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Plantearé primero su idilio unilateral. En esto ya influye la fatalidad mía. Mis personajes heredarán siempre la enfermedad incurable de mi egoísmo. Por supuesto, ésta será la primera causa que hará fermentar el drama. Pero, más normal, más dentro de la ley constructiva de mis personajes, será hacerlo estallar en la mujer. Sin que por eso deje de colaborar en la causa. Ni víctima ni traidor; se repartirán mitad y mitad de sus respectivos papeles. Ya que toda solución o explosión por parte de una y otro es accidental en el organismo de la pareja.

Querría conseguir con gran plasticidad la brutalidad aparente del egoísmo, que puede tener también un doble fondo de pudor. Eso es, en un pudor desmesurado se emboscan los sentimientos de todo solitario. Por eso la tragedia le coge siempre por detrás, cuando está mirando a su rincón. Esa es la terrible quiebra de la creación independiente. No hay nada que turbe la armonía de su intimidad, es delicioso extraviarse en ella. Pero ¿y los otros? Pueden, mientras tanto, estar creando la suya, que luego chocará con la nuestra, haciendo estallar nuestra codicia. Y, sobre todo, el caudal correrá incesante. Pobre, sin juego, nuestra creación se morirá al alejarse de su cauce.

Al recibir, en Treport, el telegrama, lo leí y me lo guardé en el bolsillo. Tres palabras, tres gotas de caudal de lo sensible regaron, humedecieron un poco mi imaginación. Las administré como buen hortelano. Había adquirido sentido del ahorro ejercitándome en el estilo telegráfico: «Enviad cheque.» «Espero cheque.» «Recibí cheque.» Las hojitas de los telegramas caían en manos de las telegrafistas, que transmitían toda llamada, tac-tac… tac-tac, y toda respuesta. Y cuando llegaban los despachos de espera por París, tac…, tac…, tac…, tac…, otra vez del otro lado. Nada más. Y el otro, que se deslizó en medio, cayó en mi bolsillo como un cheque más. «Niño con felicidad.» Me guardé aquella otra abstracción de mis propiedades, sabiéndolas cobrables fácil e infaliblemente. Pero, como siempre aquel olvido en mi chaleco fue el que llegó a teñirlo todo. La oficina fría, oliendo a desinfectante, cuando yo iba por las mañanas, tomó aquel aspecto de clínica, porque a aquella hora llevaban las mujeres sus ahorros a la Caja Postal, y siempre iban con niños. Mientras esperaba, yo soñaba cosas complicadas con todo aquello. Las telegrafistas se tamizaban por la red metálica de la mampara con un encanto que no conservaban fuera de allí. Y sus guardapolvos claros eran tan de practicantes, que hacían llorar a los niños de la sala de espera. Yo las veía de un momento a otro coger a uno sobre las rodillas, ponerle el culito al aire y, mediante un metódico tac-tac… tac-tac, hacerle expulsar diez metros de solitaria.

Mi vida se perdía aquellos días en aquel divagar, sin que yo la sintiese ni siquiera discurrir por él. Hubo veces que percibí su parálisis. Al terminar el día intenté reconstruirle, y no encontré más que alguna hora en el bar o en el puerto. Lo demás no sentía que hubiera sido. Y lo buscaba sin gran dolor de no encontrarlo. Entonces no necesita nada. La felicidad me había enviado su pagaré y yo iba invirtiendo la suma. Tenía un niño; esto entraba hacía tiempo en mis planes. Porque tenía planes, ¡eso sí! Tenía planes. Y la ratificación, en vez de instarme a la experiencia, se limitó a invadirme con aquella influencia indirecta. Sólo cuando llegué a casa y me vi delante del chico me sentí verdaderamente ¡hijo! Porque la vergüenza de mi responsabilidad no me abrumaba por ver en peligro mi engendro. El chico es fuerte e independiente de mí. Sino porque me la tiene guardada. Me mira indiferente, hace pompas de salivilla y medita. Madura su juicio; que es lo que temo, y que alguna vez ha de salir.

Esto es otro punto importante y de gran partido. El solitario tiene siempre su creación expuesta a chocar con la realidad o a palidecer ante ella de invencible envidia, y tiene además que sufrir el juicio de los que han velado mientras él soñaba. Esto, por supuesto, sin el menor carácter de cargo de conciencia. Con ese otro de conmoción de perturbación psicológica, simplemente de poder o no poder sufrirlo.

A este resultado será la mujer la que llegue. Es decir, llegarán a un tiempo, porque habrán venido colaborando con la misma inconsciencia. Sus dos pudores les habrán ido distanciando, amurallando. Parejos sus caracteres, parejos sus procesos. Pero con la divertida y aparente incompatibilidad de los ritmos alternos.

Él se irá a la calle, la dejará. Pero se irá con ella. Ella se quedará, se quedará con él. Pero le dejará. La mujer se quedará en algo más pequeño que la casa, en algo que sea más urna, más caja donde quede guardada. Se quedará en el comptoir, enmarcada en su ventanilla, donde todo el que llegue irá a hacerla reverencia. Se encontrará tan segura que no temerá nada de su acción. Pero al llegar, cuando él llegue, más con ella… No, la escena tiene que haber empezado antes, cuando llegue el asiduo, o más bien antes aún. Ella, desde dentro de su casetita, habrá concebido cómo es ella desde fuera. Igual que el mecánico siente como suyo el volumen de su coche, así sentirá la compenetración de su imagen con su marco, y sabrá muy bien por dónde puede meterse, a lo que puede arriesgarse. Entonces llegará el asiduo, campo donde ella hace excursiones y peligrosos virales. Su coqueteo será trivial gimnasia del ingenio, ajedrez de palabras, que jugarán acodados en la tablilla. Pero en medio habrá un mal espíritu, incitante. El lápiz, colgante de la espiral de acero, se escapará de la mano de ella, y será péndulo entre los dos, indicador del movimiento con que puede acortarse la distancia. El lápiz bailará, colgando de su tallo flexible; les hará señas, apuntando primero al uno y luego al otro. Y, siguiendo dócilmente su vaivén, las manos concurrirán en la goma donde se echan las monedas. La de ella, sobre la peseta; la de él, sobre la de ella. Entonces será el momento de abrir la puerta y, sin detenerse en asombros, darle la rápida y enérgica bofetada.

