Esa tarde, después de comer juntos en una tasca de la Barceloneta, me preguntó si había leído las revistas. Estoy en ello, le dije. Al día siguiente apareció con una televisión y un vídeo. Son para usted, haga de cuenta que es un regalo de mi cliente. No veo tele, dije. Pues hace mal, no sabe la cantidad de cosas interesantes que se está perdiendo. Odio los concursos, dije. Algunos son muy interesantes, dijo Romero. Son gente sencilla, autodidactas enfrentados contra todo el mundo. Recordé que Wieder era o pretendía ser, en sus lejanos tiempos de Concepción, un autodidacta. Yo leo libros, Romero, dije, y ahora revistas, y a veces escribo. Ya se ve, dijo Romero. Y añadió de inmediato: no se lo tome a mal, siempre he respetado a los curas y a los escritores que no poseen nada. Me acuerdo de una película de Paul Newman, dijo, era un escritor y le daban el Premio Nobel y el hombre confesaba que durante todos esos años se había ganado la vida escribiendo bajo seudónimo novelas policiales. Respeto a esa clase de escritores, dijo. Pocos habrá conocido, dije con sorna. Romero no lo advirtió. Usted es el primero, dijo. Luego me explicó que no era conveniente instalar la tele en la pensión donde vivía y que era necesario que yo viera tres vídeos que había traído. Creo que me reí de puro miedo. Dije: no me diga que tiene a Wieder allí. En las tres películas, sí señor, dijo Romero.
Instalamos la tele, y antes de enchufar el vídeo Romero intentó ver si podía captar algún canal, pero fue imposible. Va a tener que comprarse una antena, dijo. Después puso la primera cinta de vídeo. No me levanté de mi puesto en la mesa, junto a las revistas. Romero se sentó en el único sillón que había en la sala.
Eran películas pornográficas de bajo presupuesto. A la mitad de la primera (Romero había subido una botella de whisky y veía la película tomando pequeños sorbitos) le confesé que yo era incapaz de ver tres películas porno seguidas. Romero esperó hasta el final y luego apagó el vídeo. Véalas esta noche, usted solo, sin prisas, dijo mientras guardaba la botella de whisky en un rincón de la cocina. ¿Tengo que reconocer a Wieder entre los actores?, pregunté antes de que se marchara. Romero sonrió enigmáticamente. Lo importante son las revistas, las películas son idea mía, trabajo rutinario.
Esa noche vi las dos películas que me faltaban y luego volví a ver la primera y después volví a ver las otras dos. Wieder no aparecía por ninguna parte. Tampoco Romero volvió a aparecer al día siguiente. Pensé que lo de las películas era una broma de Romero. La presencia de Wieder entre las paredes de mi casa, no obstante, se hacía cada vez más fuerte, como si de alguna manera las películas lo estuvieran conjurando. No hay que hacer teatro, me dijo Romero en una ocasión. Pero yo sentía que mi vida entera se estaba yendo a la mierda.
Cuando Romero volvió lucía un traje nuevo, recién comprado, y a mí me había traído un regalo. Deseé fervientemente que no fuera una prenda de vestir. Abrí el paquete: era una novela de García Márquez -que ya había leído, aunque no se lo dije- y un par de zapatos. Pruébeselos, dijo, espero que el número le vaya bien, los zapatos españoles son muy apreciados en Francia. Con sorpresa advertí que los zapatos me iban a la perfección.
Explíqueme el enigma de las películas pornográficas, dije. ¿No notó nada raro, fuera de lo normal, algo que le llamara la atención?, preguntó Romero. Por su expresión me di cuenta que las películas, las revistas, todo, excepto tal vez su proyectado regreso familiar a Chile, le importaba un carajo. Lo único reseñable es que cada día estoy más obsesionado con el cabrón de Wieder, dije. ¿Y eso es bueno o es malo? No bromee, Romero, dije. Bueno, le voy a contar una historia, dijo Romero, el teniente está en todas esas películas, sólo que detrás de la cámara. ¿Wieder es el director de esas películas? No, dijo Romero, es el fotógrafo.
Después me explicó la historia de un grupo que hacía cine porno en una villa del Golfo de Tarento. Una mañana, de esto haría un par de años, aparecieron todos muertos. En total, seis personas, tres actrices, dos actores y el cámara. Se sospechó del director y productor y se le detuvo. También detuvieron al dueño de la villa, un abogado de Corigliano relacionado con el hard-core criminal, es decir con las películas porno con crímenes no simulados. Todos tenían coartada y se les dejó en libertad. Al cabo de un tiempo el caso se archivó. ¿En dónde entraba Carlos Wieder en este asunto? Había otro cámara. Un tal R. P. English. Y a éste la policía italiana no lo pudo localizar nunca.
