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– Papá se pasa el día gritando, pero nunca le había oído gritarle a Kevin hasta hoy -informó Tess-. Y Kevin le ha contestado gritando. Le ha dicho que ya sabía lo que se hacía y que no se había lesionado y que papá no tenía por qué meterse en su vida privada.

Molly hizo una mueca de dolor.

– Seguro que eso no le ha gustado a tu padre.

– Entonces sí que ha gritado -dijo Julie-. El tío Ron ha intentado calmarles, pero ha entrado el entrenador y también se ha puesto a gritar.

Molly sabía que su hermana Phoebe sentía aversión por los gritos.

– ¿Qué ha hecho tu madre?

– Se ha encerrado en su despacho a escuchar a Alanis Morissette.

Probablemente había sido una buena idea.

Las interrumpió el martilleo de unas zapatillas deportivas: el sobrino de cinco años, Andrew, acababa de doblar la esquina al galope, casi como el Ferrari de Kevin.

– ¡Tía Molly! ¿Sabes qué? -dijo abrazándose a sus rodillas-. Todo el mundo gritaba y me duelen las orejas.

Como Andrew había sido bendecido no sólo con la buena presencia de su padre, sino también con la voz retumbante de Dan Calebow, Molly tuvo serias dudas acerca de la afirmación de su sobrino. Aun así, le acarició la cabeza.

– Pobrecito…

Él la miró con ojos afligidos.

– Y Kevin estaba taaaaan enfadado con papá, el tío Ron y el entrenador, que ha dicho una palabrota.

– Pues no debería haberlo hecho.

– ¡Dos veces!

– Santo cielo… -dijo Molly, reprimiendo una sonrisa. Los niños Calebow pasaban tanto tiempo en las oficinas de un equipo de la NFL, la Liga Nacional de Fútbol, que, aunque las normas de la familia eran claras, acababan escuchando más obscenidades de la cuenta. Un lenguaje inadecuado en el hogar de los Calebow conllevaba multas muy severas, aunque no tanto como los diez mil dólares de Kevin.

Molly no podía entenderlo. Una de las cosas que más detestaba de su encaprichamiento -su ex encaprichamiento- por Kevin era el hecho de que se tratara de Kevin, el hombre más superficial del planeta. Lo único que le importaba era el fútbol. El fútbol y una interminable retahíla de modelos internacionales de rostro inexpresivo. ¿Dónde las conocía? ¿En la web sin personalidad.com?

– Hola, tía Molly.

Al contrario que sus hermanos, Hannah, de ocho años, se acercó a Molly pausadamente, sin correr. Aunque Molly amaba a los cuatro niños por igual, había en su corazón un lugar especial para esa vulnerable hija mediana que no tenía ni la capacidad atlética de sus hermanas ni su infinita autoestima. Al contrario, era una romántica soñadora, una devoradora de libros excesivamente sensible e imaginativa, con un gran talento para el dibujo, igual que su tía.

– Me gusta tu peinado.

– Gracias.

Sus perspicaces ojos grises observaron lo que sus hermanas no habían notado: las manchas de barro en los pantalones de Molly.

– ¿Qué te ha pasado?

– He resbalado en el aparcamiento. Nada grave. Hannah se mordisqueó el labio inferior.

– ¿Ya te han contado lo de la discusión entre Kevin y papá?

Se la veía triste, y Molly podía imaginarse muy bien por qué. Kevin visitaba la casa de los Calebow de vez en cuando, y, como su atolondrada tía, la niña de ocho años se había encaprichado con él. Pero, a diferencia de Molly, el amor que sentía Hanna era puro.

Como Andrew seguía abrazado a sus rodillas, Molly le tendió un brazo a su sobrina, y Hannah se apresuró a acurrucarse junto a ella.

– La gente tiene que atenerse a las consecuencias de sus actos, cariño, y eso incluye a Kevin.

– ¿Qué crees que hará? -susurró Hannah.

Molly estaba bastante segura de que se consolaría en brazos de alguna modelo con un escaso dominio del inglés y un profuso dominio de las artes eróticas.

