disputarle nada.
Esto es un desahogo estúpido. Yo no quiero que se lleve nada. Pero saber si podría ser, si todo lo mío, toda mi realidad, podría disolverse en la suya, si podría zambullirme en su razón cristalina, y deshacerme, destilarme, clarificarme hasta desposeerme de todo color, de todo olor, de todo sabor personales, ¡cómo he experimentado esto otras veces ante los juicios que acostumbra hacer de mí! Me he sentido asistiendo a mi propia evaporación. Le he visto enseñarme triunfalmente el frasco, y he tenido que acabar diciendo: «¡Pues es verdad, ya no estoy!» Claro que siempre volvía a encontrarme. Ahora es cuando temo que sea la definitiva. Lo temo, no lo puedo negar. Pero ¡qué impaciencia tengo por comprobarlo!
¡Esta sensación!… Es la de estar durmiéndose y querer darse cuenta de cuándo se pasa la línea del estar desierto el vértice de la rampa que se va subiendo tan ligeramente, montado en las ideas, tan ágiles, tan expresivas; pero que con tanta facilidad le dejan a uno caer del lado de acá, del lado duro, como intente averiguar su mecanismo. Lo peor es que si se llega a subir con ellas hasta el borde y a rodar por el otro lado, allí empieza lo interesante y lo incomprensible. Porque generalmente se cree que para el fracaso ha de ser como un brusco despertar su fracaso, por lo que la palabra tiene de estrepitoso. Pero a mí lo que verdaderamente me espanta es resbalar en la pendiente sorda, en la rampa enguantada de lo inconsciente, y seguir por allí tratando con mis fantasmas, y que los otros, los marrajos, se estén sin hacer ruido para no despertarme.
Es algo parecido a la envidia este sentimiento. Claro que no es envidia de su realidad. No puede serlo. La mía es la que yo necesito, ¿imponer? ¿Por qué, si no dudo de ella? ¿Por qué no puedo menos de desear las corroboraciones? Estando como estoy compenetrado con mi realidad, ¿por qué no puedo menos de querer comprobar la dureza de mis fantasmas?
Incurro en el realismo de todos, y de Alfonso sobre todo. Con la agravante de un egoísmo implacable porque repugnándome tanto la idea de sumergirme yo en su realidad, no puedo menos de querer difundir en todos la mía.
¡Pero es que la mía!… Aunque no sepa cuál es; aunque no pueda decir casi nunca nada de ella, sé que hay tal diferencia, tal distancia… Precisamente en lo de la distancia está la diferencia; porque no hay la misma de acá para allá que de allá para acá. La infranqueable es sólo para los realistas, para los que argumentan que entre dos cuerpos no hay distancia cuando al pasar se tocan, ¡aunque al tocarse hayan sonado a leguas! Pero en este momento en que la distancia solicita al hombre de tal modo, ¿quién puede limitar su radio a lo escuchable, en vez de dejarle distenderse, ¡aunque se disipe!, en lo perceptible?
Es vulgo, en el peor sentido de la palabra, todo el que experimenta ese prurito de extensión y busca puntos de referencia, y abandona sus orejas al diletantismo de la distancia, y se cree haber adquirido la potencia de saber los rumores del otro lado del mundo. ¡Mientras las ondas de lo perceptible se rizan sobre todo, lo cruzan, lo traspasan todo y sólo rebotan en él! Y es que esas ondas abarcan distancias que no caben en su realidad. En su realidad cabe la distancia que hay de aquí a Chicago. Pero no la que hay de un momento a otro, ni la que hay de la realidad a la irrealidad.
¡Esa es la que a mí me obsesiona!
¿Por qué no podré yo saber si es que «en realidad» me he fugado? Habrá sido preciso que no lo sepa para que lo haya hecho. Pero, en cambio, sabiéndolo, hubiera tomado mis medidas. Ellos deben saberlo; seguramente no se imaginan mi duda. Podrán suponer que no estoy muy seguro de lo que voy a hacer. Pero no saben que lo que a mí me preocupa es la significación de lo que he hecho.
¿Cómo hablarán de mí? En casa es posible que ni hablen. Pero entre los otros será el juzgarme, el analizar mis actos y mis porqués, que acaso sólo Julia comprende.