Mis melancólicos pensamientos se vieron interrumpidos por el camarero, que me tocaba el brazo.
—Una llamada para usted, señor.
—¿Eh? Gracias, amigo. ¿Sería tan amable de traer el aparato a la mesa?
—Lo siento, señor, pero me es imposible transferir la comunicación. Está en la cabina doce, en el vestíbulo.
—¡Ah!, muy bien, iré allí, pues— contesté, tratando de mostrarme amistoso, ya que no podía darle una propina.
Pasé lo más lejos que pude de los marcianos al salir del bar.
No tardé en darme cuenta de por qué no se podía transferir la llamada a mi mesa. El número 12 era una cabina de máxima seguridad; visión, sonido y modulación. En la pantalla no aparecía ninguna imagen, y siguió sin aparecer incluso cuando hube cerrado la puerta a mis espaldas. Siguió reflejando una lechosa luminiscencia, hasta que me senté y puse mi rostro delante del dispositivo transmisor; entonces las nubes opalescentes se disiparon, y me encontré frente a la imagen de mi nuevo amigo.
—Siento haberme marchado tan precipitadamente— dijo con rapidez—, pero tenía prisa. Necesito que venga de inmediato a la habitación dos mil ciento seis del Eisenhower.
No dio más explicaciones. El Eisenhower era un hotel tan poco frecuentado por los pilotos como el Casa Mañana. Todo aquello me parecía un poco raro. No se le pide a un individuo al que se acaba de conocer en un bar que acuda a una habitación de hotel… Bueno, al menos no se suele hacer con alguien del mismo sexo.
—¿Para qué?— quise saber.
El piloto tenía esa mirada especial propia de los hombres acostumbrados a ser obedecidos sin discusión; le estudié unos instantes con interés profesional… No era de cólera, más bien algo parecido a una nube oscura que amenaza tormenta. Mi amigo se contuvo con esfuerzo y repuso con voz tranquila:
—Lorenzo, no tengo tiempo para explicaciones. Puedo ofrecerle un trabajo. ¿Le interesa?
—¿Se refiere a un contrato profesional? —repuse, subrayando las palabras.
Por un horrible instante, sospeché que me ofrecía…, bueno, eso…, un trabajo. Hasta entonces había logrado mantener intacto mi orgullo profesional, a pesar de los golpes que me había deparado la veleidosa fortuna.
—¡Oh, sí, profesional, por supuesto!—contestó con rapidez—. Necesito el mejor actor que pueda encontrar.
No dejé traslucir el alivio que sentía. Desde luego, estaba dispuesto a desempeñar cualquier papel… Hasta habría recitado con fervor la escena del balcón de Romeo y Julieta… Pero no conviene mostrarse demasiado interesado.
—¿Cuál es la naturaleza de ese contrato? —pregunté—. No tengo muchas fechas disponibles.
Hizo un gesto de impaciencia.
—No puedo explicarlo por el videófono. Quizá usted no lo sepa, pero hasta los aparatos de máxima seguridad pueden ser interferidos, si se dispone de tiempo. ¡Venga aquí cuanto antes!
Él se mostraba interesado; por lo tanto, podía permitirme el lujo de parecer vacilante.
—Pero, vamos a ver —protesté—, ¿quién cree que soy? ¿Un ordenanza? ¿O un corista ansioso por aparecer en escena con una lanza? ¡Yo soy Lorenzo! —Levanté la frente y me mostré ofendido—. ¿Cuál es su oferta?
—¿Eh?… ¡Maldición!, no puedo entrar en detalles por el videófono, ya se lo he dicho. ¿Cuánto gana?
—¿Se refiere a mis honorarios profesionales?
—Sí, sí.
—¿Para una sola representación? ¿Por una semana? ¿O para un contrato opcional?
—¡No importa! ¿Cuánto gana al día?
—Mis honorarios mínimos para una representación en una tarde son cien imperiales.
