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A fuerza de decirlo: «La vida no es eso, la vida -la nuestra- no tenemos que aprenderla de nadie; nos la inventaremos nosotros», conseguí borrar su mala impresión, y el momento me ayudó prodigiosamente. Ese dios del momento es uno de los espíritus más poderosos, lo mismo cuando es propicio que cuando es hostil. Pero hay que tener una gracia especial para contentarle, porque no se da a razones. A veces estamos poniéndolo todo en nuestras palabras, porque lo que esperamos lograr con ellas nos es esencial, y si no conseguimos interesar al espíritu del momento, la luz entorna los ojos y oímos el bostezo de una puerta. En cambio, otras veces, como aquélla, el momento se mete de lleno en nuestra conversación y la súbita animación de su fisonomía hace que no sea un frío acceder lo que consigamos, sino una espontánea convicción y un sentimiento.

La puerta del piso, que se abrió en aquel momento, tardo en cerrarse; porque se había abierto para que nosotros mirásemos. La casa nos sonrió con la perspectiva de todas sus puertas abiertas. En la habitación del fondo, las rayas de sol de la persiana teclearon en el juego de damas de los baldosines y por el tubo acústico del pasillo nos llegó todo el concierto de sus sonidos; porque estábamos ya en junio y junio es el mes musical. Es el mes en que los pianos, después de habernos atolondrado durante la primavera con el arrullo de sus ejercicios, nos sorprenden a veces con ráfagas estupendas que entran por los balcones entornados idealizando el olor del momento, haciendo de cualquier olor casero un aroma limpísimo, lleno de la pureza de Bach, y se siente y en él tanto la plenitud estival que resulta profanación cualquier género de temor ante la vida. Yo le ofrecía para contentarla aquel día de sol que brillaba en el fondo del pasillo, y nos fuimos buscándole a la calle, siguiéndole hasta su declinar en una noche profundamente oscura, como digno reverso.

Las noches de junio rebosan optimismo, como su hora más clara de día; eran tan limpias, que no notábamos un velo de distancia cuando hablábamos de balcón a balcón, y entre nuestras voces, sólo el silencio rizado por la simple nota de los grillos.

Después, en las de mediados de julio, empezó a sorprendernos como una luz de luna que viniese de abajo la luz de carburo del puesto de sandías. Y el día que llegó a nuestra esquina el sandiero, que era novio de Anita, la casa se llenó de su nombre. Por el patio no se oía una cosa sin un Anita en medio. Es que era toda ella su nombre, y aquellas blusas que llevaba, que la dejaban transparentar las puntillas de la camisa y los pechos, mal sujetos. Todas las noches veíamos poner en el vértice de la pirámide, bajo la tienda de lona con su lucecita vacilante, la sandía que tenía el corazón fuera, dejándosele ver a todos para que nadie dudase de sus óptimas entrañas. ¡Aquel sandiero era tan gitano! Tenía como pocos el arte de la puñalada; y cuando llegaban los melones yo creo que no los calaba porque es de matarife la actitud de echar las tripas a un rincón. En cambio, en la sandía se hunde limpiamente la hoja de la faca, y el sandiero la aprieta entre sus manos, antes de ponerla en las del comprador, mirando su fondo rojo, que contrasta tan bien con las pepitas negras, como si en la lucha con su asesino se les desgranase dentro de la herida el collar de azabache.

Pero no pudimos conservar todo el verano el tono de aquellas noches límpidas. Una se nos manchó de negro denso, perdió toda su transparencia en la tinta de imprenta. Aquella en que el periódico nos trajo el retrato de la chica del velito, bajo el epígrafe de «Joven intoxicada». Entonces nos pareció que nos enterábamos de su debut. Que había venido a invitarnos a él y que no habíamos querido asistir. Pero que contra nuestra voluntad acabábamos de ser informados. Aquel retrato, sin su nombre nunca lo hubiéramos identificado. Pero una vez sabiendo que era suyo era su más perfecta explicación. Retrato hecho pensando en la posteridad, apoyando el codo en el macetero, con la desfachatez de afirmar su gesto más genuino. Con la sinceridad ultraconsciente que anima las poses de los «tristemente célebres». Retratos de esos que tanto se encuentran rotos debajo de los bancos porque muchos, al recibirlos, sintieron su advertencia y se echaron atrás.

Desde entonces nos fue ya imposible evitar el recuerdo de la chica. En la escalera, sobre todo, la recordábamos continuamente. Yo sabía que ella no dejaba de pensar. La veía obsesionada por la necesidad de arreglarlo, de darle cincuenta soluciones, aun sabiendo lo totalmente inútil que era su empeño. Pero hasta olvidándolo, y hasta sintiendo un inhumano bienestar por su desaparición, no podía menos de querer resolver el problema, por el problema mismo. Estaba impresionada. Y yo, aunque no hacía más que razonarle que era una de esas cosas del que asó la manteca en el dedo, estaba también impresionado de la impresión de ella. Sobre todo, cuando la veía pensando, la miraba con terror, como los padres cuando saben que su hijo ha estado jugando con un chico que tenía tos ferina. Por esto abandonamos la escalera y llegamos a hablar por el balcón hasta las doce.