Difícilmente construiré con realismo este trance. No teniendo ninguna trascendencia el tercer personaje, debiendo carecer por completo de personalidad, no crearé la tremenda situación de un hombre frente a otro. Buscaré un punto de apoyo en algo real que me permita conservar para mi protagonista su privilegio de solitario. Suyas acción y reacción, esta será libre y directamente refleja de la otra, sin la menor influencia ni consideración de un tercero.

Le dará la bofetada, más bien puñetazo, que le hará chocar las mandíbulas. No habrá ese chasquido que causa la efusión del sonrojo. Sonará a perro, como cuando se le da a uno un puntapié en el hocico, que le hace sonar a hueco las quijadas. Se irá cobarde y marrajamente convencido, y ellos quedarán con la vergonzosa repugnancia que provoca el dolor físico ajeno, y solos, enfrentados con su reflexión.

La reflexión es algo tremendo para los temperamentos poco flexibles. Porque el que es dúctil tantea, se inclina aquí y allá, antes de tomar una dirección. Pero lo que yo quisiera conseguir es la violenta conmoción de un temperamento duro al ser bruscamente doblado sobre sí mismo, al ser quebrado el ímpetu de su proyección incontinuable. La reflexión es algo que, nada más tocar la superficie de las cosas, está ya de vuelta. En cambio, en el prismático, la imagen se adentra, dobla su ángulo y llega al ojo reforzada, repulida, ampliada. En el espacio que pierde abandonando la recta se avalora su claridad. Así, para la perfecta visión de ciertos temperamentos es preciso que la idea les penetre, deshaciéndose en ellos en mil refracciones que manden a todos los puntos límpidos haces de su imagen. La desventaja es que, a pesar del veloz pensamiento, puede ser lenta, puede perder el tiempo en doblar esquinas, y dar su luminosa refracción -reacción al fin- cuando ya la acción se haya dispersado. Para éstos, toda reflexión es inútil.

El desconcierto de mis protagonistas ante la reflexión de sus actos buscará escapes. No podrá quedar desde aquel punto marcado el pliegue de su nueva dirección; antes al contrario, se rebelarán a la presión, buscarán en vano su vieja línea, que habrá sido quebrada por el choque.

He de prodigar mi esmero en este valor imperceptible de mi obra. Daré a mis protagonistas la máxima independencia, cuidaré lo más posible de no teñir con el mío sus caracteres. Sólo en esto he de permitirme la complacencia personal. El mío por aquí, el suyo por allí. Pero equilibrando siempre la secreta simetría de sus nexos.

Mi reflexión dobló su vértice en el momento que salí de Madrid. En mí estaban los tres personajes. Provoqué el conflicto, di la patada y salí huyendo. Y, naturalmente, mi dirección no quedó plegada en aquel punto, sino intentó desesperadamente seguir la línea de mis viejos planes.

¡Mis planes! He aquí la incógnita. ¿Miento, mentí, mentiré? No mentí, puesto que tracé mi línea, y si me resultó inadaptable al plano real, también es verdad que trabajé en compaginar con las articulaciones de mi perspectiva. Se me fue todo el tiempo en esa maniobra. Y no miento, aunque ya no conservo mi recuerdo de su esquema. Tengo la convicción de que tenía planes. Yo no sé qué clase de cargas, de responsabilidades, era lo que quería; lo que sé es que no era zafarme, que no era escabullirme de lo difícil. Tenía planes; ellos fueron los que salvaguardaron mi integridad: ahora es ella la que me ayuda a creer en mis planes. No será preciso mentir, ya que puede sufrir mi juicio en esta fría revisión.

Mis personajes se entregarán a la suya con impaciencia y acaloramiento. ¡Gran acerbo teatral esta escena! La imprenta sola, una escena hueca y simple, donde la mente se encierre y reconcentre. El cliente, discreto y silencioso entrará, esperará y cautivará la mirada con su acción mínima. Mientras, las voces de ellos, refugiados en la trastienda, irán ilustrando la soledad. Las voces, más que las palabras. No serán sus razonamientos los que vayan entonando el ánimo con sus pasiones, sino las voces. Con escrupuloso sentido armónico se podrán conseguir los tonos sugerentes, los tonos que, anulando lo arbitrario de las frases, compongan con firme y definitiva exactitud la curva de sus escaleras pasionales. En su diálogo, más bien dúo, no habrá ni aclaración ni persuasión. Cada uno, atento a su parte se esforzará en hacer oír al otro su do de pecho. Ella, de vez en cuando, emitirá una nota concreta, un breve motivo melódico que sintetizará en fórmula pueril el gran conjunto: «¡Tú ni siquiera me miras!» Notitas femeninas, atipladas, que lagrimearán en los silencios. En él, la protesta confusa no echará mano de la razón, desbordará sólo acentos, notas bajas, subterráneas, que serán medida de su profunda conmoción.