¿English era Wieder? Cuando Romero comenzó su investigación así lo creía y durante un tiempo recorrió Italia buscando gente que hubiera conocido a English a las que mostraba una vieja foto de Wieder (aquella en la que Wieder posa junto a su avión), pero no encontró a nadie que recordara al cámara, como si éste no hubiera existido o no tuviera rostro para ser recordado. Finalmente, en una clínica de Nimes encontró a una actriz que había trabajado con English y que se acordaba de cómo era. La actriz se llamaba Joanna Silvestri y era una preciosidad, dijo Romero, la mujer más bonita, se lo prometo, que he visto en mi vida. ¿Más bonita que su mujer?, le pregunté para picarlo un poco. Hombre, mi señora ya está un poco veterana y no cuenta, dijo Romero. Yo también, añadió casi de inmediato. El caso es que ésta era la mujer más bonita que había visto. Hablando con propiedad: la más buena moza. Una mujer ante la que había que sacarse el sombrero, créame. Le pregunté cómo era. Rubia, alta, con una mirada que lo devolvía a uno a la infancia. Mirada de terciopelo, con destellos de tristeza y decisión. Además tenía huesos magníficos y piel muy blanca, con ese matiz oliváceo que se da en abundancia en el Mediterráneo. Una mujer para soñar despierto, pero también para vivir y para compartir apuros y malos ratos. Lo certificaban, dijo Romero, sus huesos, su piel, su mirada sabia. Nunca la vi levantada, pero me imagino que debía ser como una reina. La clínica no era de lujo, sin embargo tenía un pequeño jardín que por las tardes se llenaba de pacientes, la mayoría franceses e italianos. La última vez, cuando más tiempo estuvimos juntos, la invité a bajar (tal vez por miedo a que se aburriera conmigo, a solas en la habitación). Me dijo que no podía. Hablábamos en francés pero de vez en cuando intercalaba expresiones en italiano. Eso lo dijo en italiano, mi amigo, mirándome a la cara y yo me sentí el hombre más impotente o jodido o desgraciado del mundo. No sé explicarlo: me hubiera puesto a llorar ahí mismo. Pero me controlé y traté de seguir conversando acerca de cosas relacionadas con el asunto que me traía entre manos. A ella le hacía gracia que yo fuera chileno y que anduviera buscando al tal English. El detective chileno, me decía con una sonrisa. Parecía una gata, en la cama, con los brazos cruzados y varios almohadones a la espalda. El relieve de sus piernas debajo de las mantas ya era como un milagro: pero no uno de esos milagros que lo dejan a uno confuso, sino de esos que pasan como el aire dejándote tranquilo, más tranquilo que antes, quiero decir. Por la flauta, qué linda era, dijo Romero de pronto. ¿Estaba enferma? Se estaba muriendo, dijo Romero, y estaba más sola que una perra, al menos a esa horrible conclusión llegué yo las dos tardes que pasé en la clínica, y pese a todo se mantenía serena y lúcida. Le gustaba hablar, se notaba que la animaban las visitas (no debía de tener muchas, aunque en realidad yo qué sé), siempre estaba leyendo o escribiendo cartas o viendo la televisión con los auriculares puestos. Leía revistas de actualidad, revistas de mujeres. Su habitación estaba muy ordenada y olía bien. Ella y la habitación. Supongo que se pasaba el cepillo por el pelo y se echaba colonia o perfume en el cuello y en las manos antes de recibir a las visitas. Yo eso sólo puedo imaginármelo. La última vez que la vi, antes de despedirnos, encendió la tele y buscó un canal italiano en el que daban no sé qué cosa. Temí que fuera una película suya. Le juro que entonces sí que no habría sabido qué hacer y mi vida entera hubiera dado un vuelco. Pero se trataba de un programa de entrevistas en donde aparecía un antiguo amigo suyo. Le di la mano y me marché. Al llegar a la puerta no pude evitarlo y me volví a mirarla. Ya se había puesto los auriculares en las orejas y tenía, fíjese qué curioso, un aire marcial, no sé de qué otra manera calificarlo, como si la habitación de enferma fuera la sala de mandos de una nave espacial y ella la capitaneara con mano segura. ¿Al final qué pasó?, pregunté ya sin ganas de burlarme de Romero. No pasó nada, recordaba a English y me lo describió bastante bien, pero con esa descripción debe haber miles de personas en Europa, y no pudo reconocerlo en la vieja foto de aviador, claro, ya son más de veinte años, mi amigo. No, dije, qué pasó con Joanna Silvestri. Se murió, dijo Romero. ¿Cuándo? Unos meses después de que yo la viera, leí la noticia estando en París, en la necrológica del Libération. ¿Y nunca ha visto una película de ella?, pregunté. ¿De Joanna Silvestri?, no, hombre, cómo se le ocurre, nunca. ¿Ni siquiera por curiosidad? Ni por ésas, soy un hombre casado y ya mayorcito, dijo Romero.