—Sí, señor Bonforte —el Comisionado movió la cabeza con buen humor—. Me temo que acaba de convertir a un miembro de mi propia familia a sus herejías Expansionistas. No es muy deportivo, ¿eh? Aprovecha todas las ocasiones, ¿verdad?
—Eso le enseñará a no exponer a su hija a las malas compañías, ¿no le parece, señorita Deirdre? —estreché las manos de todos los visitantes—. Gracias por venir a recibirnos, señor Comisionado. Creo que ahora tendremos que darnos prisa.
—Sí, desde luego. Ha sido un placer.
—Muchas gracias, señor Bonforte.
—Gracias a usted, querida.
Di media vuelta lentamente para no aparecer agitado o nervioso en las pantallas de estereovisión. A nuestro alrededor se agolpaba una multitud de fotógrafos, cámaras de cine y de estereovisión, magnetófonos, etcétera, así como gran cantidad de periodistas. Bill mantenía a los reporteros apartados de nuestro grupo; cuando nos volvimos para marcharnos saludó con la mano y dijo:
—Le veré luego, Jefe —y se volvió para seguir hablando con uno de los periodistas.
Roger, Dak y Penny me siguieron cuando entré en el coche. A nuestro alrededor se apretujaba el acostumbrado gentío de todos los espaciopuertos, quizá no tan compacto como en la Tierra, pero bastante numeroso. Aquella gente no me preocupaba, ya que Boothroyd había aceptado como buena mi personificación; aunque no cabía duda de que entre los presentes algunos sabían que yo no era Bonforte.
Pero no quise preocuparme por aquellos individuos. No podían causarnos ninguna dificultad sin comprometerse ellos mismos.
El coche era un Rolls Estelar, con cabina a presión; a pesar de ello, me dejé puesta la máscara de oxígeno porque los demás tampoco se la sacaron. Yo cogí el asiento de la derecha; Roger se sentó a mi lado y Penny en el otro extremo, mientras Dak hacía lo posible por acomodar sus largas piernas en uno de los asientos plegables. El conductor nos miró a través del cristal divisorio y arrancó.
Roger dijo en voz baja:
—Durante un momento me sentí preocupado.
—No había necesidad de preocuparse —contesté—. Ahora les ruego a todos un poco de silencio. Tengo que repasar mi discurso.
En realidad lo que quería era contemplar la paz del paisaje marciano; conocía el discurso de memoria. El conductor tomó un camino a lo largo del extremo norte del espaciopuerto, dejando atrás buen número de cruces de carreteras secundarias. Pude ver muchos anuncios de la Verwijs Trading Company, de Diana Outlines, de la Compañía Three-Planets y de la I. G. Farbenindustrie. Se veía casi a tantos marcianos como humanos. Nosotros, los topos de tierra, tenemos la impresión de que los marcianos se desplazan casi tan despacio como las tortugas… y eso es cierto, en nuestro planeta comparativamente más pesado. Pero en su propio mundo se deslizan sobre sus bases con la misma facilidad que una piedra lanzada al agua.
A la derecha, al sur y más allá del campo, el Gran Canal se hundía en el cercano horizonte, sin que se pudiera ver su otra orilla. Delante de nosotros, y a gran distancia, se veía ya el nido de Kkkah; una ciudad de hadas. Lo estaba contemplando con el corazón conmovido ante su frágil belleza, cuando Dak se movió súbitamente.
Habíamos dejado atrás todo el tráfico cerca de los cruces, pero aún teníamos un coche ante nosotros, que se nos acercaba de frente; ya lo había visto sin prestarle atención. Pero Dak debía estar preparado para alguna contingencia semejante; cuando el otro coche ya estaba muy cerca, de repente hizo bajar el cristal que nos separaba del conductor, pasó los brazos por encima del cuello del hombre y se agarró al volante. Nos desviamos a la derecha, evitando por unos centímetros el choque con el otro coche, y luego volvimos a la izquierda, manteniéndonos por milagro en la carretera. Estuvimos muy cerca del desastre porque ya habíamos dejado el campo atrás y ahora la carretera bordeaba el Gran Canal.
No le había servido de gran ayuda a Dak un par de días antes, en el incidente del Eisenhower, pero entonces yo estaba desarmado y no sospechaba una posible lucha. Esta vez tampoco iba armado, ni siquiera llevaba un mondadientes conmigo, pero me porté algo mejor. Dak no podía hacer más que tratar de dirigir el coche desde el asiento trasero. El conductor, sorprendido en el primer momento, ahora trataba de sacárselo de encima y apoderarse de nuevo del volante.
