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Este fue mi propósito. Si lo logré o no, podrá ser ahora nuevamente juzgado. Con este equipaje volví de Roma en el 27; se lo envié a Ortega -a quien no conocía-, que, por mi buena prosa, me incluyó en la Revista de Occidente. Pero dio la casualidad de que ya no se iba a continuar la colección «Nova Novorum», en la que yo tenía -por el género y por las dimensiones- puestas esperanzas, y permaneció el libro inédito tres años, hasta que encontró la acogida de Julio Gómez de la Serna en la Editorial Ulises.

Podría contar muchas cosas más de las que interesan a los jóvenes de ahora sobre aquel tiempo, pero en letras de molde no me gusta contar cosas. Las contaría incansablemente si, rodeada de ellos -en algún rincón de hogar, a la antigua, al amor de la lumbre, o a la moderna, en cualquier bar o terraza sobre los tejados, en cualquier playa o mesón de carretera- pudiéramos dilapidar el precioso ¡y tan parco! patrimonio que nos ha sido dado, el tiempo.

ROSA CHACEL, 1974.

PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN «ESQUEMA BIOGRÁFICO»

Nací en Valladolid el 3 de junio de 1898. Recuerdo los primeros nueve años de mi vida que pasé allí, día por día. Me es difícil, sin embargo, consignar un esquema que pueda dar idea de su tónica. Mi vida espiritual llegó a ser en aquella época tan intensa, que en años posteriores me ha sido difícil superarla. Por una condición paradójica de mi temperamento he merecido entre mis íntimos el título de «trabajador sin materias», porque siempre ha sido mi fuente de actividad lo falto, lo ausente, lo distante. En esa primera infancia, mi vida fue enteramente sedentaria y enteramente ocupada por una obsesión de heroísmo; mis juegos predilectos eran la guerra y la caza. Solitaria, sin un amigo de mi edad, recluida en el mundo más pequeño resto de mi porvenir, por mi parte, podía resolverse o quedarse sin resolver. Esto lo decidí a los once años, a los ocho ya había frecuentado una academia de dibujo, nada más llegar a Madrid, me informé de las que estaban a mi alcance, y al curso siguiente reanudé mi aprendizaje. A los diecisiete años ingresé en la Escuela de San Fernando. Frecuenté el Casón, el Museo y, por último, el Ateneo. Mi posición espiritual estaba sólidamente asegurada. Había conseguido amigos, maestros y, sobre todo, colaboración vitalicia para mis aventuras íntimas. No aludo, ni de pasada, a mi historia afectiva, porque no sabría hacerlo esquemáticamente; algún día constituirá un libro de ochocientas páginas. Dejé la escultura, que para mí no había sido más que un vehículo, aunque me aseguraban que haría algo en ella. Pero entonces empecé a escribir, y puede decirse que a leer. Hasta tanto, mi trabajo intelectual no había te-nido verdadera orientación. A los veintitrés años salí de España y caí en la Academia de España en Roma, en calidad de pensionada consorte. En los cinco años siguientes, algunos viajes por Europa, una estancia larga en los Alpes de la frontera austriaca y otra en Venecia. Frecuentes vueltas a Roma. Allí logré otro gran periodo de cultivo espiritual, sin relación ninguna con la vida de Italia. Simplemente, por estar mi vida íntima en el mejor de los mundos, tener un gran estudio silencioso, un jardín de verde perenne y una urraca amaestrada, única amistad que dejé allí.

Este libro es el trabajo de mis dos últimos años de Roma y fue mi pasaporte de regreso al intentar recuperar aquí un puesto. Me valió, como casi todas mis cosas, más de lo que esperaba; seguramente más de lo que vale. Aunque no coincide con casi ningún hecho de mi vida, le considero autobiográfico, y aunque él empieza a vivir ahora, es el reflejo de una realidad mía ya lejana. Pero en mí la impaciencia y la paciencia viven haciéndose mutuas concesiones impuestas por la lentitud de mi acción, que no encuentro medio de vencer. Estos tres últimos años todavía están muy cerca y no me doy cuenta de lo que ha pasado en ellos. Ni de si ha pasado algo o no ha pasado nada.

ROSA CHACEL, 1930.

I

A estas horas estará ya medio patio en sombra. Pero aún quedará un poco de sol en el oasis.

Nuestro patio, tan desnudo y tan carcelario, lleno de los llantos de los chicos y de todas las voces del interior, ¿cómo iba a ser tan aprisionador del sol y tan risueño en ciertas horas si no fuera por el oasis? Esos pobres bambúes, plantados en su barril, con sus aspidistras abajo y su pelusilla verde alrededor del sumidero, hacen del patio periscopio de las primeras y últimas alegrías del día, le obligan a sorberlas por encima de la casa y de todo el barrio para guardarlas, presas entre sus paredes blancas. Cuando se va la luz, queda allí el espejismo de lo claro, y en las ventanas de arriba, el cartel estrepitoso, blanco, naranja y negro de «Poniente, el mejor brillo para cristales.

Hasta por la noche tiene una claridad maravillosa, que en el verano cae de las estrellas sobre las ventanas, dormidas con la boca abierta, y en el invierno escurre por las vidrieras y por las hojas del oasis: claridad polar que sólo afrontan los gatos, bien arropados en sus abrigos de pieles.

