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Sería magnífico que yo mañana cogiese el tren y me presentase allí. Que llegase al día siguiente de mi solicitud de prórroga del permiso, a coger mi destinito por los pelos. Ahora que están viendo que se me va a escapar. ¡Si me lo hubiesen preguntado con claridad, ellos que lo presentían! Pero Alfonso, ¿cómo iba a aventurar una pregunta ingenua? Tenía que hacerme ver su penetración en la indirecta, en el «a mí no me la das». Él mismo no sabe el alcance de su última carta. «Yo ya sé que lo que te propones es jugarte el destino.» Pero yo sí que sé lo que se deduce de su perspicacia. Me cree fríamente desertor del Destino. Más que jugármele, lo que cree es que juego con él al escondite, y que ahora estoy en el momento feliz de haberle dado esquinazo.

Lo gracioso sería que ahora me viesen llegar persiguiéndole. Pero tengo mucho que hacer para andarme con bromas.

Que crean que estoy emboscado, defraudando a un pobre destino que me esperará inútilmente. No pueden suponer que mi Destino y yo vamos de mutuo acuerdo por estas tierrecitas. Solos, sin saber casi lo que nos ha traído aquí, obedeciendo más a seducciones, a insinuaciones de las cosas que a los buenos consejos de los buenos amigos. ¡Cómo nos tira ese cartel de las estaciones! ¿Se me habrá ocurrido por eso? A lo mejor sí. No recuerdo dónde lo vi primero. Pero siento que expresa algo que nos satisface mucho a mi Destino y a mí. Aunque no es ésta la línea, cada vez que leo «Visitez Calais clef de la France» [2] me da ganas de decir: “¡Vamos bien, vamos bien!» Pero es posible que me parezca tan bien nada más que porque siento que voy en su compañía. El otro, el destinejo, cuando lo acepté ya me reía de darle este nombre tan profundo. Saber que iba a dejarlo así, a los tres meses, no lo sabía. Yo suponía otra cosa cualquiera, imaginaba excursiones ideales que satisfaciesen mi deseo de ilimitación. Pero esto de dejarle… Claro que la cuestión es saber si me deja él a mí; porque aunque quede allí el Ministerio, su forma temporal, ¿quién me asegura que no es Destinejo el que viene conmigo? La amarra de aquel momento de pobreza, de abandono, ¿se habrá roto, o estará agotando su elasticidad y cuando menos lo espere, ¡zas!, tirará de mí y volveré a caer en el punto de partida?

¡Cómo se presta hoy el día para este juego con sus llantitos histéricos y sus solecitos entre lágrimas! Podría hacer cincuenta esquemas de mi vida. Proyectos, maquettes para las rinconeras, para pisapapeles. Sin pesimismo, sin optimismo, sin dramatismo; nada más con la estupidez de las reducciones. No sé si este exceso de ensayo, esta manía de ejercitar la conciencia en conjuntos que caben en la palma de la mano hará que la realización sea una cosa fría, y hasta, lo que sería peor, sistemática, monótona, por amaneramiento en las soluciones.

Tiene ahora para mí mi propia vida el problema complejo que tenían las casas de cartón cuando yo hacía el pequeño arquitecto. Por un lado, su construcción, la delectación de su forma; por otro, su hueco, el sacar de mí la suficiente vida para poblarlo. No sé en qué había más arrobamiento, si en la contemplación de su perspectiva, de los accidentes de su fachada, o en la de aquellos tabiques irreales que componían la interioridad de su organismo, lleno en todos sus rincones de un alma que era la mía.

Hay que resolverlo, hay que enfocar el total y ser capaz de llevarlo a cabo: de ¡realizarlo!, lograr una construcción sólida con todas las reglas del arte, donde puedan encerrarse las reglas íntimas, las normas informulables.

La cuestión es ésa: compaginar, armonizar, logrando la máxima tensión de actividad intelectual.

Treport, un clima frío, y tiempo, falta de distracción. Pasear, caminar por la costa hasta hacer entrar en reacción al cerebro. Caminar sin puntos ni comas, hasta que se termine la costa de Francia. Claro que antes que se termine está la tentación: el salto de Calais. ¡El salto, claro, el paso es para los que van por el agua!