Me lancé sobre él, pasé mi brazo izquierdo por la garganta del conductor y le apreté con el pulgar derecho en las costillas.
—¡Un solo movimiento y eres hombre muerto!
La voz pertenecía al gángster de El Caballero del Hampa, y las palabras también eran suyas.
Mi prisionero se quedó quieto en el acto.
Dak dijo, apremiante:
—Roger, ¿qué hacen ahora?
Clifton miró hacia atrás y contestó:
—Están dando la vuelta para seguirnos.
Dak replicó:
—Bien, Jefe, no separe la pistola de este tipo mientras yo paso delante —lo estaba haciendo mientras hablaba; le resultaba difícil a causa de sus largas piernas y de lo lleno que iba el coche. Se acomodó en el asiento del conductor y dijo alegremente—: No creo que exista nada sobre ruedas que pueda alcanzar a un Rolls en una recta —pisó el acelerador y el coche dio un salto hacia adelante—. ¿Qué tal vamos, Roger?
—Acaban de dar la vuelta.
—Bien. ¿Qué hacemos con este individuo? ¿Lo tiramos a la carretera?
Mi víctima se retorció y dijo:
—¡Yo no he hecho nada!
Apreté el pulgar un poco más y se calló de repente.
—¡Oh, casi nada! —admitió Dak, sin separar los ojos de la carretera—. Todo lo que has hecho ha sido tratar de causar un pequeño accidente… lo bastante grave para impedir que el señor Bonforte llegase a tiempo a la ceremonia. Si no me hubiese fijado en que frenabas para no resultar herido en el choque, es posible que lo hubieseis conseguido. ¿Te faltó valor, eh? —Tomó una curva con las cubiertas chillando sobre la lisa carretera mientras el giróscopo luchaba para mantener el equilibrio del coche—. ¿Cómo va eso, Roger?
—Bien —Dak no redujo la velocidad; debíamos andar rozando los trescientos kilómetros por hora—. Me pregunto si se atreverán a bombardearnos con uno de los suyos en el coche. ¿Qué te parece, amigo? ¿Crees que vacilarán en matarte con nosotros?
—¡No sé de qué me habla! ¡Tendrá que responder de este ataque!
—¿Es posible? ¿Con la palabra de cuatro personas respetables contra tu ficha de penado? ¿O es que no eres uno de los condenados a Colonias? De cualquier modo, el señor Bonforte prefiere que sea yo quien conduzca el coche… y, por lo tanto, no has tenido inconveniente en hacerle este favor.
Pasamos por encima de algo del tamaño de un gusano atravesado en el camino liso como un cristal y mi prisionero y yo casi salimos por el techo.
—¡Señor Bonforte!
Mi víctima masculló el nombre como si fuera una maldición.
Dak permaneció silencioso unos segundos. Por fin dijo:
—No creo que debamos dejar a éste en la carretera, Jefe. Pienso que, después de que usted haya bajado del coche, tendremos que llevarlo a un lugar tranquilo. Es posible que hable si le insistimos un poco.
El conductor trató de revolverse. Aumenté la presión sobre el cuello y le hundí el pulgar en el costado. Un pulgar quizá no se parezca al cañón de una pistola radiónica, pero… ¿quién se atreve a averiguarlo? El hombre se tranquilizó y mascullo:
—No se atreverán a clavarme la aguja.
—¡Cielos, no! —contestó Dak con fingido horror—. Eso sería ilegal. Penny, ¿tienes una horquilla?
—Pues sí, desde luego, Dak.
Penny pareció sorprendida y yo también lo estaba.
—Bien. Amigo, ¿nunca te han clavado una aguja de mujer debajo de las uñas? Dicen que llega a anular una orden hipnótica de mantener un secreto. Actúa directamente sobre el subconsciente o algo así. La única dificultad es que el paciente hace unos ruidos muy desagradables. De modo que vamos a llevarte a las dunas, donde no molestarás a nadie excepto a los escorpiones. Cuando nos hayas dicho lo que queremos saber, y ahora viene la parte más graciosa… después de que hayas hablado te dejaremos en libertad; no te haremos nada más, sólo tendrás que volver andando a la ciudad. Pero… escucha con atención… si te portas bien y cooperas con nosotros, tendrás un premio. Te dejaremos la máscara de oxígeno para el paseo.