Nadie adivinaría esta claridad del patio viendo la casa metida en aquella calle sombría y estrecha. No puede nadie suponer que tenga tanto guardado una casa que parece pequeña; y es que su solar debió ser uno de esos que esperan largamente entre dos casas, y que en su fondo se ve siempre, al pasar, alguna escena que casi se comprende, pero que vagamente desazona o contrista. Porque no se explica cómo el habitante del solar se siente encubierto por su profundidad; cómo la costumbre ha ido poniendo entre él y la calle una fachada de distancia: no del todo irreal, porque no existe para él sólo. La calle y sus transeúntes habituales se dejan engañar por el disimulo del solar profundo y no miran nunca lo que pasa allá dentro. Sólo el transeúnte casual lo sorprende, por lo regular, a pesar suyo, y pasa deprisa para no ver; pero se lleva una impresión penosa, que le acompaña durante todo el día. Por esto, la casa, edificada en el solar largo y estrecho, con su buena fachada de piedra, tiene esta interioridad extraordinaria. Nuestros abuelos debieron instalarse para tres o cuatro generaciones, porque nosotros encontramos en ella un amurallamiento ancestral; nos guardamos su llave en el bolsillo como símbolo de propiedad invulnerable. Porque la casa nos ha hecho apasionadamente caseros. Nos tiene seducidos, como esas mujeres que, sin aparentar gran atractivo, al que se casa con ellas lo encasan llenándole la vida de pequeños encantos caseros.

Todos los vecinos sentimos esta influencia; sobre todo, al terminar la tarde, después del ruido de la ciudad, volvemos siempre ilusionados con encontrarla, con llegar a la calle estrecha y que se precipite sobre nosotros el crepúsculo; que tengamos que subir la escalera a ciegas, y en la antesala encontremos la luz encendida; pero dentro, en las habitaciones que dan al patio, que nos tenga reservado un poco de su luz, un crepúsculo lento; que nos cuente cómo ha sido el día sobre nuestra cama y sobre nuestra mesa. Porque hasta que se llega a su fondo no se encuentra el encanto de su intimidad. La escalera, hosca y fría, no acoge bien al visitante. Nada de chapas delatoras. El que vaya buscando a alguien, que pregunte y arrostre el ‹‹No es aquí». ¡Cuántas veces habrá hecho huir a esos indecisos que pasean el descansillo de izquierda a derecha, tarjeta en mano!

Hasta los mismos vecinos, sabiendo que su mal gesto no va con nosotros, no podemos sustraernos a veces a la mala impresión de su penumbra, y la subimos corriendo de cuatro en cuatro escalones.

Nosotros fuimos víctimas de esta sensación como ninguno. Sobre todo, cuando veníamos de clase, charlando por la calle, y al llegar a la escalera se nos cortaba la conversacion y echábamos a correr cada uno a nuestro piso. En tanto tiempo no conseguimos nunca subirla despacio. Sentíamos que la escalera, si no tenía sombras, era digna de tenerlas. No las habíamos visto nunca; pero nos parecía que era un secreto que ella nos tenía guardado y que un día u otro había de revelarnos. El caso es que corríamos como si viniesen siguiéndonos, y al cerrar nuestras puertas con rápido portazo no conseguíamos la tranquilidad de estar ya defendidos, sino más bien una pesadumbre como de haber dejado a alguien fuera, que sabíamos que había de esperarnos al otro día indefectiblemente.

Después, en cambio, venía la tranquilidad, la confianza del cuarto. Sentir su ventana bajo la mía, y saber que una misma aura casera había revoloteado sobre nuestros papeles, se había metido entre nuestras ropas y había revuelto nuestros bolsillos, cambiando los secretos del uno con los del otro. Entonces era el pensar: ¿por qué este miedo absurdo a la escalera; una escalera tan familiar, de tan suave pendiente; ancha como avenida propicia al paseo lento en compañía? ¿Por que este segundo descansillo donde nos separamos es plataforma aisladora de toda corriente cordial? Yo entonces achacaba a la escalera que nos pasase aquello. Me daba cuenta vagamente de que al llegar al portal sentíamos cómo la alegría, la confianza de estar ya en casa; porque en la calle, la gente estorbaba nuestro recogimiento. A veces algo que pasaba se llevaba la mirada de uno cuando el otro iba a buscarla. En cambio, al entrar en el portal, era una satisfacción, como si fuera eso lo que estábamos deseando, por lo que veníamos de prisa. Pero al subir la escalera todo se iba borrando. Entonces empezaba como el temor de lo pronto que tenía que terminar, y la esperanza de cualquier cosa que podía pasar, pero que no pasaba nunca. Ese rato de subir los dos pisos era tremendo. Porque en el descansillo estábamos bien; podíamos hablar apoyados en la barandilla; pero ya traíamos la mala impresión de haber subido juntos desacompasadamente, de haber tropezado o habernos empujado, sin haber podido decir una palabra, y nos encontrábamos en el último escalón viendo la inminencia de la despedida, sin saber cómo evitarla, y abandonándonos a la contrariedad, agriándosenos el humor por la mutua torpeza nos decíamos adiós. Y o no nos mirábamos o nos arrojábamos dos miradas incompatibles.