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Nos pasó esto durante todo el invierno, porque aquellos meses de continuos chaparrones nos hacían venir en el tranvía, y el tranvía también es un sitio maléfico para los diálogos de dificultad íntima. El tranvía no adapta nunca la puntuación de su marcha a la de nuestra conversación. Acompasamos nuestro párrafo con el metrónomo de su ruido, de sus vaivenes, del balanceo de sus correas, y de repente, el timbrazo y el ¡crass!… de la manivela nos hacen callar intempestivamente. Es algo tan desesperante como dictar a un mecanógrafo inhábil que en medio de cada renglón vuelve hacia atrás el carro; que carraquea malhumorado, y tenemos que sufrir unos minutos de silencio mientras borra la errata. Y en el tranvía pesan y azoran esos minutos, porque son como vanos interruptores de la actividad en las horas en que más vigorosamente fluye. Son silencios sin ángel, no como esos de las horas de siesta, horas blancas que deslumbran y agobian con su claridad, porque es la suya la blancura ardiente del rojo blanco, y en que al pasar el tranvía cae a veces al pararrayos de su trole la exhalación de un ángel. Estos silencios del invierno, cuando se va en el tranvía con la ropa mojada y el paraguas como pez recién pescado, que suelta por la cola un chorrito de agua, son producidos por un espíritu burlón e intimidador como un cuco que se asoma para asustar metiendo su cabeza en lo más secreto de todos los diálogos.

Y después de momentos así bajábamos tan cerca de casa, que el pequeño trozo de calle no era bastante para añadir todo lo que se había fragmentado en el tranvía. Llegábamos llenos de sensaciones disgregadas que era preciso resumir, y no teníamos tiempo. No lo tuvimos hasta aquel día, para nosotros primero de año. En el 1 de enero el año nuevo puede pasar inadvertido, como la luna nueva en su primer día. Es preciso que se manifieste en uno, que sea como el comienzo de su cuarto creciente, un atisbo de su luz, de su futuro esplendor en el plenilunio. Como aquel en que llegamos a pie, callados, cargados con la hucha de nuestro silencio, tan llena que de un momento a otro tenía que romperse. La escalera aquel día intentó meternos miedo más que nunca. Pero la desafiamos. ¿Sabría que iba a ser vencida? El peligro era tan patente que no cabía pensar en huir. Era apremiante. Más que asustarnos nos impacientaba. Hubo un momento en que cada uno tuvo el deseo de reprochar al otro su cobardía. Al empezar a subirla nos pareció acometer una decisión ascendente; pero al llegar al descansillo desfallecíamos, se nos escapaba. Ella, sobre todo, desistía; estaba a punto de echar a correr. Al recordar ahora cómo la sujeté por los brazos, me parece recordar la más violenta discusión que he tenido en mi vida. Porque la retuve dispuesto a hacerme escuchar, creyendo que iba a ser capaz de decir algo. La escalera me instaba con su semioscuridad, y el algo que yo quería decir me rondaba, me zumbaba alrededor, callándose también a veces -falsos silencios en que parecía que me había dejado; pero era que se había posado en mi nuca-ella mientras tanto… Yo la miraba sin verla. Toda mi atención era para perseguir aquello que revoloteaba fuera de mi foco visual, en esa zona de los fantasmas en que no podemos asegurar si vemos o no vemos, para atrapar aquella fórmula cuya contemplación había de corroborar mi sentimiento, y que, por fin, se posó delante de mí. En ella misma. Fue como si cada uno por nuestra parte hubiéramos corrido tras la decisión rebelde y a un tiempo hubiésemos caído sobre ella. Después de aquella larga persecución quedó presa entre nuestras dos miradas. Entonces nos besamos insistentemente, tenazmente, repitiendo cien veces la fórmula nueva, que nos llenaba de la más placentera convicción.

Desde aquel día la escalera tuvo sus sombras. Los vecinos, al llegar o al salir de sus puertas, notaban que algo huía, que la escalera se quedaba con el gesto falsamente tranquilo de «Aquí no ha pasado nada». Nosotros, en cambio, nos compenetramos con ella, dejamos de temerla y nos decidimos a habitar sus batientes de oscuridad. Su condición de sitio transitorio llegó a influirnos de tal modo, que nuestras efusiones, aunque durasen horas, tuvieron siempre el atropellamiento y la ansiedad de una continua llegada o despedida.

Los que están agobiados de trabajo se lamentan de no ver la primavera por no poder ir al campo. Algunos llegan al verano diciendo que no se han enterado de ella. Peroéstos son los que no la conocen sin sus atributos de estampa japonesa. Los observadores del año, sobre todo los enamorados del año madrileño, con su invierno moscovita y su verano tropical; los que viven pulsando los días con atención de labradores, porque saben la repercusión de las locuras del año en su cosecha, la sienten venir estén donde estén. Para ésos hay una primavera de interior, de dentro afuera. No necesitan esas irrupciones en que la primavera abre ventanas con el aire tibio de su abanico. Cosa que no sucede hasta que ha llegado a la pubertad. Podría decirse que la ven nacer. Al lado de cada solitario, en el rincón más oscuro y cerrado, en cualquier cosa, en un objeto duro y sin apariencia de capacidad para las repercusiones vitales, el que está a la expectativa de la primavera la ve nacer en su momento.

