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Dos días después la Gorda llamó a Bibiano y le dijo que Alberto Ruiz-Tagle era Carlos Wieder. Lo había reconocido por la foto del Mercurio. Cosa bastante improbable, como me hizo notar Bibiano, semanas o meses después, puesto que la foto era borrosa y poco fiable.

¿En qué se basaba la Gorda para su identificación? En un séptimo sentido, me parece, dijo Bibiano, ella cree reconocer a Ruiz-Tagle por la postura. En cualquier caso, en ese tiempo Ruiz-Tagle había desaparecido para siempre y sólo teníamos a Wieder para llenar de sentido nuestros días miserables.

Bibiano comenzó a trabajar por entonces como dependiente en una zapatería. La zapatería no era ni buena ni mala y estaba en un barrio cercano al centro, entre librerías de lance que poco a poco fueron cerrando sus puertas, restaurantes de medio pelo en donde los camareros cazaban a los clientes en plena calle con invitaciones fabulosas y un tanto equívocas y tiendas de ropa estrechas y alargadas y de iluminación exigua. Por supuesto, nunca más volvimos a pisar un taller de literatura. A veces Bibiano me explicaba sus proyectos: quería escribir en inglés fábulas que transcurrirían en la campiña irlandesa, quería aprender francés, al menos para poder leer a Stendhal en su propia lengua, soñaba con encerrarse dentro de Stendhal y dejar que pasaran los años (aunque él mismo, contradiciéndose en el acto, decía que eso era posible con Chateaubriand, el Octavio Paz del siglo XIX, pero no con Stendhal, nunca con Stendhal), quería, finalmente, escribir un libro, una antología de la literatura nazi americana. Un libro magno, decía cuando lo iba a buscar a la salida de la zapatería, que cubriría todas las manifestaciones de la literatura nazi en nuestro continente, desde Canadá (en donde los quebequeses podían dar mucho juego) hasta Chile, en donde seguramente iba a encontrar tendencias para todos los gustos. Mientras tanto no olvidaba a Carlos Wieder y juntaba todo lo que aparecía sobre él o sobre su obra con la pasión y la dedicación de un filatelista.

Corría el año de 1974, si la memoria no me engaña. Un buen día la prensa nos informó que Carlos Wieder, bajo el mecenazgo de varias empresas privadas, volaba al Polo Sur. El viaje fue difícil y plagado de escalas, pero en todos los lugares donde aterrizaba escribía sus poemas en el cielo. Eran los poemas de una nueva edad de hierro para la raza chilena, decían sus admiradores. Bibiano siguió el viaje paso a paso. A mí, la verdad, ya no me interesaba tanto lo que pudiera hacer o dejar de hacer aquel teniente de la Fuerza Aérea. Una vez Bibiano me enseñó una foto: ésta era mucho mejor que aquella en la que la Gorda creyó reconocer a Ruiz-Tagle. En efecto, Wieder y Ruiz-Tagle se parecían, pero yo por entonces en lo único en que pensaba era en abandonar el país. Lo cierto es que, tanto en la foto como en las declaraciones, ya no quedaba nada de aquel Ruiz-Tagle tan ponderado, tan mesurado, tan encantadoramente inseguro (incluso tan autodidacta). Wieder era la seguridad y la audacia personificadas. Hablaba de poesía (no de poesía chilena o poesía latinoamericana, sino de poesía y punto) con una autoridad que desarmaba a cualquier interlocutor (aunque he de decir que sus interlocutores de entonces eran periodistas adictos al nuevo régimen, incapaces de llevarle la contraria a un oficial de nuestra Fuerza Aérea) y aunque por la transcripción de sus palabras uno percibía un discurso lleno de neologismos y torpezas, algo natural en nuestra lengua adversa, adivinaba, también, la fuerza de ese discurso, la pureza y la tersura terminal de ese discurso, reflejo de una voluntad sin fisuras.