Pero no duró mucho aquella paz nocturna: una noche hubo un grito abajo. No vimos nada: cerramos los ojos porque habría sidodemasiado ver algo tan horroroso como aquel grito, pero vimos la gente que acudía y la luz que se tambaleaba. A la noche siguiente no volvió a encenderse y no se volvió a oír por el patio el nombre de Anita.

Al huir también del balcón, nos quedamos sin refugio en la casa, hasta que dimos con la azotea, adonde no subía nadie más que a tender la ropa. Pero no logramos en ella más que empeorar nuestra tensión de ánimo.

El clima del tejado es clima de altura; produce la reacción y la excitación de los dos mil metros, hay que ser fuerte para resistirlo. En el siglo pasado se padeció un poco la manía de la buhardilla, y así sufrieron tantas repentinas hemoptisis, que les rompieron los vasos del suicidio. El espíritu del que deja vagar su mirada por el paisaje de tejados termina como gato extenuado y lunático, que no necesita más que ir a parar al río con una piedra al cuello. Por eso resistimos poco tiempo en la azotea. No porque no sintiésemos su encanto. Probamos su silencio y su éxtasis, y sus horas de Angelus, en que las monjas de enfrente subían a la suya y se acodaban en el barandal, apoyando las blancas pechugas en los brazos para ver pasar a las golondrinas, sus parejas, sino porque no nos era saludable, y yo tenía entonces la preocupación de la salud. Teniendo una salud magnífica. Pero la saboreaba, la cuidaba más que una enfermedad. Y es que eso de la salud en mí había llegado a ser una cosa enfermiza.

Adolescencia y convalecencia pueden confundirse, como magnesia y gimnasia, pero no es sólo la similicadencia -¡qué bonita palabra! Además de similitud, lo que sugiere es multitud, armonía de mil cadencias- lo que las une, es una convergencia de su condición de estados de los cuerpos hacia un resultado común. Al final de las dos se padece infaliblemente un más o menos vasto egoísmo. Cuando es ocasionado por la convalecencia no se manifiesta más que en ciertos hábitos de comodonería y hasta de gastronomía. Pero cuando se llega a él por la adolescencia, las manifestaciones son de egoísmo, ni más ni menos, las más múltiples y genuinas. En un deseo bárbaro de salud el que se saca de las dos, siendo como son hiperestésicamente generosas, siendo los dosmomentos en que nos dejamos matar por una mirada o por una corriente de aire. Pero cuando terminan se posesiona de nosotros la salud más embrutecedora.

Cuando salí de mi adolescencia -me doy cuenta, aunque es reciente- me pareció haber inventado el egoísmo y lo viví, lo teoricé, lo divulgué, caí de lleno en esa primera juventud, en la que tantos hombres se estancan, siendo por lo regular los que nunca envejecen; pero tienen siempre la frescura aparente de las cosas en conserva, cortadas verdes, que no tuvieron nunca su dorada juventud. Dorada en el sentido de estar en su punto. Empecé a sentir repugnancia por todo lo que pudiera conmovernos. Consideré inminente la necesidad de salir de la casa. Sobre todo, de aquel barrio populachero, donde se habían dado los sucesos trágicos con regularidad de fruta del tiempo. Claro que irnos de la casa no podíamos, ni verdadera-mente queríamos. ¿Dónde íbamos a estar como allí? Pero, por lo menos, cambiar de ambiente.

El verano estaba ya terminando. Esperábamos los crepúsculos largos del otoño con la misma impaciencia que en febrero el ver crecer los días.

Esa hora del oscurecer, en septiembre, es una hora de noche que el año regala a los que tienen que estar en casa antes de las nueve. Una hora profundamente nocturna y sabiendo vivirla, larguísima. Cuando se ve uno sorprendido por el rápido crepúsculo se desconfía del reloj, se está a punto de volver a casa aunque sea temprano. Pero siempre se toma la resolución de aprovechar la hora nueva que el tiempo regala.

El silencio de esa zona que rodea a Madrid a poca distancia no es el silencio del campo, que está más lejos: es un silencio que, si no se le presta atención, parece completo; pero disponiéndose a escucharle se encuentra en él la esencia de todos los sonidos. A esa zona podría llamársele zona de la distancia ideal, porque, cuando estamos en ella, lo que gozamos como algo único es su distancia especialísima. Podemos profundizar en ella y llegar al más completo distanciamiento, sin perder el hilo de la voz de Madrid. Se oye desde allí la pianola del bar, el tiro al blanco, se ve el sistema planetario de las luces de la barriada, con las constelaciones del cine y el garaje; se sabe los pasos que hay hasta la parada del tranvía. Y al mismo tiempo se está tan lejos, tan olvidado… Nadie piensa que podemos estar allí. El que no está en la zona de la distancia no se acuerda de que existe. Aunque también se puede sentir su influencia desde lejos, como esas veces que se nota un olor intensísimo y no se da uno cuenta de que acaba de pasar por una frutería. Al cruzar ciertas calles, de noche sobre todo, se siente como un aliento, como una suave fuerza aspirante. Son las que conducen a la zona de la distancia. Y también puede conocerse fuera de ella a los que la frecuentan, en un guiñamiento, como el de los gatos al sol, porque sus ojos se hacen muy sensibles de desorbitarse en las miradas, que aunque no se ven, se sienten en la oscuridad. Los asiduos se despiden de ella todas las noches, y se despiden en ellos, aunque siguen juntos. Después es el asaltar los tranvías.