Este año llegó a la casa en algo imperceptible de puro corriente. La mañana que notamos en la escalera, a la hora que barren el portal, que el olor del serrín mojado era como el de la lluvia cuando hay cerca pinares. Bastándonos esto para que se declarase en nosotros el estado primaveral, para que volviésemos a sentirlo, a encontrarla en mil cosas; para que fuera invadiéndonos la vida y obligándonos a modificarla. Comprendimos que había llegado el tiempo de faltar a clase. ¡Cómo nos gustaba imaginar la clase en esos días en que el profesor se encuentra sólo con un alumno! El viejo alumno y alumno viejo que no falta en ninguna, como si todas las aulas tuviesen una plaza de alumno profesional para que los días de des-bandada puedan ejercer el rito, el profesor en su tribuna y el alumno en el primer banco, hablando mano a mano de cosas fuera de programa. Por las mañanas se salvaban las clases pensando en preparar la escapada de la tarde. El fresquito de las ocho, al salir en nuestra calle sin sol, nos hacía olvidar la primavera; nos resultaba siempre sorprendente ver pasar a las cocineras con su ramo de rosas asomando en la cesta. Y esta impresión estimulante y optimista de nuestras mañanas llenarían mi recuerdo si no me hubiese encontrado también en el portal, al volver solo un día de fiesta, con la chica del velito, que bajaba. Y si la observé fue porque llevaba una tristeza… Porque llevaba su velito prendido con una tristeza especial. Una muchacha que seguramente no era triste; parecía como si aquel día estrenase su tristeza: la ostentaba como una indumentaria más refinada que la de costumbre. Como esas chicas que han estado ahorrando todo el año para estrenar un día vestido, medias y zapatos del mismo color; que para ellas es el colmo de la elegancia.

Aquella chica parecía vestida por primera vez del color de su tristeza, y cuando me dio los buenos días, de su voz también se desprendió el mismo tono. Como la que va vestida de heliotropo y el perfume también es de heliotropo, que es ya la perfección.

No sé por qué presentí que tenía relación con nosotros, y subí corriendo, porque sabía que se me esperaba en el descansillo. En el modo con que ella me alargó una mano, sin despegarse de la barandilla, comprendí que había interrumpido una despedida, que había cogido la mano que se quedó colgando del apretón de la del velito lánguido.

Yo quería saber si bajaba de allí aquella chica y si era amiga suya; pero a todas mis

preguntas contestó en síntesis diciéndome que era una chica que había nacido el mismo día que ella, realzando inconscientemente este detalle al hablarme de la chica, influida por ese parentesco que establecen las madres entre sus hijos y los de otra cuando nacen el mismo día. Así como a los que se crían de la misma mujer se les llama hermanos de leche, a éstos debía llamárseles hermanos de día. Yo estuve por preguntarle por qué llevaba así el velito su hermana de día; pero no se lo pregunté porque era otra cosa la que más necesidad sentía de preguntar. No podía olvidar el buenos días confidencial de la muchacha, que seguramente me conocía, y que había sido como decirme: «Ya te contarán, ya te contarán». En el primer momento de sentirme interesado por ella tuve curiosidad por saber su secreto; esperaba encontrar cierta gracia en su tristeza novelera. Pero es que al verla no pensé que estaría ligada a nosotros por el punto de su nacimiento; que habría entre ella y lo más mío aquella consanguinidad de tiempo. Mirando la cabeza de mi novia en su impecable desenvoltura me resistía a comprender que hubiese sido concebida en el mismo seno temporal que la de aquella chica de velito. Y, sin embargo, tenía que avenirme a reconocer que le había bastado pasar por la escalera para difundir su tónica en nosotros: nuestro descansillo estaba lleno de su tristeza; la luz y el silencio tenían una huella misteriosa, arropadamente erótica, como un rincón de iglesia; y mi novia me parecía que acababa de sacar su frente del confesonario de aquel velito, de haber recibido debajo de él encapuchadas confidencias. El recuerdo de la muchacha se me hacía por momentos insufrible; falsa virgen que había venido a hablar a mi novia de su velito, de todos los trapicheos pueriles que arman las mujeres de esa clase alrededor de tal tema. Luchaba por convencerme a mí mismo de que no seguía aún velada por aquel préstamo de tristeza; pero me rendía a la evidencia de una sombra que había en sus párpados, como si se hubiese impreso sobre ellos una negra y enredada trama; y le caía tan postiza, que parecía disfrazada con trapos de otra mujer. Yo sentía la urgencia de que se los quitara; pero no antes de buscar su sabor entre aquel nuevo adobo, y mientras me contaba, yo iba desechando la historia, pero no perdía los rictus insospechados que alteraban su boca, re-cogiendo en apretada impronta sus pequeños gestos amargos.