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– ¡Qué, pequeñajo!, ¿me has echado de menos? -dijo Molly dejando el correo para darle un beso a Roo en su suave moño gris. Roo correspondió lamiéndole la barbilla, y luego se puso en cuclillas para emitir su mejor gruñido.

– Sí, sí, estamos impresionadas, ¿verdad, Hannah?

Hannah se rió y, mirando a Molly, le preguntó:

– Todavía le gusta fingir que es un perro policía, ¿verdad?

– El perro más duro del cuerpo. Mejor no dañemos su autoestima recordándole que es un caniche.

Hannah abrazó nuevamente a Roo, y luego lo abandonó para dirigirse al estudio de Molly, que ocupaba uno de los extremos de la vivienda.

– ¿Has escrito algún artículo más? Me encantó «Pasión en el baile de fin de curso».

– Pronto -dijo Molly sonriendo.

Para que se adaptasen a las exigencias del mercado, los artículos que escribía para Chik se publicaban casi siempre con títulos sugerentes, aunque su contenido era de lo más insípido. «Pasión en el baile de fin de curso» destacaba las consecuencias del sexo en el asiento de atrás de los coches. «De gatita a tigresa» había sido un artículo sobre cosméticos, y «Las niñas buenas se vuelven salvajes» hablaba de tres chicas de catorce años que salían de acampada.

– ¿Puedo ver tus últimos dibujos?

Molly colgó los abrigos.

– No tengo ninguno. Justo acabo de empezar con una nueva idea.

A veces sus libros comenzaban con esbozos sueltos, otras veces, con texto. Hoy se había inspirado en la vida real.

– ¡Cuéntamela, por favor!

Siempre compartían tazas de té Constant Comment antes de hacer cualquier otra cosa, y Molly se dirigió a la diminuta cocina que se encontraba en el extremo opuesto de su estudio para poner agua a hervir. Su minúsculo dormitorio estaba situado justo encima, dominando toda la vivienda. Los estantes de metal de las paredes estaban repletos de los libros que adoraba: su apreciada serie de novelas de Jane Austen, ejemplares andrajosos de las obras de Daphne du Maurier y Anya Seton, todos los primeros libros de Mary Stewart, junto con Victoria Holt, Phyllis Whitney y Danielle Steel.

Las estanterías más estrechas contenían hileras dobles de libros de bolsillo: sagas históricas, novelas románticas, novelas de misterio, guías de viajes y libros de consulta. También estaban representados sus escritores literarios favoritos, además de las biografías de mujeres famosas y algunas de las selecciones menos deprimentes del club de libros de Oprah, la mayoría de las cuales Molly las había descubierto antes de que Oprah las compartiera con el mundo.

Guardaba los libros infantiles que le gustaban en los estantes del dormitorio. Su colección incluía todas las historias de Eloise y los libros de Harry Potter, El estanque del Mirlo, algo de Judy Blume, Los niños del furgón, de Gertrude Chandler Warner, Ana de Green Gables, algún número de Las gemelas de Sweet Valley como diversión, y los destartalados libros de Barbara Cartland que había descubierto cuando tenía diez años. Era una colección digna de un ratón de biblioteca, y a sus sobrinos Calebow les encantaba acurrucarse en su cama con un montón de esos libros a su alrededor mientras intentaban decidir cuál leerían a continuación.

Molly sacó un par de tazas de porcelana con delicados bordes dorados y dibujos de pensamientos violetas.

– Hoy he decidido que mi nuevo libro se titulará Daphne se cae de bruces.

– ¡Cuéntame!

– Pues… Daphne está paseando por el Bosque del Ruiseñor pensando en sus cosas cuando Benny aparece de la nada montado en su bicicleta de montaña y la tira al suelo.

– Ese tejón fastidioso -dijo Hannah moviendo la cabeza con desaprobación.

– Exactamente.

Hannah miró a Molly cautelosamente y sugirió:

– Creo que alguien debería robarle a Benny su bici de montaña. Así no se metería en problemas.

