– ¿Y por qué iba yo a estar interesada en tu vida amorosa?
– Eso dímelo tú.
Ella le miró recatadamente y precisó:
– Sólo me gustaría saber dónde encuentras a tus mujeres… ¿En catálogos internacionales? ¿O tal vez en la red? Sé que hay grupos especializados en ayudar a los hombres americanos solitarios a encontrar mujeres extranjeras, he visto las fotos. «Rusa preciosa de veintiún años. Toca el piano clásico desnuda, escribe novelas eróticas en su tiempo libre, quiere compartir su encanto con un tonto yanqui.»
Por desgracia, Kevin en lugar de ofenderse, se echó a reír.
– También salgo con mujeres americanas.
– Estoy convencida de que no son muchas.
– ¿No te han dicho nunca que eres demasiado cotilla?
– Soy escritora. Es lo que tiene la profesión.
Tal vez era su imaginación, pero él no parecía tan inquieto como cuando se había sentado, así que decidió seguir indagando.
– Háblame de tu familia.
– No hay mucho que decir. Soy un H.P.
«¿ Harto de premios?»
– ¿Hombre patético?
Kevin hizo una mueca y, tras apoyar las piernas en el borde de la mesilla del café, explicó:
– Hijo de un predicador. Cuarta generación, según como lo cuentes.
– Ah, sí, recuerdo haberlo leído. Cuarta generación, ¿eh?
– Mi padre era un ministro metodista, hijo de un ministro metodista, que era el nieto de uno de los antiguos jinetes metodistas que llevaron el Evangelio al salvaje Oeste.
– De ahí debe de venir tu sangre aventurera. Del bisabuelo jinete.
– Seguro que no viene de mi padre. Era una gran persona, pero no se puede decir que le gustase el riesgo. Era más bien un intelectualoide. Como tú -dijo sonriendo-. Sólo que más educado.
Ella hizo oídos sordos y preguntó:
– ¿Falleció?
– Sí, hace unos seis años. Tenía cincuenta y un años cuando nací yo.
– ¿Y tu madre?
– La perdí hace año y medio. También era mayor. Una gran lectora, directora de la sociedad de historia, especializada en genealogía. Los veranos eran el momento culminante de la vida de mis padres.
– ¿Hacían pesca submarina en las Bahamas?
– Más bien no -contestó Kevin riendo-. Íbamos todos a un campamento de la iglesia metodista en el norte de Michigan. Ha pertenecido a mi familia desde hace generaciones.
– ¿Tu familia era propietaria de un campamento?
– Enterito, con cabañas y un gran tabernáculo antiguo de madera para los servicios eclesiásticos. Tuve que acompañarles todos los veranos hasta que cumplí los quince; luego me rebelé.
– Seguro que debían de preguntarse cómo te habían criado.
Kevin cerró los ojos y admitió:
– Todos los días. ¿Y qué me dices de ti?
– Soy huérfana. -Molly pronunció la palabra sin mostrar tristeza, tal como siempre lo hacía cuando alguien le preguntaba, pero se sintió incómoda.
– Creía que Bert sólo se había casado con coristas de Las Vegas -dijo Kevin apartando la mirada de los cabellos carmesíes de Molly y centrándola en sus modestos pechos con una expresión tal en los ojos que a Molly le quedó claro que él no creía que pudiera haber lentejuelas en sus genes.
– Mi madre estaba en el coro de The Sands. Fue la tercera esposa de Bert, y murió cuando yo tenía dos años, mientras volaba hacia Aspen para celebrar el divorcio.
– ¿Phoebe y tú no tuvisteis la misma madre?
– No, la madre de Phoebe fue su primera esposa. Estaba en el coro de The Flamingo.
– No llegué a conocer a Bert Somerville, pero por lo que he oído no debía ser fácil convivir con él.
– Por suerte, me envió a un internado a los cinco años. Antes de eso, recuerdo a una retahíla de niñeras muy atractivas.
– Qué interesante.
Kevin bajó los pies de la mesilla del café y cogió las gafas de sol Revo con montura plateada que había dejado allí. Molly las miró con envidia. Doscientos setenta dólares en Marshall Field's.
