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Aunque hacía tiempo que entraba luz por las rendijas, seguí en la cama, temiendo que aún fuese temprano y que tuviese que esperar, hasta que los ruidos de la cama me convencieron de que había esperado en exceso. Entonces abrí la ventana con impaciencia, como si esperase que mi tranquilidad hubiese brotado en el patio. Y había brotado. Más que tranquilidad, lo que encontré fue como un olvido, como una imposibilidad de seguir sintiendo lo que había sentido. Era otro día. Cuando ella se asomó a la suya, hablamos dos palabras, trazamos el plan del día y, al meterme, me dije: «No la he preguntado nada». Pero no era necesario, porque la había visto.

Las primeras horas de aquella mañana que pasé esperando a estar con ella fueron como mis primeras horas de lucidez. No era lo que sentía esa fría tranquilidad de cuando se ha temido que pase algo y se ve que no ha pasado, sino una satisfacción, casi malsana, de que hubiese pasado aquello. Porque al pasar lo que se había provocado, naturalmente, eso mismo que pasaba, contra mi voluntad, no significaba para mí la imposibilidad de imponerme a ello. No fue esto lo que me hizo sufrir aquella mala noche. Una vez dueño de mí mismo, y poniendo las cosas en claro, vi que me contrariaba mucho menos de lo que era de esperar. Y sobre todo, por encima de lo que pudiera llamarse el contratiempo sentía una alegría tan llena de nuevas convicciones y nuevas decisiones… El verdadero peligro, el de ella, no existía. La había visto. Aquel momento de la ventana me bastó para verla, porque hasta entonces no la había visto nunca, y desechar todo temor respecto a su desdoblamiento. Comprendí que su dualidad, su multiplicidad, si la hubiese, era algo tan simple como esas cajas japonesas que se cierran unas en otras, sin diferenciarse en más que la mayor contiene las pequeñas. Y todas son iguales, la misma forma, la misma laca, la misma ornamentación, sólo van ganando, con el tamaño, en capacidad. Al verla aquella vez vi a la mayor llena de la pequeña; más bien llena de pequeñas. De otras pequeñas que yo había olvidado, que ni conocía siquiera. Su cara de aquel día era de una profundidad interminable, se encontraba en ella todo lo que se buscase. Y yo me hundía en mi recuerdo, incansable de encontrarla siempre a ella ¡tan ella!

La contemplación de esta repetición suya me llevó al entusiasmo, al delirio admirativo. Pero es que esto era también una repetición mía. Databa este sentimiento de mis primeras percepciones estéticas. La repetición de una forma era lo que más me convenía, lo que me ayudaba mejor a contrastar su pureza.

En el papel de mi cuarto había una hoja que yo, de pequeño, adoraba. Me miraba quinientas o seiscientas veces, desde las cuatro paredes, con dos pares de ojitos que tenía, que eran esos agujerillos de las hojas de parra. Ojitos oblicuos, de expresión sagaz y risueña. Y en la curva de su vena yo encontraba, más que complaciencia sensual, consonancia sentimental. Yo hubiera enroscado mis brazos a la cintura de aquella hoja. Pero seguramente, si hubiera visto la hoja aquella una vez sola, no me hubiese llenado así de su forma. Fue preciso que mandase a mi cama todos sus escorzos, que yo pudiese perseguirla, sin mover la cabeza de la almohada, hasta perderla casi, en una línea, al final de las paredes laterales y verla doblar el ángulo, repitiéndose en la de enfrente, de un lado y de otro, formando con su compañera huecos ovales donde se desenvolvía lo demás del ramo. Sí, al profundizar aquel día en la expresión que acababa de comprender, su repetición interminable fue corroborando mi entusiasmo. A fuerza de parangonarla con ella misma comprendí que lo que más tiene de cosa perfecta es que sus contradicciones mismas se completan, se redondean, como media vuelta a la derecha y media vuelta a la izquierda.

Hay fisonomías imposibles de enfocar, de las que nuestra retina no consigue nunca más que una prueba movida, y son esas que cuando se cruzan con nosotros no sabemos si saludar o no. Porque lo que sucede no es que no recordemos su nombre, sino que no podemos adjudicarle uno.

Son personalidades borrosas, que parece imposible que tengan algo tan concreto como un nombre. Siempre que leo una esquela de defunción donde dice, poco más o menos: «Don José Antonio María de Carlos y San Juan», entierro en mi recuerdo a uno de esos a quienes nunca pude ver la cara.

Pero mi tardanza en ver la de ella no obedecía a esto, sino a todo lo contrario. Es una cara la suya que peca por exceso de quietud, hasta parecer imposible que llegue a animarse con una expresión. En cambio, cuando habla, cuando mira, sobre todo, su expresión oculta su cara. Su animación acapara al que la mira. Si hablando con ella me entretuviese en observar su frente o su barbilla, sus ojos arrancarían de allí mi atención, y, si no lo conseguían, al sentirse observada callaría y perdería todo movimiento. Y menos posible aún es observar sus ojos. Sus ojos desaparecen en sus miradas, porque son dos cosas completamente distintas. Sus ojos no tienen una mirada habitual, no son ojos alegres, ni ojos tristes, ni ojos dulces. Son ojos. Si a descuido de su mirada se miran sus ojos, no se encuentra en ellos sitio para un adjetivo. Elúnico poema que podría escribirse a sus ojos es ese que se encuentra al pie de los grabados de las fisiologías. Junto a un ojo rodeado de flechas ordenadas por el alfabeto, una columna de nombres que rima en las letras de que están separadas por puntos:

Párpado… a

Pupila… b

Lagrimal… c

Pestañas… d

Si cuando estoy observando sus ojos me mira, la bandada de sus miradas me oculta el sitio por donde salió. Pero luego vuelve a recogerse en sus ojos, y queda en ellos el hueco oscuro de las ventanas abiertas.

