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—Pero he oído que tienes mujer, hijos, tierras.

Burhmund asintió.

—No fue todo hacer el equipaje e irse. Para mí y mis parientes menos que para la gente normal. Pertenecíamos a la casa del rey. Roma nos quería tanto para mantener a nuestra gente tranquila como para sus soldados. Así que nos convertimos rápido en oficiales, y a menudo tuvimos largos permisos cuando nuestras unidades estaban estacionadas en la Germania inferior. Y allí era donde estaban por lo general, hasta que comenzaron los problemas. Íbamos a casa de permiso, participábamos en las ceremonias, hablábamos bien de Roma además de ver a nuestras familias. —Escupió—. ¡Qué agradecimiento obtuvimos por nuestros servicios!

Los recuerdos empezaron a llegar. La presión de los ministros de Nerón había alimentado la furia de los tributarios; se produjeron motines; los recaudadores de impuestos y otros perros de plaga fueron asesinados. Civilis y un hermano suyo fueron arrestados acusados de conspiración. A Everard, Burhniund le dijo que se habían limitado a protestar, pero con palabras fuertes. El hermano fue decapitado, Civilis fue llevado encadenado hasta Roma para ser interrogado, sin duda bajo tortura, probablemente seguida de la crucifixión. La caída de Nerón retrasó los trámites. Galba perdonó a Civilis, entre otros gestos de buena voluntad, y le devolvió a sus deberes.

Muy pronto, Otón derrocó a su vez a Galba mientras los ejércitos en Germania proclamaban a Vitelio emperador y los ejércitos en Egipto elevaban a Vespasiano. La deuda de Civilis con Galba casi le valió ser condenado de nuevo, pero eso se olvidó cuando la decimocuarta legión fue retirada del territorio lingonio, llevándose también a los auxiliares que él mandaba.

Buscando asegurar la Galia, Vitelio entró en territorio de los tréveros. Sus soldados saquearon y asesinaron en Divodurum, la que sería Metz (eso ayudaba a explicar el apoyo instantáneo que recibió Clásico al rebelarse). Una lucha entre los bátavos y los regulares podría haber sido catastrófica, pero se evitó a tiempo. Civilis tomó el mando para poner las cosas bajo control. Con Fabio Valente como general, las tropas marcharon al sur en ayuda de Vitelio contra Otón. Por el camino, recogió grandes sobornos de las comunidades por evitar que su ejército las arrasase.

Cuando ordenó que los bátavos fuesen a Narbonensis, el sur de la Galia, para aliviar a las fuerzas asediadas, sus legionarios se amotinaron. Dijeron que eso los privaría de los hombres más valientes, El desacuerdo se solucionó y los bátavos siguieron con ellos. Después de cruzar los Alpes y llegar noticias de otra derrota de su bando, en Placentia, los soldados volvieron a amotinarse, en esta ocasión por su falta de acción. Querían ir a ayudar.

Burhmund rió desde el fondo de la garganta.

—Él nos hizo el favor de aceptar.

Los dos guerreros salieron de las chozas. El romano iba entre ambos, vestido para viajar. Detrás los seguían las monturas de refresco cargadas con comida y equipo. Fueron hacia el Rin. El transbordador había vuelto. Subieron a él.

—Los partidarios de Otón intentaron detenernos en el Po —dijo Burhmund—. Fue entonces cuando Valente descubrió que los legionarios habían tenido razón en conservarnos a nosotros, los germanos. Lo atravesamos a nado y creamos una posición segura, que mantuvimos hasta que el resto pudo seguirnos. Una vez que forzamos el río, el enemigo se deshizo y huyó. Grande fue la masacre en Bedriacum. Poco después, Otón se suicidó. —Hizo una mueca—. Pero Vitelio no tenía mejor dominio de sus tropas. Atravesaron alocadas Italia. Vi algo de eso. Fue desagradable. No era territorio enemigo que hubiesen conquistado, era la tierra que se suponía que debían defender, ¿no?

Ésa podría ser parte de la razón por la que la decimocuarta legión se volvió inquieta y gruñona. Una pelea entre regulares y auxiliares casi se convirtió en una batalla. Civilis se encontraba entre los oficiales que calmaron las cosas. El nuevo emperador Vitelio ordenó que los legionarios fuesen a Bretaña y asignó a los bátavos a sus tropas de palacio.

