Выбрать главу

Pero yo ya no oía a Romero. Pensaba en Bibiano O'Ryan, en la Gorda Posadas, en el mar que tenía delante de mis narices. Por un instante me imaginé a la Gorda trabajando en un hospital de Concepción, casada, razonablemente feliz. Había sido, contra su voluntad, la confidente del diablo, pero estaba viva. Incluso la imaginé con hijos y convertida en una lectora prudente y equilibrada. Luego vi a Bibiano O'Ryan, que se quedó en Chile y que siguió los pasos de Wieder, lo vi trabajando en la zapatería, probándole zapatos de tacón a dubitativas mujeres de mediana edad o a niños inermes, con el calzador en una mano y una caja de pobres zapatos Bata en la otra, sonriendo pero con la mente en otra parte, hasta los treintaitrés años, como Jesucristo, ni más ni menos, y luego lo vi publicando libros de éxito y firmando ejemplares en la Feria del Libro de Santiago (que no sé si existe) y pasando temporadas como profesor invitado en universidades norteamericanas, disertando en un arranque de frivolidad acerca de la nueva poesía chilena o de la poesía chilena actual (frivolidad puesto que lo serio era hablar de novela) y citándome, si bien entre los últimos de la lista, por pura lealtad o por pura piedad: un poeta raro, perdido en las fábricas de Europa…; lo vi, digo, avanzando como un sherpa hacia la cúspide de su carrera, cada vez más respetado, cada vez más conocido y cada vez con más dinero, en la disposición ideal de ajustar definitivamente las cuentas con el pasado. No sé si fue un ataque de melancolía, de nostalgia o de sana envidia (que en Chile, por lo demás, es sinónimo de la envidia más cruel) pero por un momento pensé que tras Romero podía hallarse Bibiano. Se lo dije. Su amigo no me ha contratado, dijo Romero, no tendría dinero ni para que yo pudiera empezar. Mi cliente, bajó la voz hasta darle un tono confidencial que sin embargo sonaba a falso, tiene dinero de verdad, ¿entiende? Sí, dije, qué triste es la literatura. Romero se sonrió. Mire el mar, dijo, mire el campo, qué bonitos. Miré por la ventana, a un lado el mar parecía una balsa de aceite, al otro, en los huertos del Maresme, se afanaban unos negros.

El tren se detuvo en Blanes. Romero dijo algo que no entendí y nos bajamos. Sentía las piernas como acalambradas. Fuera de la estación, en una plazoleta cuadrada pero que parecía redonda, estaban estacionados un autobús rojo y un autobús amarillo. Romero compró chicles y al observar mi semblante demacrado, supongo que para animarme, me preguntó en cuál de los dos autobuses creía que nos subiríamos. En el rojo, dije. Exacto, dijo Romero.

El autobús nos dejó en Lloret. Estábamos a la mitad de una primavera seca y no se veían muchos turistas. Tomamos una calle de bajada y luego subimos por dos calles empinadas hasta un barrio de apartamentos veraniegos, la mayoría desocupados. El silencio era extraño: se oían, distantes, ruidos de animales, como si estuviéramos al lado de un potrero o de una granja. En uno de aquellos edificios desangelados vivía Carlos Wieder.

¿Cómo he llegado hasta aquí?, pensé. ¿Cuántas calles he tenido que caminar para llegar hasta esta calle?

