La reflexión del mutilado será, indudablemente, enfocar desde el punto anterior el de la catástrofe. Enfocarle bien y resolverle, evitarle. Detenerse en el momento oportuno o soltarle sin perder nada.
Yo, siempre que he oído decir de alguno que en tal ocasión perdió un brazo, he imaginado al distraído perdiendo su brazo en el camino y siguiendo sin darse cuenta. Porque más triste, más desolador que todos los dolores corporales, es el dolor que nos causa una cosa al traicionarnos, escapándose cuando no nos enteramos. ¡Es un dolor tan profundo!… Pero su profundidad no está en el que lo siente, sino fuera, en algo adonde se asoma -la falta-, tan profundo, que lo que duele es el esfuerzo de buscar y no encontrar.
Parece como si las ideas, al nacer en nuestro pensamiento, iniciasen un circuito que, traspasando la realidad, volviese a traernos el grato sabor de su comprobación. ¡Y cuando ésta falta! En el mutilado habrá siempre un punto por donde se asomará desesperadamente su ser indivisible. Llevará colgando el alma del brazo, buscando inútilmente la materia conductora.
No hay tristeza más inconsolable. La muerte debe ser algo así. Ir perdiendo terreno en uno mismo, ir reduciéndose a un punto hasta acabar por perderle también. Después, el alma desahuciada, puesta en la calle, se olvidará a sí misma con el absoluto abandono a que puede uno entregarse en los viajes. Irá hacia la vida eterna en el sleeping de la esperanza.
Es en el tren donde se experimenta, como en ningún sitio ese no sentirse, por no poder suponer lo que se sentirá al llegar. Claro que hay que haber llegado a mis años sin haber visto más que Madrid y Medina del Campo para sentir la trascendencia del tránsito, para experimentar la sensación de la nada, sólo por saberse llevado hacia un medio incógnito. Sin embargo, siento que aunque llegase a viajar frecuentemente, sufriría de vez en cuando ese anonadamiento. Y hasta es posible que todo el mundo, el turista, el viajante, el empleado del tren, sean víctimas de él algunos ratos, aunque no lleguen a concretarlo. Pero en ellos no sería pura emoción, sino más bien estragamiento. Yo he percibido cuando todo el tren está enfermo de eso. Hay momentos, en el viaje, en los que el tren olvida su rumbo y baila su traca-trá, traca-trá como sobre un ladrillo. Para el viajero que mira el horizonte, el paisaje entonces forma en gran parada, haciendo maniobrar en perspectiva de concha a los batallones de los sembrados. Yo he encontrado siempre en ese abandono un vago encanto, siempre ha sido el paisaje ferroviario una de mis predilecciones. ¡Su color, sobre todo! Ese color que el tren esparce, y que no es el negro del carbón, sino un polvillo plomizo que asimilan los demás colores, adquiriendo densidad, que se ciñe a las formas de las cosas sombreándolas con violenta acentuación. ¡Color del uniforme de las palomas de las estaciones! Las volutas de sus pechugas están redondeadas por ese claroscuro expresivo. ¡Todo es expresión en el tren, en la estación, en la vía; todo es dramatismo! Yo viajaré siempre en esos trenes calmosos, que se entretienen con todo en el camino, para poder ir haciendo gasto de mi afectividad por el ambiente ferroviario. Y veré en las largas paradas pasar a los rápidos, desmelenando con su aire a los sauces que hay en los jardinillos de algunas estaciones. Debe ser en esas en que las lágrimas de una despedida hicieron brotar ese árbol que tiende los brazos a todos los trenes. Y saludaré al guardaagujas, que está siempre de buen humor, y más a la guardaagujas, cuando muletea al tren, con su chico en brazos y la muleta verde; porque la roja es para los grandes casos. Con ella podría lucirse el as de los guardaagujas, si en un momento de peligro le pusiese al exprés la mano, en el testuz y le parase en seco.
Estas ideas del tren son entretenidas, se suceden con facilidad al ir ojeando las ventanillas. Pero, al mismo tiempo, otras de más densidad se van almacenando en el secreto de lo informulado. Y se unen a sus parejas en el orden atacándolas -las secretas a las otras-, anidando en ellas en su pequeñez de infusorios, y alterándoles el color y la temperatura. Por eso, al encontrarlas después, es el querer sacar lo que le suena dentro, sin descubrir en su apariencia exterior el resquicio por donde pudo meterse.
