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El padre de Carlos Wieder, presumiblemente la única persona conocedora de su paradero, muere en 1990. Su nicho, que nadie visita, está en uno de los sectores más humildes del cementerio municipal de Valparaíso.

Poco a poco se abre paso entre los círculos literarios chilenos la idea, en el fondo tranquilizadora pues los tiempos empiezan a cambiar, de que Carlos Wieder, en efecto, también está muerto.

En 1992 su nombre sale a relucir en una encuesta judicial sobre torturas y desapariciones. Es la primera vez que aparece públicamente ligado a temas extraliterarios. En 1993 se le vincula con un grupo operativo independíente responsable de la muerte de varios estudiantes en el área de Concepción y en Santiago. En 1994 aparece un libro de un colectivo de periodistas chilenos sobre las desapariciones y se le vuelve a mencionar. También aparece el libro de Muñoz Cano, que ha abandonado la Fuerza Aérea, en uno de cuyos capítulos se relata pormenorizadamente (si bien la prosa de Muñoz Cano peca en ocasiones de un fervor excesivo, de nervios a flor de piel) la velada de las fotos en el departamento de Providencia. Algunos años antes Bibiano O'Ryan publica El nuevo retorno de los brujos en una modesta editorial especializada en libros de poesía de reducido formato. El libro es un éxito y catapulta a la editorial a tirajes hasta entonces impensados. El nuevo retorno de los brujos es un ensayo ameno (y a su escritura no le son ajenas las novelas policiales que Bibiano y yo consumimos en nuestros años de Concepción) sobre los movimientos literarios fascistas del Cono Sur entre 1972 y 1989. No escasean los personajes enigmáticos o estrafalarios, pero la figura principal, la que se alza única de entre el vértigo y el balbuceo de la década maldita, es sin duda Carlos Wieder. Su figura, como se suele decir más bien tristemente en Latinoamérica, brilla con luz propia. El capítulo que Bibiano dedica a Wieder (el más amplio del libro) se titula «La exploración de los límites» y en él, alejándose de un tono por lo común objetivo y mesurado, Bibiano habla precisamente del brillo; se diría que está contando una película de terror. En determinado momento, con no mucha fortuna, lo compara con el Vathek de William Beckford. Cita las palabras de Borges al respecto: «Yo afirmo que se trata del primer Infierno realmente atroz de la literatura.» Su descripción, las reflexiones que la poética de Wieder suscita en él son vacilantes, como si la presencia de éste lo turbara y lo hiciera perder el rumbo. Y en efecto, Bibiano, que se ríe a sus anchas de los torturadores argentinos o brasileños, cuando enfrenta a Wieder se agarrota, adjetiva sin ton ni son, abusa de las coprolalias, intenta no parpadear para que su personaje (el piloto Carlos Wieder, el autodidacta Ruiz-Tagle) no se le pierda en la línea del horizonte, pero nadie, y menos en literatura, es capaz de no parpadear durante un tiempo prolongado, y Wieder siempre se pierde.

