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Al día siguiente llegó a mi casa con un sobre de cincuenta mil pesetas y una maleta llena de revistas de literatura. El resto se lo daré cuando me giren el dinero, dijo. Le pregunté por qué creía que Carlos Wieder estaba vivo. Romero se sonrió (tenía una sonrisa de comadreja, de ratón de campo) y dijo que era su cliente el que creía que estaba vivo. ¿Y qué le hace pensar que se encuentra en Europa y no en América o en Australia? Me he hecho una composición del hombre, dijo. Después me invitó a comer a un restaurante de la calle Tallers, donde yo vivía (él se había alojado en una pensión discreta y decente de la calle Hospital, a pocos pasos de mi casa) y la conversación versó sobre sus años en Chile, sobre el país que ambos recordábamos, sobre la policía chilena que Romero (para mi estupor) colocaba entre las mejores del mundo. Es usted un fanático y un patriotero, le dije mientras tomábamos los postres. Le aseguro que no, dijo, en mis tiempos de la Brigada no hubo asesinato que quedara sin resolver. Y los cabros que entraban en Investigaciones eran gente de lo más preparada, con las humanidades terminadas con buenas notas y después tres años de academia con excelentes profesores. Recuerdo que el criminólogo González Zavala, el doctor González Zavala que en paz descanse, decía que las dos mejores policías del mundo, al menos en lo que respecta al Departamento de Homicidios, eran la inglesa y la chilena. Le dije que no me hiciera reír.

Salimos a las cuatro de la tarde, después de comer y bebemos dos botellas de vino. Vino español y conversado, dijo Romero, mejor que el francés. Le pregunté si tenía algo contra los franceses. La cara pareció ensombrecérsele y dijo que quería irse, sólo eso, ya son demasiados años.

Nos tomamos un café en el bar Céntrico hablando de Los miserables. Romero consideraba a Jean Valjean que luego se convirtió en Madeleine y luego en Fauchelevent como un personaje ordinario, encontrable en las abigarradas ciudades latinoamericanas. Javert, por el contrario, le parecía excepcional. Ese hombre, me dijo, es como una sesión de psicoanálisis. No me costó comprender que Romero nunca se había psicoanalizado, aunque para él tal actividad estaba adornada con todo el prestigio del mundo. Javert, el policía de Víctor Hugo, a quien compadecía y admiraba, era para él en esa medida como un lujo, una «comodidad que sólo de vez en cuando podemos gozar». Le pregunté si había visto la película, una francesa, muy antigua. No, dijo; sé que hay un musical que dan en Londres, pero ése tampoco lo he visto, debe ser como La Pérgola de las Flores. No recordaba, como ya he dicho, nada de la novela, pero sí que Javert se suicida. Yo tenía mis dudas. Tal vez en la película no lo hiciera. (Al evocarla sólo acuden a mi memoria dos imágenes: las barricadas de 1832 con su trasiego de estudiantes revolucionarios y gamines, y la figura de Javert tras ser salvado por Valjean, de pie en la boca de una alcantarilla, con la mirada perdida en el horizonte y el ruido como de cataratas, en verdad majestuoso, de las aguas fecales que caen al Sena. Aunque lo más probable es que confunda o mezcle películas.) Hoy en día, dijo Romero paladeando las últimas gotas de un carajillo, al menos en las películas norteamericanas, los policías sólo se divorcian. Javert, en cambio, se suicida. ¿Nota la diferencia?

Luego subió conmigo los cinco pisos hasta mi casa, abrió la maleta y puso las revistas sobre la mesa. Lea con calma, dijo, yo mientras tanto voy a hacer un poco de turismo. ¿Qué museos me recomienda? Recuerdo que le indiqué vagamente cómo llegar al Museo Picasso y de ahí a la Sagrada Familia y después Romero se marchó.

Pasaron tres días hasta que lo volví a ver.