Daphne se puso sobre la nariz las gafas de sol que le habían caído a Benny del bolsillo y se inclinó para contemplar su reflejo en el estanque. Parfait! (Daphne consideraba que el francés era el mejor idioma para admirar su aspecto físico.)
– ¡Eh! -gritó Benny a su espalda.
¡Plop! Las gafas de sol le resbalaron por la nariz y cayeron al estanque.
Kevin se levantó del sofá y Molly sintió que su energía llenaba toda la habitación.
– ¿Adónde vas? -le preguntó.
– Saldré fuera un rato. Necesito un poco de aire fresco.
– ¿Fuera, adónde?
Kevin desplegó las varillas de sus gafas de sol con un movimiento deliberado.
– Ha sido agradable charlar contigo, pero creo que ya he tenido bastantes preguntas de la dirección por ahora.
– Ya te he dicho que no pertenezco a la dirección -insistió Molly.
– Tienes una participación financiera en los Stars. En mi diccionario eso significa dirección.
– De acuerdo. Pues la dirección quiere saber adónde vas.
– A esquiar. ¿Tienes algún problema con eso?
Ella no, pero estaba convencida de que Dan sí lo tendría.
– Sólo hay una pista de esquí alpino por aquí cerca, y el descenso es de sólo treinta y seis metros. Es un reto insuficiente para ti.
– Maldita sea -masculló Kevin.
Molly se esforzó por disimular que la situación la divertía.
– Entonces haré esquí de fondo-dijo Kevin-. Me han dicho que hay algunas pistas de primera categoría por aquí.
– No hay nieve suficiente -repuso Molly.
– ¡Pues iré a buscar ese aeródromo! -dijo dirigiéndose al armario de los abrigos.
– ¡No! Iremos… Iremos de excursión.
– ¿De excursión? -A juzgar por la cara que puso Kevin, se diría que le acababan de proponer ir a observar pájaros.
Molly pensó rápidamente.
– El camino que recorre los peñascos es muy traicionero. Es tan peligroso que lo cierran cuando hace viento o hay algún leve indicio de nieve, pero conozco una forma de acceder a él. Es estrecho y siempre está helado, y si das un solo paso en falso, te precipitarás a una muerte segura.
– Te lo estás inventando.
– No tengo tanta imaginación.
– Eres escritora.
– De libros infantiles. Totalmente no violentos. Ahora, si quieres quedarte aquí de pie charlando toda la mañana, es cosa tuya. Pero a mí me gustaría un poco de aventura. Finalmente había conseguido captar su interés.
– Entonces en marcha -añadió Molly.
Se lo pasaron bien en la excursión, aunque Molly no logró localizar el camino traicionero que le había prometido a Kevin. Tal vez porque se lo había inventado. Aun así, en los peñascos que cruzaron hacía mucho frío y el viento soplaba con fuerza, por lo que Kevin no se quejó demasiado. Incluso le tendió la mano a Molly en un tramo helado, pero ella no fue tan temeraria: se limitó a lanzarle una mirada fachendosa y le dijo que tendría que arreglárselas solo porque ella no estaba dispuesta a ayudarle a subir cada vez que viese un poco de hielo y se le metiera el miedo en el cuerpo.
Él se rió y se encaramó a un montón de rocas resbaladizas. Al verle contemplando las aguas grises del invierno, con la cabeza echada atrás y sus cabellos rubios flotando al viento, Molly se quedó sin aliento.
Durante el resto de la caminata, ella se olvidó de ser odiosa y se divirtieron mucho. Cuando regresaron a la casa, los dientes le castañeteaban por el frío, pero todas sus partes femeninas ardían.
Kevin se quitó el abrigo y se frotó las manos.
– Si no te importa, me meteré en tu bañera.
Ella hubiera preferido que se metiese en su cuerpo, pero se limitó a decir:
– Tú mismo. Yo tengo que volver al trabajo.
Tras subir a toda prisa al desván, Molly recordó lo que Phoebe le había dicho una vez.