– Estoy segura de que estará bien en cuanto se le pase el enfado.

– Tengo miedo de que haga alguna tontería.

Molly apartó delicadamente del rostro de Hannah un mechón de sus cabellos castaños y preguntó:

– ¿Como hacer esquí acuático con parapente el día antes del partido contra los Broncos?

– No debió de pensarlo.

Molly dudó que el minúsculo cerebro de Kevin tuviera la capacidad para pensar en algo que no fuera el fútbol, pero no compartió esa observación con Hannah.

– Tengo que hablar un momento con tu mamá; luego tú y yo podremos irnos.

– Después de Hannah me toca a mí -recordó Andrew tras soltarle finalmente las piernas.

– No lo he olvidado.

Los niños se turnaban para pasar la noche en el pequeño piso que Molly tenía en la costa norte. Normalmente se quedaban con ella los fines de semana y no un martes por la noche, pero los profesores celebraban al día siguiente un día de formación interna y Molly consideró que Hannah necesitaba una atención especial.

– Coge tu mochila. No tardaré.

Molly dejó a los niños atrás y avanzó por un pasillo lleno de fotografías que marcaban la historia de los Chicago Stars. En primer lugar estaba el retrato de su padre, y vio que su hermana había repasado los cuernos negros que le había pintado hacía años sobre la cabeza. Bert Somerville, el fundador de los Chicago Stars, llevaba años muerto, pero su crueldad todavía sobrevivía en los recuerdos de sus dos hijas.

A continuación venía un retrato formal de Phoebe Somerville Calebow, actual propietaria de los Stars, y luego una fotografía de su marido, Dan Calebow, en sus tiempos de primer entrenador, mucho antes de convertirse en el presidente del equipo. Molly le dedicó una sonrisa afectuosa a su temperamental cuñado. Dan y Phoebe la habían criado desde que tenía quince años, e incluso en su peor momento habían sido mejores padres que Bert Somerville en su día más afortunado.

También había una foto de Ron McDermitt, director general de los Stars desde hacía tiempo, y tío Ron para los niños. Phoebe, Dan y Ron se esforzaban mucho por conciliar el absorbente trabajo de dirigir un equipo de la NFL con la vida familiar. A lo largo de los años, la cuestión había implicado varias reorganizaciones, una de las cuales había llevado a Dan de regreso a los Stars tras haber permanecido una temporada alejado del equipo.

Molly hizo una parada rápida en el aseo. Mientras plegaba su abrigo sobre la pila, le dio un vistazo crítico a su pelo. Aunque el pelo corto ligeramente desigual le hacía resaltar más los ojos, no había acabado de quedar satisfecha con el cambio, de modo que decidió cambiar el tono castaño oscuro natural de su pelo por un rojo particularmente chillón. Parecía un cardenal.

Al menos, el color del pelo le daba un cierto brillo a sus rasgos más bien corrientes. No es que estuviera contenta de su aspecto. Tenía una nariz que estaba bien y una boca que no estaba mal. Su cuerpo, ni demasiado delgado ni demasiado gordo, estaba sano y era funcional, cosa que agradecía. Una mirada a sus pechos confirmó algo que había aceptado hacía mucho tiempo: para ser hija de una corista, no daba la talla.

Sus ojos, en cambio, eran bonitos, ligeramente rasgados, y le gustaba creer que ese sesgo le daba a su rostro un aire misterioso. Cuando era niña, solía cubrirse la mitad inferior de la cara con una enagua, a modo de velo, y fingía ser una hermosa espía árabe.

Con un suspiro, se frotó los restos de barro de sus viejos pantalones Comme des Garcons y luego cepilló su querido aunque estropeado bolso Prada. Después de hacer todo lo que pudo, cogió el abrigo marrón acolchado que se había comprado en Target y se dirigió al despacho de su hermana.

Era la primera semana de diciembre, y parte del personal había empezado a colocar los adornos navideños. En la puerta de su despacho, Phoebe había colgado un dibujo que Molly había hecho de pequeña: era Santa Claus vestido con el uniforme de los Stars. Molly asomó la cabeza por la puerta.