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El avión se inclinó sobre un ala y volvió al centro de Concepción. DIXITQUE DEUS… FIAT LUX… ET FACTA EST LUX, leí con dificultad, o tal vez lo adiviné o lo imaginé o lo soñé. En el otro lado de la cerca, haciéndose visera con las manos, las mujeres también seguían atentamente las evoluciones del avión con una quietud que oprimía el corazón. Por un momento pensé que si Norberto hubiera querido irse nadie se lo habría impedido. Todos, menos él, estaban sumidos en la inmovilidad, detenidos y guardianes, las caras vueltas hacia el cielo. Hasta ese momento nunca había visto tanta tristeza junta (o eso creí en aquel momento; ahora me parecen más tristes algunas mañanas de mi infancia que aquel atardecer perdido de 1973).

Y el avión volvió a pasar sobre nosotros. Trazó un círculo sobre el mar, se elevó y regresó a Concepción. Qué piloto, decía Norberto, ni el propio Galland o Rudy Rudler lo harían mejor, ni Hanna Reitsch, ni Antón Vogel, ni Karl Heinz Schwarz, ni el Lobo de Bremen de Talca, ni el Quebranta Huesos de Stuttgart de Curicó, ni mismamente Hans Marseille reencarnado. Después Norberto me miró y me guiñó un ojo. Tenía el rostro congestionado.

En el cielo de Concepción quedaron las siguientes palabras: ET VIDIT DEUS… LUCEM QUOD… ESSET BONA… ET DIVISIT… LUCEM A TENEBRIS. Las últimas letras se perdían hacia el este entre las nubes con forma de agujas que remontaban el Bío-Bío. El mismo avión, en un momento dado, cogió la vertical y se perdió, desapareció completamente del cielo. Como si todo aquello no fuera sino un espejismo o una pesadilla. Qué ha puesto, compañero, oí que preguntaba un minero de Lota. En el Centro La Peña la mitad de los presos (hombres y mujeres) eran de Lota. Ni idea, le contestaron, pero parece importante. Otra voz dijo: huevadas, pero en el tono se advertía el temor y la maravilla. Los carabineros que estaban en la puerta del gimnasio se habían multiplicado, ahora eran seis y cuchicheaban entre sí. Norberto, delante de mí, las manos enganchadas a la cerca y sin dejar de mover los pies, como si pretendiera hacer un hoyo en el suelo, susurró: éste es el renacimiento de la Blitzkrieg o me estoy volviendo loco sin remedio. Tranquilízate, dije. No puedo estar más tranquilo, estoy flotando en una nube, dijo. Después suspiró profundamente y pareció, en efecto, tranquilizarse.

En ese momento, precedido por un extraño crujido, como si alguien hubiera aplastado un insecto muy grande o una galleta muy pequeña, el avión reapareció. Venía del mar otra vez. Vi las manos que se alzaban señalándolo, las mangas sucias que se elevaban mostrando su derrotero, oí voces pero igual sólo era el aire. Nadie, en verdad, se atrevía a hablar. Norberto cerró los ojos con fuerza y luego los abrió, desorbitados. Santo cielo, dijo, padre nuestro, perdónanos por los pecados de nuestros hermanos y perdónanos por nuestros pecados. Sólo somos chilenos, señor, dijo, inocentes, inocentes. Lo dijo fuerte y claro, sin que la voz le temblara. Todos, por supuesto, lo oímos. Algunos se rieron. A mis espaldas escuché unas tallas en donde se mezclaban la picardía y la blasfemia. Me di la vuelta y busqué con la mirada a los que habían hablado. Los rostros de los presos y de los carabineros giraban como en la rueda de la fortuna, pálidos, demacrados. El rostro de Norberto, por el contrario, permanecía fijo en su eje. Era una cara simpática que se estaba hundiendo en la tierra. Una figura que a veces daba saltitos como la de un infortunado profeta que asiste a la llegada del mesías largamente anunciado y temido. El avión pasó rugiendo por encima de nuestras cabezas. Norberto se agarró de los codos como si se estuviera muriendo de frío.

Pude ver al piloto. Esta vez obvió el saludo. Parecía una estatua de piedra encerrada dentro de la carlinga. El cielo se estaba oscureciendo, la noche no tardaría en cubrirlo todo, las nubes ya no eran rosadas sino negras con filamentos rojos. Cuando estuvo sobre Concepción su figura simétrica era semejante a una mancha de Rorschach.

Esta vez sólo escribió una palabra, más grande que las anteriores, en lo que calculé era el centro exacto de la ciudad: APRENDAN. Luego el avión pareció vacilar, perder altura, disponerse a capotar sobre la azotea de un edificio, como si el piloto hubiera desconectado el motor y diera el primer ejemplo del aprendizaje al que se refería o al que nos instaba. Pero esto duró sólo un momento, lo que tardó la noche y el viento en desdibujar las letras de la última palabra. Luego el avión desapareció.

