El otro me miró y luego apartó los ojos. Mi amigo del bar dijo con rapidez:
—Nuestros nombres no deben importarle.
—¿No? Antes de morir, mi querido padre me hizo tres recomendaciones: primero, que nunca mezclara el whisky con nada, excepto con agua; segundo, que ignorara las cartas anónimas, y por último, que no entrara en tratos con ningún desconocido que rehusara dar su nombre. Buenos días, señores.
Me dirigí hacia la puerta, con mis cien imperiales en el bolsillo.
—¡Un momento!—me detuvo mi amigo. Hizo una pausa. Luego continuó—: Tiene razón. Me llamo…
—¡Capitán!
—Cállate, Jock. Yo soy Dak Broadbent; ése que nos mira con rabia es Jacques Dubois. Los dos somos pilotos; pilotos de primera clase, cualquier nave, cualquier aceleración.
Me incliné.
—Lorenzo Smythe —dije con modestia—. Juglar y socio de The Lambs Club.
Recordé que aún debía las cuotas de los dos últimos años.
—Bien. Jock, trata de sonreír para variar. Lorenzo, ¿está de acuerdo en mantener en secreto nuestro asunto?
—Por mi honor. Éste es un trato entre caballeros.
—¿Tanto si acepta el trabajo como si no?
—Tanto si llegamos a un acuerdo como en caso contrario. Soy humano, pero a menos que se me interrogue por medios ilegales, nunca revelaré sus secretos.
—Conozco los efectos de la neodexocaína sobre el cerebro humano, Lorenzo. No espero lo imposible.
—Dak —le interrumpió Dubois—, esto es un error. Por lo menos, debemos. . .
—Cierra el pico, Jock. No quiero ningún hipnotizador por aquí en este momento. Lorenzo, necesitamos que ocupe el lugar de otra persona. Que sea su doble. El trabajo tiene que ser tan perfecto que nadie… repito, nadie pueda sospechar que se ha efectuado el cambio. ¿Puede hacer esa clase de trabajo?
Fruncí el ceño.
—La pregunta no es si puedo hacerlo, sino si quiero. ¿Cuáles son las circunstancias del caso?
—Ya entraremos en detalles más tarde. En general, se trata del trabajo de doble que se suele hacer en el caso de una personalidad pública bien conocida. La diferencia consiste en que la suplantación tiene que ser tan perfecta que engañe a personas que le conocen bien y que le verán de cerca. No se trata sólo de asistir a una revista militar desde una tribuna de honor o de imponer medallas a unos cuantos boy-scouts. —Dak me miró con ojos penetrantes—. Se necesita un verdadero artista.
—No— contesté en el acto.
—¿Cómo? Todavía no conoce los detalles del caso. Si le preocupa su conciencia, puedo asegurarle que no hará nada contra los legítimos intereses del hombre a quien debe representar… ni contra los intereses de nadie. Es un trabajo necesario, que debe ser ejecutado en beneficio de todos.
—No.
—Pero ¡por todos los diablos!, ¿por qué? Ni siquiera sabe cuánto pensamos pagarle.
—El dinero no es lo más importante —dije con firmeza—. Yo soy un actor, no un doble.
—No le comprendo. Hay muchos actores que ganan dinero realizando presentaciones en público en lugar de algunas personalidades.
—Les considero como mercenarios, no como colegas. Déjeme explicarlo. ¿Hay algún autor que respete al que escribe para que otro firme sus obras? ¿Acaso se respeta a un pintor que permita a otro hombre que presente sus propios cuadros como obras suyas? Es posible que usted no conozca el espíritu del verdadero artista, señor, pero quizá pueda encontrar palabras para definir mi idea, en algo que atañe a su propia profesión. ¿Estaría usted dispuesto, por dinero, a pilotar una nave mientras algún otro que no posea su capacidad técnica llevase el uniforme, recibiera el mérito y fuese públicamente aclamado como capitán? ¿Lo haría usted?
Dubois me interrumpió:
—Depende del precio.
Broadbent le lanzó una mirada irritada.
—Creo comprender su punto de vista —dijo.