Molly sonrió.

– El robo no existe en el Bosque del Ruiseñor. ¿No lo habíamos comentado ya cuando quisiste que alguien le robara a Benny su moto acuática?

– Me parece que sí -contestó la niña con esa expresión de testarudez que había heredado de su padre-. Pero si puede haber bicicletas de montaña y motos acuáticas en el Bosque del Ruiseñor, no veo por qué no puede haber también robos. Además, Benny no hace cosas malas adrede, simplemente es un poco travieso.

– La línea que separa las travesuras de la estupidez es muy delgada -dijo Molly pensando en Kevin.

– ¡Benny no es estúpido!

Hannah parecía ofendida, y Molly pensó que hubiera sido mejor no abrir la boca.

– Por supuesto que no. Es el tejón más listo del Bosque del Ruiseñor -dijo despeinando un poco a su sobrina-. Venga, nos tomaremos el té y luego llevaremos a Roo a pasear junto al lago.

Molly no tuvo ocasión de abrir el correo hasta avanzada la noche, cuando Hannah ya se había quedado dormida con un ejemplar de El deseo de Jennifer en las manos. Puso la factura del teléfono en un clip y luego abrió distraídamente un sobre de tamaño comercial. En cuanto leyó el título deseó no haberse tomado la molestia.

NIÑOS HETEROSEXUALES POR UNA

AMÉRICA HETEROSEXUAL

¡La agenda de los homosexuales radicales apunta a nuestros hijos! Nuestros ciudadanos más inocentes son traídos hacia los males de la perversión mediante libros obscenos y programas de televisión irresponsables que glorifican este comportamiento desviado y moralmente repugnante…

Niños Heterosexuales por una América Heterosexual (NHAH) era una organización con sede en Chicago, cuyos miembros de mirada perdida aparecían últimamente en algunos programas locales de entrevistas en los que vomitaban sus paranoias personales.

«Si al menos dedicasen su energía a algo constructivo, como mantener las armas lejos de los niños», pensó mientras tiraba la carta a la basura.

Al anochecer del día siguiente, Molly dejó caer una mano del volante y pasó sus dedos por la cabeza de Roo. Acababa de dejar a Hannah con sus padres y se dirigía a la casa de vacaciones que los Calebow tenían en Door County, Wisconsin. No llegaría allí hasta tarde, pero las carreteras estaban despejadas y a ella no le importaba conducir de noche. Había tomado la impulsiva decisión de viajar al norte. Su conversación del día anterior con Phoebe había sacado a la luz algo que había intentado negar por todos los medios. Su hermana tenía razón. Haberse teñido el pelo de rojo era un síntoma de un problema mayor. Su antiguo desasosiego había vuelto.

Es cierto que ya no experimentaba ninguna compulsión de activar una alarma de incendios, y desprenderse de todo su dinero ya no era una opción. Pero eso no significaba que su subconsciente no pudiese encontrar alguna nueva manera de crear un alboroto. Tenía la incómoda sensación de verse atraída hacia un lugar que creía haber dejado atrás.

Recordó lo que el psicoterapeuta le había dicho hacía ya muchos años en Northwestern.

– De niña, creías que podías conseguir que tu padre te quisiera si hacías todo lo que se suponía que tenías que hacer. Si sacabas las mejores notas, vigilabas tus modales y obedecías todas las normas, entonces él te daría la aprobación que todo niño necesita. Pero tu padre era incapaz de esa clase de amor. Finalmente, algo se rompió dentro de ti e hiciste lo peor que se te pudo ocurrir. En realidad, fue una rebelión sana. Para mantenerte en funcionamiento.

– Eso no explica lo que hice en el instituto -le dijo ella-. Entonces, Bert ya estaba muerto y yo vivía con Phoebe y Dan. Ambos me amaban. ¿Y qué me dice del incidente del hurto en la tienda?

– Tal vez necesitabas poner a prueba el amor de Phoebe y Dan.

Algo raro se agitó en el interior de Molly.

– ¿A qué se refiere?