Nada de imposibilidad; no es más que cuestión de esfuerzo, de resistencia. ¿No hay quien lo cruza a nado? Esa es la solución del problema. Mejor dicho; no es ésa, pero está allí; no hay más que ir y encontrarla. «Visitez Caíais clef de la France.»

III

Basta abrir este cajón de mi mesa para darse cuenta de una de mis flaquezas.

Todos los aprensivos creemos en esta varita mágica, sentimos que el termómetro es la sanguijuela que chupa la fiebre, y que al llenar su tubo digestivo se lleva el exceso que podría matarnos.

La fiebre, ardiente y fría, debe rodar por dentro de uno con la inquietud de esas bolitas que saltan al romper la tripilla de un termómetro. Era forzoso que tuviese alguna relación con ese metal que contagia su temblor hasta el delirio del baile de San Vito.

Nunca había sentido una fiebre que cuajase en algo tan sólido como ésta. Otras veces me había dado cuenta de que sus imágenes se desprendían de mí, de que eran centrífugas. Pero en éstas se quedaban a dos pasos, como una realidad independiente; me cercaban, me rodeaban, y yo chocaba con ellas. ¡Eran de una dureza! Mi pesadilla me parecía estar dibujándola en un encerado de madera muy seco, muy empolvado. Tocando su aspereza, rechinando el yeso, borrando con el trapo seco igualmente, que me llenaba la garganta y los ojos del polvillo. Con una sed horrible, ¡hasta en las manos!, de algo húmedo que se llevase todo aquello y dejase la superficie tersa.

¡Cuánto tiempo había estado acumulando materiales para aquella pesadilla! Tenía ideas, impresiones indigestas de varios meses, cosas que había ido almacenando, porque mi estado las necesitaba para desahogarme en aquella crisis. Las había buscado últimamente, cuando aún no podía comprender que me eran necesarias. Pero, inconscientemente, me había hartado de ellas hasta el ridículo, como el día del atropello. Engañándome con el pretexto literario. Diciéndome: «Es curioso, ¿por qué no he de observarlo?» Pero metiéndome, cayendo en ello hasta la emoción imborrable. Claro que la de aquel día no fue más que un presentimiento de la otra. Tuvo todo el carácter de lo pasajero; una impresión fuerte, que se desecha por extemporánea, por no poder comprender a qué venía aquello. Hasta por sentido económico del caudal emotivo. Esto en apariencia, para tranquilizar a aquel consciente que era yo entonces. Pero, en realidad, por saber que no tenía recursos para gastar, para despilfarrar, como tuve después. Hasta después mismo lo reservé para el momento álgido. Primero estuve deleitándome con los treinta y siete grados, con los treinta y siete y medio, con los treinta y ocho. La fiebre en su principio es una llamita de alcohol que limpia y da esplendor a los utensilios del pensamiento. Se empieza a desarrollar actividad, a preparar cosas para lo que viene después; y con los treinta y nueve empieza el desbarajuste.

¿Dónde lo tendría guardado, que lo saqué con aquella brillantez? ¡Brillantez!… No, era áspero, no tenía ni un punto pulido por la luz, sino un claroscuro violento. Lo blanco era lo que yo ponía. Mi creación se desmoronaba, apretándose contra lo negro impenetrable.

Me lo fui reconstruyendo detalle por detalle. Con insistencia, con intransigencia. Lo hacía, lo borraba. No; así no; más bien así. Primero, cuando aparecieron ellos antes de que yo los viese. Aparecieron, ¿para quién? Esto sólo se puede concebir en el sueño. Estaban, iban, uno detrás de otro, tan perdidos, tan olvidados el uno del otro y de mí, que no los veía. Pero que los vi cuando ya no estaban así. Después, al reconstruirlo, fue en lo que más exigí, en lo que toda fidelidad me parecía poca. Uno detrás de otro contemplarlos así, sin nada, ni mi mirada siquiera, que les turbase, les tocase. Contemplarlos así era lo que yo quería conseguir, y lo que conseguí. Después, lo entrevisto, lo visto casi. El auto negro rozando al pasar a la mujercita. ¡Claro! El auto era negro. Yo, en mi pesadilla, no dibujaba el auto; era del tablero, del espacio; era lo negro, tan negro, que llegaba a ser agujero donde ella pudo haber caído. ¡La mujercita, tambaleándose, saltando a la acera con sus tacones, con la señal del salvabarros en el abrigo de seda! Y él entonces, cayendo en la cuenta, volviendo tan rápidamente, ¡y de tan lejos, y con tal temor! Desencajado por el espanto que había sufrido en el trayecto de la media vuelta.