En el tren le pregunté a Romero si le costó mucho encontrar a Delorme. Dijo que no, que había sido sencillo. Todavía trabajaba en París, de portero, y para él todas las visitas eran una fuente de publicidad. Me hice pasar por periodista, dijo Romero. ¿Y se lo creyó? Claro que se lo creyó. Le dije que iba a publicar en un periódico de Colombia toda la historia de los escritores bárbaros. Delorme estuvo en Lloret el verano pasado, dijo. De hecho el piso que ocupa Defoe pertenece a uno de los escritores de su movimiento. Pobre Defoe, dije. Romero me miró como si acabara de decir una tontería. A mí esa gente no me da pena, dijo. Ahora el edificio estaba allí: era alto, ancho, vulgar, la construcción clásica de los años del crecimiento turístico, con balcones vacíos y una fachada anónima y descuidada. Allí seguramente no vivía nadie, concluí, náufragos del anterior verano y poco más. Insistí en saber la suerte que iba a correr Wieder. Romero no me contestó. No quiero que haya sangre, mascullé, como si alguien me pudiera escuchar aunque éramos las dos únicas personas que transitaban por la calle. En ese momento evitaba mirar a Romero y al edificio de Wieder y me sentía corno dentro de una pesadilla recurrente. Cuando despierte, pensé, mi madre me preparará un sandwich de mortadela y me iré al Liceo. Pero no iba a despertar. Aquí vive, dijo Romero. El edificio, el barrio entero estaba vacío, a la espera del comienzo de la próxima temporada turística. Por un instante creí que íbamos a entrar e hice el ademán de detenerme, de cruzar el zaguán de la casa de Wieder. Siga caminando, dijo Romero. Su voz sonó tranquila, como la de un hombre que sabe que la vida siempre acaba mal y que no vale la pena exaltarse. Sentí que su mano rozaba mi codo. Siga derecho, dijo, sin mirar atrás. Supongo que debíamos componer una extraña pareja.

El edificio semejaba un pájaro fosilizado. Por un momento tuve la sensación que desde todas las ventanas me miraban los ojos de Carlos Wieder. Estoy cada vez más nervioso, le dije a Romero, ¿se me nota mucho? No, mi amigo, dijo Romero, está usted portándose muy bien. Romero estaba tranquilo y eso contribuyó a serenarme. Nos detuvimos, unas cuantas calles más allá, a la entrada de un bar. Parecía el único establecimiento abierto del barrio. El bar tenía nombre andaluz y en su interior se intentaba reproducir con más melancolía que efectividad el ambiente típico de una taberna sevillana. Romero me acompañó hasta la puerta. Miró su reloj. Dentro de un rato, no sé cuánto, él vendrá a tomarse un café. ¿Y si no aparece? Viene todos los días, dijo Romero, eso es seguro y hoy vendrá. ¿Pero y si hoy falla? Pues entonces lo volveremos a repetir mañana, dijo Romero, pero vendrá, no le quepa duda. Asentí con la cabeza. Mírelo con cuidado y después me dice. Siéntese y no se mueva. Va a ser difícil que no me mueva, dije. Inténtelo. Le sonreí: sólo bromeaba, dije. Deben ser los nervios, dijo Romero.

Lo vendré a buscar cuando oscurezca. Un poco estúpidamente nos dimos un fuerte apretón de manos. ¿Ha traído algún libro para leer? Sí, dije. ¿Qué libro? Se lo enseñé. No sé si será buena idea, dijo Romero, de improviso dubitativo. Lo mejor sería una revista o el periódico. No se preocupe, dije, es un escritor que me gusta mucho. Romero me miró por última vez y dijo: Hasta luego, entonces, y piense que han pasado más de veinte años.

Desde los ventanales del bar se veía el mar y el cielo muy azul y unas pocas barcas de pescadores faenando cerca de la costa. Pedí un café con leche e intenté serenarme: el corazón parecía que se me iba a salir del pecho. El bar estaba casi vacío. Una mujer leía una revista sentada en una mesa y dos hombres hablaban o discutían con el que atendía la barra. Abrí el libro, la Obra completa de Bruno Schulz traducida por Juan Carlos Vidal, e intenté leer. Al cabo de varias páginas me di cuenta que no entendía nada. Leía pero las palabras pasaban como escarabajos incomprensibles, atareados en un mundo enigmático. Volví a pensar en Bibiano, en la Gorda. No quería pensar en las hermanas Garmendia, tan lejanas ya, ni en las otras mujeres, pero también pensé en ellas.