—Para el artista, señor, el prestigio es lo primero. El dinero sólo representa los medios que le permiten realizar su obra de arte.
—¡Hum…! De acuerdo. De manera que no está dispuesto a hacerlo sólo por dinero. ¿Lo haría por otras razones? ¿Si creyera que es algo que debe hacerse y que usted es el único que puede realizar este trabajo con éxito?
—Concedo esa posibilidad; no obstante, no puedo imaginar las circunstancias en que eso fuese posible.
—No necesita imaginarlas; nosotros se las explicaremos.
Dubois saltó del diván.
—Un momento, Dak, no puedes…
—Cierra el pico, Jock. Tiene que saberlo todo.
—No tiene por qué saberlo, ni en este lugar. Y no tienes ningún derecho a comprometernos, informándole de todo. No sabes nada de este hombre.
—Es un riesgo previsto.
Broadbent se volvió hacia mí.
Dubois le agarró del brazo y le hizo dar media vuelta.
—¡Al demonio el riesgo previsto! Dak, siempre he estado a tu lado en todo, pero esta vez, y antes de que puedas decir otra palabra más, uno de nosotros dos va a tener que tragarse los dientes.
Broadbent pareció sorprendido, y luego sonrió fríamente a Dubois.
—¿Crees que puedes hacerlo, hijito?
Dubois le miró firmemente y no dio un paso atrás. Broadbent era una cabeza más alto que su compañero, y quizá pesaba veinte kilos más. Por primera vez sentí simpatía hacia Dubois; siempre me ha gustado la audacia de un gatito, el coraje de un gallo de pelea o el valor de un hombre para morir en su puesto antes que humillarse ante el enemigo más fuerte… Y aunque no creía que Broadbent llegase a matarle, estaba seguro de que iba a ver a Dubois arrastrándose por el suelo como un trapo.
No tenía la menor intención de intervenir en aquella inminente pelea. Todo el mundo tiene derecho a elegir el momento y la manera de su propia destrucción.
Pude ver como la tensión iba en aumento. Luego, de repente, Broadbent se echó a reír y le palmeó la espalda a Dubois.
—¡Eres un valiente, Jock! —Se volvió hacia mí y dijo tranquilamente—: ¿Quiere excusarnos un momento? Mi amigo y yo tenemos que fumar la pipa de la paz.
El departamento estaba equipado con un rincón reservado, donde había un videófono y el autosecretario. Broadbent cogió a Dubois por el brazo y le llevó hasta allí. Los dos quedaron de pie y empezaron a hablar con excitación.
Muchas veces los lugares semejantes en sitios públicos, tales como los hoteles, están lejos de ser a prueba de indiscreciones; el sonido no llega a anularse por completo. Pero el Eisenhower era un hotel de primera clase, y por lo menos en esta ocasión, el dispositivo interceptor de sonidos funcionó perfectamente; podía ver el movimiento de sus labios, pero no pude oír nada.
Sin embargo, me bastaba con ver el movimiento de sus labios. El rostro de Broadbent estaba vuelto hacia mí, mientras que el de Dubois se reflejaba en un espejo de la pared. Cuando trabajaba en mi famoso acto mentalista, muchas veces di gracias a que mi padre me había calentado las posaderas hasta que aprendí el lenguaje de los labios; en esas representaciones, siempre trabajaba en una sala brillantemente iluminada y usaba unas gafas especiales que me permitían… Pero eso no importa ahora; basta decir que puedo leer las palabras en el movimiento de los labios.
Dubois estaba hablando.
—Maldición, Dak, eres el mayor estúpido que he conocido; aparte de otras cosas que no quiero mencionar por lo feas que son, ¿es que quieres que terminemos cargando rocas en Titán? Ese presumido charlatán acabará por irse de la lengua y denunciarnos a todos.
Casi me perdí la respuesta de Broadbent. ¡De modo que presumido! Aparte de una legítima apreciación de mi genio, siempre me había considerado un hombre modesto.
—No me importa que las cartas estén marcadas; no tenemos otra baraja —repuso Broadbent—. Jock, no hay ningún otro hombre a quien podamos usar.