Esto lo reconstruí cien veces, y ahora mismo lo encuentro inagotable. Cómo él la oyó gritar y se percató de todo, y cómo se replegó, cómo huyó adentro de sí mismo por no ver. Pero al mismo tiempo, cómo acudió inmediatamente, incapaz aún de reaccionar ante la evidencia de que no había ocurrido nada, aferrado a la necesidad de lamentar el momento tremendo que había ya pasado. Y cómo la miró, la tocó, la inspeccionó y se la llevó cogida por el brazo. Apretándola, mirándola con toda la cara, una cara pálida. Tragándose sus energías, concentrándose, disponiéndose a la defensa.

¿Fue en la reconstrucción sólo o fue en la tarde del hecho? ¡Cómo lo he perdido! Pero no pudo ser en la realidad. ¿Cómo iba yo a haber ido detrás de aquel modo? Y, sin embargo, ¿por qué me vi después? Me veía, no sé desde dónde, ir detrás de ellos, conversando con ellos. Más bien apropiándose, su conversación no, porque no hablaban. Su emoción. Dejaban una huella en la temperatura en la que yo me deslizaba. Tiraban de mí con su dinamismo recién renovado. Huían casi de mí, y me llevaban. Yo iba arteramente, y me temían porque llevaban algo: su integridad.

Esto no pudo pasar. Yo lo creé de la profunda impresión que me dejó la transmutación de aquel hombre de distraído en alarmado. No pude ir por calles y calles detrás de ellos, ¿llorando?… Ahora me parece recordarlo. Pero indudablemente hubo entre los tres lo suficiente para interpretarlo así. Es posible que fuese mi actitud, la atención que les presté, tan extremadamente comprensiva y compasiva, la que una vez pasado el desconcierto les fue antipática. Debí seguirles unos cuantos pasos, y ellos echarme, espantarme con el gesto, porque estaban en un momento de concentración. Todo duraría un par de minutos. Fue después cuando lo prolongué con todas las variantes posibles. Tan pronto les sentía distantes de mí, cerrándose a mi observación, como les penetraba hasta confundir sus sensaciones con las mías. Unas veces experimentaba cierta inferioridad de situación, me sentía invadir por un estado suplicante, pedigüeño. Y otras me llenaba de aquel sentimiento de integridad, de unidad, del que ellos iban rebosando. Esto de la unidad llegué a sentirlo tanto, que la imagen de la mujer acabó por desaparecer. No por irse, sino por confundirse con la de él, como una cosa que se traga, como una idea que se olvida. Entonces, me parece que volví a empezar, que volví a caer en la contemplación de él sólo. Pero no sólo como si le viese a él solo por primera vez, sino suponiéndola dentro. O no; fue más bien que terminé por suponerles a los dos dentro de mí, y por contemplarme como antes a ellos. Igual de solo, igual de olvidado me estuve viendo mucho tiempo. Hasta que inesperadamente me pasó el tranvía por encima. Pero, aunque desperté bruscamente, ahora recuerdo que me quedé un rato pensando en que el atropello mío, aunque me había impresionado, no había tenido casi sensación de verdad. No había habido choque, no me había visto caer al suelo. Había sentido como una ducha, como una cosa ligera que pasó por encima de mí sin aplastarme, sin producirme más que un escalofrío. Y, sobre todo, la sensación era tan conocida, tan experimentada. ¡Indudablemente!, era la de ser atropellado por la sombra del tranvía. Y es que esa es mi especialidad, detenerme a un palmo de él. Más que detenerme, llegar en el momento preciso en que un paso más y no habría reflexión posterior. O habría la más desgarradora. Esa en que la palabra reflexión adquiere sentido de espejismo, de proyección ilusoria en una realidad negra y vacía.

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[2] Traducción al españoclass="underline" «Visiten Calais, la llave de Francia». Es la entrada a Francia más cercana a Inglaterra.