No tuve tiempo de examinar mis habitaciones; me vistieron en el acto para la audiencia; Bonforte no tenía valet, ni siquiera cuando vivía en su residencia de la Tierra, pero Roger insistió en ayudarme (en realidad, sólo sirvió de estorbo), mientras revisamos los detalles de última hora. El traje era un anticuado traje de etiqueta, pantalones tubulares, sin forma definida, una absurda chaqueta con larga cola partida (creo que la llaman frac), ambas prendas de color negro, una camisa con pechera almidonada, un cuello duro, y una corbata de pajarita blanca. La camisa de Bonforte era de una pieza, porque (lo supongo) no estaba acostumbrado a servirse de un tocador, en realidad, aquella prenda debía vestirse pieza por pieza y anudarse la corbata ligeramente inclinada para demostrar que había sido hecho el lazo a mano… pero es demasiado esperar que un hombre comprenda a la vez la política y los trajes de época.
Era un traje muy feo, pero formaba un fondo excelente para la condecoración de la Orden Wilhelmina, que se extendía en diagonal en mi pecho con brillante colorido. Contemplé mi figura en un espejo, y me sentí satisfecho del efecto; el toque de color contra el severo negro y blanco del traje formaba un excelente contraste. Aquel traje tradicional podía ser feo, pero tenía dignidad, algo parecido a la fría corrección de un maître d'hotel. Decidí que aquel traje era el más adecuado para atender a los deseos de un soberano.
Roger Clifton me entregó el pergamino enrollado, en el que se suponía estaban escritos los nombres designados para ser Ministros del nuevo Gobierno y colocó en un bolsillo interior de mi traje una copia de la lista a máquina… el original había sido despachado a mano por el propio Jimmy Washington, al Secretario de Estado del Emperador, tan pronto como tocamos tierra. Teóricamente el objeto de la audiencia real era para que el Emperador me informase de sus deseos de que yo formase nuevo Gobierno y para que yo sometiese humildemente mis propuestas; los nombramientos se suponían secretos hasta que el Soberano concedía su graciosa aprobación.
En realidad, todos los cargos estaban ya designados. Roger y Bill habían pasado la mayor parte del viaje preparando la lista del nuevo Gabinete asegurándose que los nombrados aceptarían los nombramientos, usando para ello radiocifra espacial. Yo había estudiado las fichas Farley de cada uno de los propuestos y sus posibles sustitutos. Pero la lista, en realidad, era secreta, en el sentido de que las agencias de prensa no las recibirían para su publicación hasta después de la audiencia real.
Cogí el pergamino y mi varilla marciana; Roger pareció horrorizado.
—¡Cielo santo, hombre, no querrá llevar eso en presencia del Emperador!
—¿Por qué no?
—Bueno… es un arma.
—Es un arma de ceremonias. Roger, todos los duques y barones de tres al cuarto llevarán sus espadas. De modo que yo llevaré esto.
Movió la cabeza lentamente.
—Ellos tienen que hacerlo. ¿Es que no conoce la antigua teoría legal sobre el particular? Sus espadas de ceremonia simbolizan el deber que tienen para su señor de apoyarle y defenderle por las armas y con sus propias personas. Pero usted es una persona civil; por tradición debe presentarse ante el Emperador desarmado.
—No, Roger. ¡Oh, desde luego, haré lo que quiera, pero nos perdemos una magnífica oportunidad de elevarnos con la marca! Eso sería buen teatro, un excelente golpe de efecto.
—Temo que no le comprendo.
—Bien, mire, ¿cree que la noticia llegará a Marte si hoy llevo la varilla? Quiero decir, ¿hasta los nidos?
—¿Eh? Supongo que sí.
—Desde luego. Creo que todos los nidos tienen receptores de estereovisión; por lo menos, observé muchos en el nido de Kkkah. Siguen las noticias del Imperio con la misma atención que los terrestres. ¿No es cierto?
—Sí. Por lo menos los mayores.
—Si llevo la varilla, ellos lo sabrán; si dejo de llevarla, también lo sabrán. Es algo importante para ellos; está estrechamente unido a su sentido de la etiqueta. Ningún marciano adulto se presentaría fuera de su nido sin llevar su varilla, y dentro de él en ocasiones importantes. Los marcianos se han presentado delante del Emperador en el pasado y llevaban sus varillas, ¿no es verdad? Me apostaría la vida a que es así.