Antes de emprender el último salto (desde Punta Arenas a la base antártica de Arturo Prat) se le hizo una cena-homenaje en un restaurante de la ciudad. Wieder, según los relatos, bebió más de la cuenta y abofeteó a un marino que no guardó el debido respeto a una dama; sobre esta mujer circulan varias versiones; todas coinciden en que los organizadores no la invitaron y que ninguno de los asistentes la conocía; la única explicación plausible a su presencia allí es que se colara por las buenas o que viniera con Wieder. Éste se refería a ella como «mi dama» o «mi damisela». La mujer tenía alrededor de veinticinco años, era alta, de pelo negro y cuerpo bien proporcionado. En un momento de la cena-homenaje, tal vez a los postres, le gritó a Wieder: ¡Carlos, mañana te vas a matar! A todos les pareció de pésimo gusto. Entonces ocurrió el incidente con el marino. Luego hubo discursos y a la mañana siguiente, después de dormir tres o cuatro horas, Wieder voló hasta el Polo Sur. El viaje fue pródigo en incidentes y en más de una ocasión estuvo a punto de cumplirse el pronóstico de la desconocida, a la que por cierto ninguno de los invitados volvió a ver. Cuando regresó a Punta Arenas Wieder declaró que el mayor peligro había sido el silencio. Ante el estupor fingido o real de los periodistas, explicó que el silencio eran las olas del Cabo de Hornos estirando sus lenguas hacia el vientre del avión, olas como descomunales ballenas melvilleanas o como manos cortadas que intentaron tocarlo durante todo el trayecto, pero silenciosas, amordazadas, como si en aquellas latitudes el sonido fuera materia exclusiva de los hombres. El silencio es como la lepra, declaró Wieder, el silencio es como el comunismo, el silencio es como una pantalla blanca que hay que llenar. Si la llenas, ya nada malo puede ocurrirte. Si eres puro, ya nada malo puede ocurrirte. Si no tienes miedo, ya nada malo puede ocurrirte. Según Bibiano, aquélla era la descripción de un ángel. ¿Un ángel fieramente humano?, pregunté. No, huevón, respondió Bibiano, el ángel de nuestro infortunio.

Sobre el límpido cielo de la base Arturo Prat Wieder escribió LA ANTÁRTIDA ES CHILE y fue filmado y fotografiado. También escribió otros versos, versos sobre el color blanco y el color negro, sobre el hielo, sobre lo oculto, sobre la sonrisa de la Patria, una sonrisa franca, fina, nítidamente dibujada, una sonrisa parecida a un ojo y que, en efecto, nos mira, y después volvió a Concepción y más tarde fue a Santiago en donde apareció por la televisión (vi el programa a la fuerza: Bibiano no tenía tele en la pensión donde vivía y fue a verlo a mi casa) y sí, Carlos Wieder era Ruiz-Tagle (qué jeta ponerse Ruiz-Tagle, dijo Bibiano, se fue a buscar un buen apellido), pero como si no lo fuera, eso me pareció a mí, la tele de mis padres era en blanco y negro (mis padres estaban felices de que Bibiano estuviera allí, viendo la televisión y cenando con nosotros, como si presintieran que yo me iba a ir y que ya no volvería a tener un amigo como él) y la palidez de Carlos Wieder (una palidez fotogénica) lo hacía semejante no sólo a la sombra que había sido Ruiz-Tagle sino a muchas otras sombras, a otros rostros, a otros pilotos fantasmales que también volaban de Chile a la Antártida y de la Antártida a Chile a bordo de aviones que el loco Norberto desde el fondo de la noche decía que eran cazas Messerschmitt, escuadrillas de Messerschmitt escapados de la Segunda Guerra Mundial. Pero Wieder, lo sabíamos, no volaba en escuadrilla. Wieder volaba en un pequeño avión y volaba solo.

4

La historia de Juan Stein, el director de nuestro taller de literatura, es desmesurada como el Chile de aquellos años.