Aquello era la verdad. Bueno, a veces me había visto obligado a pagar comisiones escandalosas, pero mi contrato siempre indicaba mis honorarios formales. Cada uno tiene su categoría. Prefiero pasar hambre.
—De acuerdo —contestó en el acto—: cien imperiales al contado, pagaderos en el instante en que se presente aquí. Y ahora, ¡apresúrese!
—¿Eh?
Me di cuenta con amargura de que podría haber pedido doscientos o quizá doscientos cincuenta.
—Pero es que aún no he aceptado su oferta.
—No se preocupe por eso. Ya hablaremos cuando llegue aquí. Los cien son suyos aunque no quiera trabajar para nosotros. Si acepta… bien, llámelo una prima, además de su sueldo. Y ahora, ¿quiere cortar y venir aquí en el acto?
Me incliné ceremoniosamente.
—Ciertamente señor. Le ruego que tenga paciencia.
Por fortuna, el Eisenhower no estaba lejos de Casa Mañana, porque no me quedaba ni siquiera dinero para tomar el subterráneo. Sin embargo, aunque el arte de pasear casi se ha perdido, pude saborear la caminata, y eso me dio tiempo para establecer mi plan de acción. Yo no era ningún estúpido; me daba cuenta de que cuando alguien tiene tanta prisa en darte dinero, hay que mirar las cartas con cuidado, porque sin duda hay algo ilegal o peligroso, o ambas cosas a la vez, complicado en la cuestión. No soy demasiado escrupuloso en cuanto a la legalidad per se; estoy de acuerdo con el Bardo en que la ley es a menudo una idiotez. Pero en general, siempre me he mantenido apartado de las complicaciones con la policía.
No obstante, al cabo de unos minutos comprendí que no disponía de suficiente información para llegar a una decisión acertada; de modo que borré el problema de mi mente, lancé el vuelo de mi capa por encima del hombro y seguí caminando, disfrutando del suave clima otoñal y de los fragantes y variados perfumes de la metrópoli. Cuando llegué al Eisenhower decidí evitar la entrada principal y tomar un ascensor desde la puerta de servicio hasta el piso veintiuno; no me parecía el momento oportuno para arriesgarme a que la gente me reconociese. Mi amigo me franqueó la entrada.
—Ha tardado mucho— manifestó.
—¿Le parece?
No hice ningún otro comentario, y miré a mi alrededor. Era una suite de lujo, tal como esperaba, pero se encontraba desordenada y por lo menos había una docena de vasos sucios, y otras tantas tazas de café vacías, esparcidos por las mesas; no se necesitaba ser muy observador para comprender que yo era el último de una serie de visitantes. Tendido en un diván, y mirándome con ojos llenos de sospecha, había otro hombre, a quien también clasifiqué provisionalmente como piloto. Le lancé una mirada interrogativa, pero nadie se molestó en presentármelo.
—Bien, al menos ya se encuentra aquí. Ahora, vayamos a nuestro negocio.
—Desde luego —repliqué—; lo que me recuerda que se ha mencionado algo de una prima o pago adelantado.
—¡Ah, sí! —Se volvió hacia el hombre del diván—. Jock, págale.
—¿Por qué?
—¡Págale!
Ahora sabía cuál de los dos era el jefe… aunque, como aprendí más tarde, generalmente no cabía duda sobre ello en cualquier lugar donde se encontrase Dak Broadbent. El otro individuo se puso en pie lentamente, todavía mirándome con desagrado, y me entregó un billete de cincuenta y cinco de diez. Me los puse en el bolsillo con elegancia, sin contarlos, y dije:
—Estoy a su disposición, caballeros.
El más alto se mordió los labios.
—Ante todo, quiero tener su solemne juramento de que no hablará de este trabajo, ni siquiera dormido.
—Si mi palabra no es suficiente, ¿de qué les sirve mi juramento?— Lancé una mirada hacia el otro hombre, tendido de nuevo en el diván—. No creo que nos hayamos visto antes de ahora. Yo soy Lorenzo— me presenté.