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Fuimos andando hasta mi casa. Allí abrió su maleta, extrajo un sobre y me lo alargó. En el sobre había trescientas mil pesetas. No necesito tanto dinero, dije después de contarlo. Es suyo, dijo Romero mientras guardaba la carpeta entre su ropa y después volvía a cerrar la maleta. Se lo ha ganado. Yo no he ganado nada, dije. Romero no contestó, entró a la cocina y puso agua a hervir. ¿Adonde va?, le pregunté. A París, dijo, tengo vuelo a las doce; esta noche quiero dormir en mi cama. Nos tomamos un último té y más tarde lo acompañé a la calle. Durante un rato estuvimos esperando a que pasara un taxi, de pie en el bordillo de la acera, sin saber qué decirnos. Nunca me había ocurrido algo semejante, le confesé. No es cierto, dijo Romero muy suavemente, nos han ocurrido cosas peores, piénselo un poco. Puede ser, admití, pero este asunto ha sido particularmente espantoso. Espantoso, repitió Romero como si paladeara la palabra. Luego se rió por lo bajo, con una risa de conejo, y dijo claro, cómo no iba a ser espantoso. Yo no tenía ganas de reírme, pero también me reí. Romero miraba el cielo, las luces de los edificios, las luces de los automóviles, los anuncios luminosos y parecía pequeño y cansado. Dentro de muy poco, supuse, cumpliría sesenta años. Yo ya había pasado los cuarenta. Un taxi se detuvo junto a nosotros. Cuídese, mi amigo, dijo finalmente y se marchó.