Nacido en 1945, en el momento del Golpe tenía dos libros publicados, uno en Concepción (500 ejemplares) y otro en Santiago (500 ejemplares), que en conjunto no sumaban más de cincuenta páginas. Sus poemas eran breves, influido a partes iguales por Nicanor Parra y Ernesto Cardenal, como la mayoría de los poetas de su generación, y por la poesía lárica de Jorge Teillier, aunque Stein nos recomendaba leer a Lihn más que a Teillier. Sus gustos eran en no pocas ocasiones distintos e incluso antagónicos a los nuestros: no apreciaba a Jorge Cáceres (el surrealista chileno por el que nosotros sentíamos adoración), ni a Rosamel del Valle, ni a Anguita. Le gustaba Pezoa Veliz (algunos de cuyos poemas sabía de memoria), Magallanes Moure (una frivolidad que nosotros compensábamos frecuentando la poesía del horrible Braulio Arenas), los poemas geográficos y gastronómicos de Pablo de Rokha (que nosotros -y cuando digo nosotros, ahora caigo en la cuenta, creo que me refiero únicamente a Bibiano O'Ryan y a mí, de los demás he olvidado hasta sus filias y fobias literarias- eludíamos como quien elude un foso demasiado profundo y porque siempre es preferible leer a Rabelais), la poesía amorosa de Neruda y Residencia en la Tierra (que a nosotros, con neruditis desde la más tierna infancia, nos producía alergia y eccemas en la piel). Coincidíamos en los ya mencionados Parra, Lihn y Teillier, aunque con matices y reservas en algunas parcelas de su obra (la aparición de Artefactos, que a nosotros nos encantó, hizo que Stein, entre la indignación y la perplejidad, escribiera una carta al viejo Nicanor recriminándole algunos de los chistes que se permitía hacer en aquel momento crucial de la lucha revolucionaria en América Latina; Parra le contestó al dorso de una postal de Artefactos diciéndole que no se preocupara, que nadie, ni en la derecha ni en la izquierda, leía, y Stein, me consta, guardó la postal con cariño), y también nos gustaba Armando Uribe Arce, Gonzalo Rojas y algunos poetas de la generación de Stein, es decir los nacidos en la década de los cuarenta, a quienes frecuentábamos más por cercanía física que por afinidad estética pero que fueron probablemente quienes más nos influyeron. Juan Luis Martínez (que nos parecía una pequeña brújula perdida en el país), Óscar Hahn (que nació a finales de los treinta pero era lo mismo), Gonzalo Millán (que en dos ocasiones estuvo en el taller leyéndonos sus poemas, todos breves, pero muchísimos poemas), Claudio Bertoni (que era casi como de nuestra generación, los nacidos en la década del cincuenta), Jaime Quezada (que un día se emborrachó con nosotros y se puso a rezar una novena de rodillas y a grito pelado), Waldo Rojas (que fue de los primeros en distanciarse de una cierta «poesía fácil» que hizo furor en aquellos tiempos, los saldos de Parra y Cardenal) y, por supuesto, Diego Soto, para Stein el mejor poeta de su generación y para nosotros uno de los dos mejores. El otro era Stein. Muchas veces fuimos a su casa, Bibiano y yo, una casita pequeña cerca de la Estación que Stein arrendaba desde sus tiempos de estudiante en la Universidad de Concepción y que, ya de profesor en la misma universidad, aún conservaba. La casa, más que de libros, estaba llena de mapas. Eso fue lo primero que nos llamó la atención a Bibiano y a mí, encontrar tan pocos libros (en comparación, la casa de Diego Soto parecía una biblioteca) y tantos mapas. Mapas de Chile, de la Argentina, del Perú, mapas de la Cordillera de los Andes, un mapa de carreteras de Centroamérica que nunca más he vuelto a ver, editado por una Iglesia protestante norteamericana, mapas de México, mapas de la Conquista de México, mapas de la Revolución Mexicana, mapas de Francia, de España, de Alemania, de Italia, un mapa de los ferrocarriles ingleses y un mapa de los viajes en tren de la literatura inglesa, mapas de Grecia y de Egipto, de Israel y del Cercano Oriente, de la ciudad de Jerusalén antigua y moderna, de la India y de Pakistán, de Birmania, de Camboya, un mapa de las montañas y ríos de China y uno de los templos sintoístas del Japón, un mapa del desierto australiano y uno de la Micronesia, un mapa de la Isla de Pascua y un mapa de la ciudad de Puerto Montt, en el sur de Chile.