—Sí, pero usted…
—Se olvida de que soy un marciano.
El rostro de Roger perdió toda expresión; yo continué:
—No sólo soy John Joseph Bonforte; también soy Kkkahjjjerrr, del nido de Kkkah. Si dejo de llevar mi varilla, cometeré una grave falta de etiqueta, y, francamente, no sé cuáles serán los resultados cuando se enteren de ello; no conozco lo bastante las costumbres marcianas. Ahora dé la vuelta al problema y mírelo desde otro punto de vista. Cuando atraviese aquel salón llevando esta varilla, seré un ciudadano marciano a punto de ser nombrado Primer Ministro de su Majestad Imperial. ¿Qué efecto causará esto en los nidos?
—Creo que no había pensado en eso —respondió lentamente.
—Yo tampoco lo habría hecho si no hubiera tenido que decidir si llevaba o no la varilla marciana. Pero ¿no cree que Bonforte ya había pensado en esto… aun antes de que aceptara la invitación a ser adoptado en uno de los nidos? Roger, tenemos agarrado a un tigre por la cola; lo único que podemos hacer es subirnos y seguir encima de él. No podemos soltarlo.
Dak llegó en ese momento, confirmó mi opinión y pareció sorprendido que Clifton esperara algo diferente.
—Desde luego, establecemos un nuevo precedente, Roger… y tendremos que establecer muchos más antes de que terminemos con todo esto.
Pero cuando vio la forma en que yo llevaba la varilla, dejó escapar un aullido:
—¡Caramba, hombre! ¿Es que quiere matar a alguien? ¿O quiere hacer un agujero en la pared?
—No apretaba el botón.
—¡Demos gracias al Cielo por sus pequeños favores! Ni siquiera tiene puesto el seguro —me sacó la varilla de la mano con exquisito cuidado y dijo—: Hay que darle la vuelta a este anillo… y empujar esta pieza dentro de su ranura… entonces no es más que un bastón. ¡Uf!
—¡Oh! Lo siento.
Me dejaron en el vestíbulo del palacio, entregándome en las manos del ayudante de campo del rey Willem, hindú de rostro impasible, llamado Pateel, con modales perfectos y el deslumbrante uniforme blanco de las Fuerzas Imperiales del Espacio. La inclinación que me dispensó debió de calcularla con una regla de cálculo; sugería que yo era una persona que estaba en camino de ser Ministro Supremo, pero aún no lo era; que era su superior, pero, sin embargo, un paisano… luego resta cinco grados por el hecho de que llevaba la charretera del Emperador en su hombro derecho.
Miró a la varilla marciana y dijo tranquilamente:
—Esto es una varilla marciana, ¿no es cierto? Muy interesante, señor. Supongo que querrá dejarla aquí. Estará segura.
—La llevaré conmigo —contesté.
—¿Señor?
Sus cejas se levantaron y esperó a que yo rectificase mi evidente error.
Busqué entre las frases favoritas de Bonforte y escogí una que usaba con frecuencia para amonestar a los entrometidos.
—Hijo, supongamos que usted se dedica a tejer su calceta y yo tejeré la mía.
Su rostro perdió toda expresión.
—Perfectamente, señor. ¿Si tiene la bondad de seguirme?
Hicimos una pausa ante la entrada a la Sala del Trono. En el otro extremo, sobre la plataforma, el trono aparecía vacío. A ambos lados, y a todo lo largo de la gran caverna, los nobles y dignatarios de la Corte estaban de pie, esperando. Supongo que Pateel hizo algún signo invisible para mí, porque el himno imperial empezó a hacer oír sus primeras notas y todos nos quedamos inmóviles; Pateel, en posición de firmes, como un robot, yo en un gesto ligeramente encorvado, adecuado a un caballero de mediana edad y muy fatigado, que debe soportar estas cosas porque es su deber, y toda la Corte como maniquíes de escaparate. Espero que nunca llegaremos a eliminar por completo la fastuosidad de la Corte; todos esos extras con vestidos de gala y llevando sus lanzas con gesto rígido, forman un espectáculo admirable.