En su defensa salen únicamente tres antiguos compañeros de armas. Los tres están retirados, a los tres los guía el amor por la verdad y un desinteresado altruismo. El primero, un mayor del Ejército, dice que Wieder era un hombre sensible y culto, una víctima más, a su manera, claro, de unos años de fierro en donde se jugó el destino de la República. El segundo, un sargento de Inteligencia Militar, entra más en apreciaciones cotidianas; su imagen de Wieder es la de un joven enérgico, bromista, trabajador, y mire que habían oficiales que no hacían nada, cumplidor con sus subordinados, a los que trataba no le diré que como a hijos porque la mayoría éramos más viejos que él, pero sí como a hermanos menores, mis hermanitos, les decía Wieder, a veces incluso sin venir a cuento, con una gran sonrisa de felicidad -¿pero feliz por qué?- cruzándole la cara. El tercero, un oficial que lo acompañó en algunas misiones en Santiago -pocas, como se preocupó por aclarar- afirma que el teniente de la Fuerza Aérea sólo hizo lo que todos los chilenos tuvieron que hacer, debieron hacer o quisieron y no pudieron hacer. En las guerras internas los prisioneros son un estorbo. Ésta era la máxima que Wieder y algunos otros siguieron y ¿quién, en medio del terremoto de la historia, podía culparlo de haberse excedido en el cumplimiento del deber? A veces, añadía pensativo, un tiro de gracia es más un consuelo que un último castigo: Carlitos Wieder veía el mundo como desde un volcán, señor, los veía a todos ustedes y se veía a sí mismo como desde muy lejos, y todos, disculpe la franqueza, le parecíamos unos bichos miserables; él era así; en su libro de historia la Naturaleza no tenía una postura pasiva, más bien al contrario, se movía y nos huasqueaba, aunque esos golpes nosotros, pobres ignorantes, solemos achacárselos a la mala suerte o al destino…

Finalmente, un juez pesimista y valiente lo encana como inculpado en un proceso de instrucción que no progresará. Wieder, evidentemente, no se presenta. Otro juez, esta vez de Concepción, lo cita como principal sospechoso en el juicio por el asesinato de Angélica Garmendia y por la desaparición de su hermana y de su tía. Amalia Maluenda, la empleada mapuche de las Garmendia, se presenta como testigo sorpresa y durante una semana su presencia es un filón para los periodistas. Los años transcurridos parecen haber volatilizado el castellano de Amalia. Sus intervenciones están repletas de giros mapuches que dos jóvenes sacerdotes católicos que hacen de guardaespaldas suyos y que no la dejan sola ni un momento se encargan de traducir. La noche del crimen, en su memoria, se ha fundido a una larga historia de homicidios e injusticias. Su historia está hilada a través de un verso heroico (épos), cíclico, que quienes asombrados la escuchan entienden que en parte es su historia, la historia de la ciudadana Amalia Maluenda, antigua empleada de las Garmendia, y en parte la historia de Chile. Una historia de terror. Así, cuando habla de Wieder, el teniente parece ser muchas personas a la vez: un intruso, un enamorado, un guerrero, un demonio. Cuando habla de las hermanas Garmendia las compara con el aire, con las buenas plantas, con cachorros de perro. Cuando recuerda la noche aciaga del crimen dice que escuchó una música de españoles. Al ser requerida a especificar la frase «música de españoles», contesta: la pura rabia, señor, la pura inutilidad.

Ninguno de los juicios prospera. Muchos son los problemas del país como para interesarse en la figura cada vez más borrosa de un asesino múltiple desaparecido hace mucho tiempo.

Chile lo olvida.

8

Es entonces cuando aparece en escena Abel Romero y cuando vuelvo a aparecer en escena yo. Chile también nos ha olvidado.