—Pero eso tampoco estuvo bien. No tenía ni idea de cómo manejar a los hombres. Los míos se volvieron descuidados, bebían durante el servicio y peleaban en los barracones. Al final nos devolvió a Germania. No podía hacer otra cosa, a menos que quisiese que se derramase sangre, entre la que podría haberse encontrado la suya. Estábamos hartos de él.

El transbordador, una chalana ancha con remos, había atravesado la corriente. Los viajeros desembarcaron y se perdieron en el bosque.

—Vespasiano controlaba África y Asia —siguió diciendo Burhmund—. Su general Primo llegó a Italia y me escribió. Sí, para entonces ya era muy conocido.

Burhmund envió mensajes a sus múltiples contactos. Un incompetente legado romano estuvo de acuerdo. Los hombres fueron a defender los pasos de los Alpes; ningún vitelista, galo o germano cruzaría hacia el norte mientras los italianos e iberos tuvieran tanto para mantenerse ocupados allí donde estaban. Burhmund convocó una reunión de las tribus. El reclutamiento de Vitelio era el último ultraje que soportarían. Golpearon las espadas contra los escudos y gritaron.

Para entonces, los vecinos canninefates y frisios sabían lo que pasaba. Sus asambleas jaleaban a los hombres para que se uniesen a la causa. Una cohorte de tungros abandonó su base y se unió a ellos. Los auxiliares germanos, enviados al sur por Vitelio, se enteraron de la noticia y desertaron.

Dos legiones avanzaron contra Burhmund, que las derrotó y llevó los restos hasta Castra Ventera. Cruzado el Rin, ganó una batalla cerca de Bonna. Sus mensajeros animaban a los defensores del Viejo Campamento a que se rindiesen en nombre de Vespasiano. Se negaron. Fue entonces cuando proclamó la secesión, guerra abierta por la libertad.

Los brúcteros, los tencteros y los camavos se unieron a la liga. Envió mensajeros por toda Germania. Los aventureros llegaban en oleadas para unirse a su estandarte. Wael-Edh predijo la caída de Roma.

—Y luego los galos —dijo Burhmund—, aquellos que Clásico y sus amigos pudieron hacer que se rebelaran. Sólo tres tribus por ahora… ¿Qué pasa?

Everard se había sobresaltado por un grito que sólo él había oído.

—Nada —dijo—. He creído ver un movimiento, pero no es nada. Ya sabes que el cansancio produce estos efectos.

—Los están matando en el bosque —dijo la voz entrecortada de Floris—. Es terrible. Oh, ¿por qué hemos tenido que venir en este día?

—Tú sabes por qué —le dijo él—. No mires.

Era imposible invertir años en descubrir toda la verdad. La Patrulla no podía permitirse derrochar tanta vida de sus agentes. Más aún, ese segmento del espacio-tiempo era inestable; cuantas menos personas del futuro entrasen en él, mejor. Everard había decidido empezar con una visita a Civilis varios meses antes de la divergencia de los acontecimientos. Las investigaciones preliminares sugerían que el bátavo sería más accesible después de aceptar la rendición de Castra Vetera; y la ocasión ofrecía la oportunidad de conocer a Clásico. Everard y Floris habían tenido la esperanza de obtener suficiente información y partir antes de que sucediese lo que Tácito contaba.

—¿Ha sido por orden de Clásico? —preguntó.

—No estoy segura —dijo Floris entre sollozos. No se lo reprochaba. Él mismo hubiese odiado presenciar la matanza, y ya estaba endurecido—. Está entre los germanos, sí, pero los árboles me impiden ver bien y el viento interfiere en la recepción de sonido. ¿Habla su lengua?

—Poco en todo caso, por lo que yo sé, pero algunos de ellos hablan latín…

—Tu alma está en otra parte, Everard —dijo Burhmund.

—Tengo un… presentimiento —contestó el patrullero. Bien podría darle a entender que tengo algo de profeta, un toque de magia. Más tarde podría serme útil.