Las revistas que me dejó eran todas europeas. De España, de Francia, de Portugal, de Italia, de Inglaterra, de Suiza, de Alemania. Incluso había una de Polonia, dos de Rumania y una de Rusia. La mayoría eran fanzines de escaso tiraje. Los métodos de impresión, salvo algunas francesas, alemanas e italianas que se veían profesionales y con un sólido soporte financiero, iban desde las fotocopiadas hasta las ciclostiladas (una de las rumanas) y el resultado saltaba a la vista, la calidad defectuosa, el papel barato, el diseño deficiente hablaban de una literatura de albañal. Las hojeé todas. Según Romero, en alguna de ellas debía de haber una colaboración de Wieder, bajo otro nombre, por supuesto. No eran revistas literarias de derechas al uso: cuatro de ellas las sacaban grupos de skinheads, dos eran órganos irregulares de hinchas de fútbol, al menos siete dedicaban más de la mitad de sus páginas a la ciencia-ficción, tres eran de clubes de wargames, cuatro se dedicaban al ocultismo (dos italianas y dos francesas) y entre éstas, una (italiana), abiertamente a la adoración del diablo, por lo menos quince eran abiertamente nazis, unas seis podían adscribirse a la corriente seudo histórica del «revisionismo» (tres francesas, dos italianas y una suiza en lengua francesa), una, la rusa, era una mezcla caótica de todo lo anterior, al menos a esa conclusión llegué por las caricaturas (numerosísimas, como si de repente sus potenciales lectores rusos se hubieran vuelto analfabetos, pero providencial para mí que no sé ruso), casi todas eran racistas y antisemitas. Al segundo día de lecturas comencé a interesarme de verdad. Vivía solo, no tenía dinero, mi salud dejaba bastante que desear, hacía mucho que no publicaba en ninguna parte, últimamente ya ni siquiera escribía. Mi destino me parecía miserable. Creo que había empezado a acostumbrarme a la autocompasión. Las revistas de Romero, todas juntas sobre mi mesa (decidí comer de pie en la cocina para no moverlas), en montoncitos según la nacionalidad, las fechas de publicación, la tendencia política o el género literario en el que se movían, obraron en mí con el efecto de un antídoto. Al segundo día de lecturas me sentí mal físicamente pero no tardé en descubrir que el malestar se debía a mi falta de sueño y mala alimentación, así que decidí bajar a la calle, comprar un bocadillo de queso y luego dormir. Cuando desperté, seis horas después, estaba fresco y descansado y con ganas de seguir leyendo o releyendo (o adivinando, según fuera el idioma de la revista), cada vez más involucrado en la historia de Wieder, que era la historia de algo más, aunque entonces no sabía de qué. Una noche incluso tuve un sueño al respecto. Soñé que iba en un gran barco de madera, un galeón tal vez, y que atravesábamos el Gran Océano. Yo estaba en una fiesta en la cubierta de popa y escribía un poema o tal vez la página de un diario mientras miraba el mar. Entonces alguien, un viejo, se ponía a gritar ¡tornado!, ¡tornado!, pero no a bordo del galeón sino a bordo de un yate o de pie en una escollera. Exactamente igual que en una escena de El bebé de Rosemary, de Polansky. En ese instante el galeón comenzaba a hundirse y todos los sobrevivientes nos convertíamos en náufragos. En el mar, flotando agarrado a un tonel de aguardiente, veía a Carlos Wieder. Yo flotaba agarrado a un palo de madera podrida. Comprendía en ese momento, mientras las olas nos alejaban, que Wieder y yo habíamos viajado en el mismo barco, sólo que él había contribuido a hundirlo y yo había hecho poco o nada por evitarlo. Así que cuando volvió Romero, al cabo de tres días, lo recibí casi como a un amigo.

No había ido al Museo Picasso ni a la Sagrada Familia, pero había visitado el museo del Camp Nou y el nuevo Zoológico Acuático. En mi vida, me dijo, había visto un tiburón tan de cerca, algo impresionante, se lo prometo. Cuando le pregunté su opinión sobre el Camp Nou respondió que él siempre fue de la idea de que aquel estadio era el mejor de Europa. Lástima que el Barcelona perdiera el año pasado con el Paris Saint-Germain. No me va a decir, Romero, que es usted culé. No conocía la palabra. Se la expliqué y le pareció divertida. Durante un rato estuvo como ausente. Soy culé provisional, dijo. En Europa me gusta el Barcelona, pero en el fondo de mi corazón soy del Colo-Colo. Qué le vamos a hacer, añadió con tristeza y orgullo.