Por lo regular, todo lo que se relaciona con los móviles del viaje, al saberse fatalmente estación de llegada, deja languidecer en el trayecto el interés de su inminencia. Pero es fuente de esas ideas infusas, de esa inquietud que sigue calladamente un cauce subterráneo, dispuesta a precipitarse en la realidad sea como sea.
Decididamente, no puedo atribuir a mi falta de costumbre de cambiar de ambiente el anonadamiento que me produce el viaje; porque cuando me he hundido en él sin más reme-dio ha sido precisamente al volver a casa. Estaba verdaderamente imposibilitado de suponer nada; me disponía a ser circundado por algo de lo que, por muy cerca que estuviese, temía que me separase siempre un enorme desconocimiento. En ese estado fue en el que llegué, y la vista de Madrid no me hizo reaccionar, porque era una disposición de ánimo la mía que me incapacitaba para encontrar en ningún sitio algo que no fuese ese aspecto de página, de lámina por donde paseaba mi mirada. Pero sin moverme dentro de su atmósfera.
Lo que yo necesitaba era hacer acto de presencia para conmigo mismo. Claro que desde que decidí la vuelta empecé a volver hacia mí. Pero sin la experiencia de los sentidos. Mi vuelta era un deseo latente que reclamaba realización. Pero volver a mí mismo, a aquel yo que podría recordar, y volver de la mano fría de aquel recuerdo… No, no era esto. Mi anonadamiento, mi acorchamiento, no amenguaba al ir llegando. Y sólo supe que estaba ya cuando me avisó violentamente la emoción sensorial. Entonces fue el recordar lo nunca visto, lo nunca sentido, con su sabor inconfundible. El recordar sin idea de pretérito; el acertar con lo anhelado, como si una súbita inspiración, saliendo de mi centro más neto, me hiriese inesperadamente.
Cuando nos encontramos, estoy seguro de que lo que hizo que se me saltasen las lágrimas no fue el sentimiento, sino la sensación. Al verla titubeé, retardé un poco el abrazarla, absorto en la sorpresa de sentir.
Y es que eso había sido lo inconcebible. Me había atormentado por conseguir suposiciones, sin comprender que lo que me faltaba era el sujeto. Y éste era inútil buscarlo antes de aquel momento. Pero cuando llegó a manifestarse fue el dueño de la situación.
¡Cómo la vi!… Ni para pensarlo cabe un orden. ¡Cómo me vi, visto por ella! ¡Cómo la sentí a ella y a su sentimiento a sentir el mío! Encontrarla fue encontrarme.
De aquel momento he ido haciéndome mi universo. Esta vida nueva, tan llena, lo está sólo de su esencia. Aquello fue la creación, después vino la contemplación, la adoración y el rito, para recordar, para que no se trague nada el impío olvido.
¡Recordar! Ella es el recuerdo vivo. Un recuerdo que al verle no se puede menos de exclamar: ¡Cuánto ha crecido! Cuando ella coge las cosas, estas cosas nuevas que hay ahora en la casa, siempre recuerdo. Así eran estas cosas, que nunca habían sido. Aunque no las he usado, me son familiares, porque las conozco con su tacto. Y de ella misma me percato, me doy cuenta de que la tengo otra vez porque la siento sentir, porque me salta el corazón con su impaciencia.
Lo único que me falta, aquel espacio que perdí. Ahora habrá siempre en mi perspectiva un hueco por donde se verá la sección del cono. Inútil intentar unir las dos partes. La última sólo es ajustable a aquello de que fue continuación. Pero yo lo reconstruyo ciegamente. Creo -de creer y de crear- sus líneas virtuales. Sé que no pudo jamás romperse el puro contorno. Teniendo aquel punto tan firmemente recordado, puedo desde él echar a rodar hacia éste, tangible, mi memoria, que rodará creciendo en curva progresiva, generadora, y cuando haya rodado el justo espacio se adaptará infaliblemente a la medida justa.