Este encontrar en sus ojos la simplicidad de las muestras escolares me hace recordar ahora que ya otras veces había visto su cabeza como esas láminas de dibujo en las que se estudian las fisonomías más sin malicia que se pueden concebir. En su perfil hay un clasicismo elemental que hace que su cara, en reposo, sea como una forma donde se puede inscribir lo que se quiera sin que cambie su canon.

Hoy no sé si es que aquel día hubo una aptitud especial en mí para comprenderla o si es que ella se manifestó como nunca lo había hecho. Hasta después, cuando hablamos, seguí encontrándola de una claridad excepcional. No había comprendido mi actitud arbitraria; pero, dudando y temiendo, había esperado, y, por fin, había percibido mi conformidad final aquella noche telepática; porque hay noches traspasadas de comunicaciones certeras, en las que las estrellas corren sabiendo muy bien adónde tienen que ir. Y a éstas suceden siempre días tranquilos, en los que parece que todo se dijo ya. En cambio hay otras, hiperestáticas, que embrollan los asuntos, y al día siguiente se vive obcecado por haber recibido falsas informaciones. Al asomarse al patio, por la mañana, sintió, como yo, que todo había pasado. Y cuando, más tarde, fuimos poniendo la situación en claro, ella intentaba inútilmente recordar que teníamos determinado hacía tiempo desesperarnos si llegaba el caso. Y el caso cuando llegó, en vez de deprimirnos, lo que hizo fue centuplicar nuestra actividad. Aunque mi imaginación estaba ocupada casienteramente por mi descubrimiento de ella. Y querría compensar en cantidad y en intensidad lo superficial de mi trato anterior con ella, incluso en el periodo de los conceptos. Claro que tuvo siempre la culpa aquella familiaridad, que desde un principio me había hecho tomar las cosas con calma. No había pasado por esas fases de interés y conquista que producen impaciencia porque tienen su desenlace. Era»de casa». Me fue acercando a ella el percatarme de su capacidad apreciativa, me sentí mirado y escuchado como por nadie lo había sido. Esas cosas que uno llama»mis cosas», y en las que todo egoísta pone un cariño especial, desde que empezó nuestra amistad nunca cayeron en el vacío. No sentí nunca por ella ese pequeño desprecio que se siente por el que no comprende la agudeza de una frase nuestra. Empecé, lo que se dice, a peinarme para ella. Mis horas de estar solo fueron un continuo ensayo de lo que había de llevarla. Por esto, aunque cuando estaba con ella me dejaba dominar por el sentimiento, entera y sinceramente, al mismo tiempo fue desarrollándose mi egolatría. Hoy casi me avergüenza esta condición de mi temperamento, frío, tardío, que ha estado alimentándose tanto tiempo del sentimiento de ella más que del propio. Todo el que duró aquella vejez prematura, de la que me he salvado. Todo el que estuve situado ante ella como un niño viejo. Acercándome a ella porque sentía su necesidad, pero sin percatarme de su encanto; complaciéndome en verme en ella, pero sin verla a ella en mí.

Los acontecimientos imprevistos pueden ser temibles. Pero son los que quitan a las cosas el polvillo de la costumbre, los que nos hacen verlas en ciertos momentos con una lozanía tan sorprendente y tan deseable.

En ella todo cambio, más que superación, es florecimiento. Su mayor encanto no es su originalidad, sino su lógica. Hasta su alteración física, que por lo regular en las demás mujeres tiene aspecto de descuido risible, en ella es de maravillosa oportunidad, es extra-ordinariamente representativa de su momento trascendente. Es como la causa de su actitud, o como su justificación, como su razonamiento. No sé; es algo de dentro y de fuera, algo que desborda de expresión. En su pose de ahora, en su timidez pensativa, la frente avanza siempre al primer término, hasta hacerme sentir a veces la impresión de que le ha crecido, de que se le ha hecho más curva y de que es dentro de ella donde tiene esa pesadumbre interior. Tal carácter tiene de ser su asunto, su secreto, que me parece una humorada de la nueva, que no estaba bien enterada de nuestros proyectos. Me siento como robado por ella, por una voluntad ciegamente traviesa, capaz de arriesgarlo todo en un juego. Como tantas veces que he sorprendido su mano metiéndose en mi bolsillo y, al intentar sujetarla, se ha escurrido entre las mías como un pececillo, llevándose lo que me había quitado, así ha sido, sin yo enterarme, escapándose por las rendijas de mi voluntad para contrariarme, para estropear todos mis planes, para producirme una indignación bajo la que retoza una indecible alegría.