Durante unos segundos nadie dijo nada. En el otro lado de la cerca escuché el llanto de una mujer. Norberto, con el semblante tranquilo, como si no hubiera pasado nada, hablaba con dos reclusas muy jóvenes. Tuve la impresión de que le pedían consejo. Dios mío, le pedían consejo a un loco. Detrás de mí escuché comentarios ininteligibles. Había ocurrido algo pero en realidad no había ocurrido nada. Dos profesores hablaban de una campaña publicitaria de la Iglesia. ¿De qué Iglesia?, les pregunté. De cuál va a ser, dijeron y me dieron la espalda. Yo no les gustaba. Después los carabineros despertaron y nos dispusieron en el patio para el último recuento. En el patio de las mujeres otras voces mandaban a formar. ¿Te ha gustado?, me dijo Norberto. Me encogí de hombros, sólo sé que no se me olvidará nunca, dije. ¿Te diste cuenta que era un Messerschmitt? Si tú lo dices, te creo, dije yo. Era un Messerschmitt, dijo Norberto, y yo creo que venía del otro mundo. Le palmeé la espalda y le dije que seguramente era así. La cola empezó a moverse, volvíamos al gimnasio. Y escribía en latín, dijo Norberto. Sí, dije yo, pero no entendí nada. Yo sí, dijo Norberto, no en balde he sido maestro tipógrafo algunos años, hablaba del principio del mundo, de la voluntad, de la luz y de las tinieblas. Lux es luz. Tenebrae es tinieblas. Fiat es hágase. Hágase la luz, ¿cachai? A mí Fiat me suena a auto italiano, dije. Pues no es así, compañero. También, al final, a todos nos deseaba buena suerte. ¿Te parece?, dije yo. Sí, a todos, sin excepción. Un poeta, dije. Una persona educada, sí, dijo Norberto.

3

Aquella su primera acción poética sobre el cielo de Concepción le granjeó a Carlos Wieder la admiración instantánea de algunos espíritus inquietos de Chile.

No tardaron en llamarlo para otras exhibiciones de escritura aérea. Al principio tímidamente, pero luego con la franqueza característica de los soldados y de los caballeros que saben reconocer una obra de arte cuando la ven, aunque no la entiendan, la presencia de Wieder se multiplicó en actos y conmemoraciones. Sobre el aeródromo de Las Tencas, para un público compuesto por altos oficiales y hombres de negocios acompañados de sus respectivas familias -las hijas casaderas se morían por Wieder y las que ya estaban casadas se morían de tristeza- dibujó, justo pocos minutos antes de que la noche lo cubriera todo, una estrella, la estrella de nuestra bandera, rutilante y solitaria sobre el horizonte implacable. Pocos días después, ante un público variopinto y democrático que iba y venía por los entoldados de gala del aeropuerto militar de El Cóndor en un ambiente de kermesse, escribió un poema que un espectador curioso y leído calificó de letrista. (Más exactamente: con un inicio que no hubiera desaprobado Isidore Isou y con un final inédito digno de un saranguaco.) En uno de sus versos hablaba veladamente de las hermanas Garmendia. Las llamaba «las gemelas» y hablaba de un huracán y de unos labios. Y aunque acto seguido se contradecía, quien lo leyera cabalmente ya podía darlas por muertas.

En otro hablaba de una tal Patricia y de una tal Carmen. Esta última, probablemente, era la poeta Carmen Villagrán quien desapareció en los primeros días de diciembre. Le dijo a su madre, según testimonio de ésta ante un equipo de investigación de la Iglesia, que había quedado citada con un amigo y ya no volvió. La madre alcanzó a preguntar quién era ese amigo. Desde la puerta Carmen contestó que un poeta. Años más tarde, Bibiano O'Ryan averiguó la identidad de Patricia; se trataba, según él, de Patricia Méndez, de diecisiete años, perteneciente a un taller de literatura gestionado por las Juventudes Comunistas y desaparecida por las mismas fechas que Carmen Villagrán. La diferencia entre ambas era notable, Carmen leía a Michel Leiris en francés y pertenecía a una familia de clase media; Patricia Méndez, además de ser más joven, era una devota de Pablo Neruda y su origen era proletario. No estudiaba en la universidad, como Carmen, aunque aspiraba algún día a estudiar pedagogía; trabajaba, mientras tanto, en una tienda de electrodomésticos. Bibiano visitó a su madre y pudo leer en un viejo cuaderno de caligrafía algunos poemas de Patricia. Eran malos, según Bibiano, en la línea del peor Neruda, una especie de revoltijo entre los Veinte poemas de amor e Incitación al nixonicidio, pero leyendo entre líneas se podía ver algo. Frescura, asombro, ganas de vivir. En cualquier caso, terminaba Bibiano su carta, no se mata a nadie por escribir mal, menos si aún no ha cumplido los veinte años.