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Mayor notoriedad le dio la resolución del secuestro de Las Cármenes, un fundo cercano a Rancagua, pocos meses antes del fin de la democracia. El caso lo protagonizó Cristóbal Sánchez Grande, uno de los empresarios más ricos del país, que desapareció presuntamente a manos de una organización izquierdista que reclamaba para su puesta en libertad una desorbitada cantidad de dinero que debía ser pagada por el gobierno. Durante semanas la policía no supo qué hacer. Romero, al mando de uno de los tres grupos operativos que buscaban a Sánchez Grande, sopesó la posibilidad de que éste se hubiera autosecuestrado. Durante varios días estuvieron siguiendo a un joven de Patria y Libertad hasta que éste, incautamente, los llevó al fundo Las Cármenes. Allí, mientras la mitad de sus hombres rodeaban la casa mayor, Romero dispuso los tres que le quedaban como tiradores y con una pistola en cada mano y acompañado por un detective jovencito llamado Contreras, que era el más valiente de todos, entró a la casa y apresó a Sánchez Grande. En la refriega murieron dos matones de Patria y Libertad que protegían al empresario y Romero y uno de los que cubrían la parte trasera de la casa resultaron heridos. Por esta acción recibió la Medalla al Valor de manos de Allende, la mayor satisfacción profesional de su vida, una vida más llena de amarguras que de alegrías, según sus propias palabras.

Recordaba su nombre, claro. Había sido una celebridad. Solía aparecer en la crónica roja, ¿antes o después de las páginas deportivas?, junto a los nombres de lugares que entonces considerábamos ignominiosos (no sabíamos lo que era la ignominia), una escenografía del crimen en el Tercer Mundo, en los años sesenta y setenta: casas pobres, descampados, quintas de recreo mal iluminadas. Y había recibido la Medalla al Valor de manos de Allende. La medalla la perdí, dijo con tristeza, y ya no tengo ninguna fotografía que lo pruebe, pero me acuerdo como si fuera ayer del día que me la dieron. Todavía parecía policía.

Tras el Golpe estuvo tres años preso y luego se marchó a París, donde vivía haciendo trabajos eventuales. Sobre la naturaleza de estos trabajos nunca me dijo nada, pero en sus primeros años en París había hecho de todo, desde pegar carteles hasta encerar suelos de oficina, una labor que se realiza de noche, cuando los edificios están cerrados y que permite pensar mucho. El misterio de los ' edificios de París. De esa manera llamaba a los edificios de oficinas, cuando es de noche y todos los pisos están oscuros, menos uno, y luego ése también se apaga y se enciende otro, y luego ése se apaga y así sucesivamente. De vez en cuando, si el paseante nocturno o el hombre que trabajaba pegando carteles se quedaba quieto durante mucho rato podía ver a alguien que se asomaba a la ventana de uno de esos edificios vacíos y permanecía allí durante un tiempo, fumando o contemplando la ciudad con los brazos en jarra. Era un hombre o una mujer del servicio nocturno de limpieza.

Romero estaba casado y tenía un hijo y tenía planes para volver a Chile e iniciar una nueva vida.

Cuando le pregunté qué quería (pero ya lo había dejado entrar en mi casa y puesto agua a hervir para tomarnos un té) dijo que andaba tras la pista de Carlos Wieder. Bibiano O'Ryan le había proporcionado mi dirección en Barcelona. ¿Conoce usted a Bibiano? Dijo que no lo conocía. No personalmente. Le escribí una carta, él me contestó, luego hablamos por teléfono. Muy típico de Bibiano, dije yo y traté de pensar cuánto hacía que no lo veía: casi veinte años. Su amigo es una buena persona, dijo Romero, y parece conocer muy bien al señor Wieder, pero cree que usted lo conoce mejor. No es verdad, dije. Hay dinero de por medio, dijo Romero, si me ayuda a encontrarlo. Cuando dijo eso miraba mi casa como si calibrara la cantidad exacta con la que podía comprarme. Pensé que no se atrevería a seguir por ese camino, así que decidí quedarme callado y esperar. Le serví el té. Lo tomaba con leche y pareció disfrutarlo. Sentado a mi mesa parecía mucho más pequeño y flaco de lo que realmente era. Le puedo ofrecer doscientas mil pesetas, dijo. Acepto, ¿pero en qué puedo ayudarle?

En asuntos de poesía, dijo. Wieder era poeta, yo era poeta, él no era poeta, ergo para encontrar a un poeta necesitaba la ayuda de otro poeta.

Le dije que para mí Carlos Wieder era un criminal, no un poeta. Bueno, bueno, dijo Romero, no nos pongamos intolerantes, tal vez para Wieder o para cualquier otro usted no sea poeta o sea un mal poeta y él o ellos sí, todo depende del cristal con que se mira, como decía Lope de Vega, ¿no cree? ¿Doscientas mil al contado, ahora mismo?, dije yo. Doscientas mil pesetas al tiro, dijo con energía, pero acuérdese de que a partir de ahora trabaja para mí y quiero resultados. ¿Cuánto le pagan a usted? Bastante, dijo, la persona que me contrató tiene mucha plata.