Romero fue uno de los policías más famosos de la época de Allende. Ahora es un hombre de más de cincuenta años, bajo de estatura, moreno, excesivamente delgado y con el pelo negro peinado con gomina o fijador. Su fama, su pequeña leyenda estaba ligada a dos hechos delictivos que en su día estremecieron, como suele decirse, a los lectores de la crónica negra chilena. El primero fue un asesinato (un puzzle, decía Romero) que se cometió en Valparaíso, en la habitación de una pensión de la calle Ugalde. La víctima fue hallada con un disparo en la frente y la puerta de la habitación estaba con el pestillo echado y atrancada con una silla. Las ventanas estaban cerradas por dentro; cualquiera que hubiera salido por allí, además, habría sido visto desde la calle. El arma del crimen se encontró al lado del muerto por lo que al principio el dictamen fue inequívoco: suicidio. Pero tras las primeras pruebas la policía científica comprobó que la víctima no había disparado ningún tiro. El muerto se llamaba Pizarro y no se le conocían enemigos; llevaba una vida ordenada, más bien solitaria y no tenía ocupación o medio de ganarse la vida aunque luego se comprobó que sus padres, una familia acomodada del sur, le pasaba una asignación mensual. El caso despertó la curiosidad de los periódicos: ¿cómo había salido el asesino del cuarto de la víctima? Echar el pestillo por fuera, como comprobaron con otras habitaciones de la pensión, era casi imposible. Echar el pestillo y encima atrancar la puerta poniendo una silla sobre el pomo de la cerradura, era impensable. Investigaron las ventanas: una de cada diez veces, si se las cerraba desde el artesonado con un golpe seco y preciso, el pasador quedaba enganchado. Pero para escapar por allí era necesario ser un equilibrista y que nadie desde la calle, y el asesinato se produjo a una hora en que ésta solía estar muy transitada, tuviera la mala fortuna de levantar la mirada y descubrirte. Al final, ante la imposibilidad de otras alternativas, la policía llegó a la conclusión de que el asesino había escapado por la ventana y en la prensa nacional fue bautizado como el equilibrista. Entonces, desde Santiago, mandaron a Romero y éste resolvió el crimen en veinticuatro horas (otras ocho de interrogatorio, en donde él no participó, bastaron para que el asesino firmara una confesión que no se apartaba demasiado de la línea de investigación seguida). Los hechos, tal como Romero me los relató posteriormente, sucedieron así: la víctima, Pizarro, tenía tratos de alguna especie con el hijo de la dueña de la pensión, un tal Enrique Martínez Corrales, alias el Enriquito o el Henry, aficionado al hipódromo de Viña del Mar en donde siempre acaban juntándose, según Romero, las gentes de mal vivir o aquellos que tienen la dicha negra, como escribió Víctor Hugo, cuya obra Los miserables es la única «joya universal de la literatura» que Romero confiesa haber leído en su juventud, aunque desgraciadamente con el paso del tiempo ha llegado a olvidarla por completo salvo el suicidio de Javert (sobre Los miserables volveré más adelante); el tal Enriquito, al parecer, estaba cargado de deudas y de alguna manera enredó en sus negocios a Pizarro. Por un tiempo, lo que dura la mala racha de Enriquito, ambos amigos comparten aventuras que son sufragadas a distancia por los padres de la víctima. Pero un día las cosas le empiezan a ir bien al hijo de la dueña de la pensión y da esquinazo a Pizarro. Este se considera estafado. Se pelean, se cruzan amenazas, un mediodía Enriquito va a la pieza de Pizarro armado con una pistola. Su intención es asustarlo, no matarlo, pero en plena representación, cuando Enriquito apunta el cañón a la cabeza de Pizarro, la pistola se dispara accidentalmente. ¿Qué hacer? Es entonces cuando Enriquito, en medio de su peor pesadilla, tiene el único rasgo de ingenio de toda su vida. Sabe que si se va, sin más, las sospechas no tardarán en recaer sobre él. Sabe que si el asesinato de Pizarro es presentado sin ornato las sospechas no tardarán en • recaer sobre él. Necesita, por tanto, revestir el crimen con los ropajes de la maravilla y de lo inverosímil. Cierra la puerta por dentro, coloca la silla reforzando el encierro, pone la pistola en la mano del difunto, asegura las ventanas y cuando cree tener dispuesta una escenografía de suicidio se mete en el ropero y espera. Conoce a su madre y conoce a los demás pensionistas, que en ese momento comen o ven la tele en el living, sabe, confía que derribarán la puerta sin esperar a los carabineros. En efecto, la puerta es forzada y Enriquito, que ni siquiera ha cerrado el ropero, se suma tranquilamente al resto de la pensión que contempla horrorizada el cuerpo de Pizarro. El caso era muy sencillo, dijo Romero, pero me proporcionó una fama inmerecida por la que después pagué caro.