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Con las últimas notas del himno, el Emperador apareció detrás del trono y tomó asiento… Willem, Príncipe de Orange, Duque de Nassan, Gran Duque de Luxemburgo, Caballero Comendador del Sagrado Imperio Romano, Almirante General de las Fuerzas Imperiales, Consejero de los Nidos Marcianos, Protector de los Pobres y, por la Gracia de Dios, Rey de los Países Bajos y Emperador de los Planetas y de los Espacios Intermedios.

No pude ver su rostro claramente, pero el simbolismo me produjo una ferviente sensación de simpatía. Ya no me sentía enemigo de la idea de la realeza.

Mientras el rey Willem se sentaba, el himno terminó; hizo un gesto con la cabeza, aceptando el saludo de los presentes y una onda de ligera animación se extendió entre los cortesanos. Pateel se retiró de mi lado, y con la varilla bajo el brazo, empecé mi camino, cojeando un poco, a pesar de la falta de gravedad acostumbrada. Aquello me pareció semejante a mi marcha hacia el nido interior de Kkkah, excepto que no me sentía asustado; sólo excitado y lleno de animación. Los grupos de cortesanos fueron cerrando el camino detrás de mí; la música iba cambiando del Kong Christian a la Marsellesa y a Barras y estrellas y todos los demás.

En la primera línea señalada me detuve e hice una reverencia, luego en la segunda parada y después, por fin, una profunda inclinación en la tercera, ya delante de los escalones del trono. No me arrodillé; los nobles deben arrodillarse, pero los paisanos comparten la soberanía con el Soberano. A veces se ve este detalle incorrectamente, presentado en el escenario y en estereovisión, pero Roger me informó del procedimiento correcto.

Ave, Imperator.

Si yo fuese un holandés, habría añadido Rex, pero yo era un americano. Cambiamos varias frases en un latín escolar; él preguntando qué quería, yo recordándole que me había enviado a buscar, etcétera. Luego cambió al angloamericano, que hablaba con un ligero acento oriental.

—Has servido bien a nuestro padre. Es ahora nuestro pensamiento que puedas servirnos a nosotros. ¿Qué tienes que decir?

—Los deseos de mi Soberano son órdenes para mí, Majestad.

—Acércate.

Quizá me excedí un poco en mi papel, pero los escalones hasta el trono son muy altos y la pierna me dolía en realidad… y un dolor psicosomático es tan malo como cualquier otro. Casi tropecé y Willem se levantó de su trono como un rayo y me cogió del brazo. Oí cómo toda la Corte contenía el aliento. Él me sonrió y me dijo en voz baja:

—Tranquilícese, amigo. Terminamos en seguida.

Me ayudó a llegar hasta el taburete situado delante del trono y me hizo sentar durante un incómodo momento antes de que él reasumiera su asiento en el trono. Luego tendió la mano y yo le entregué el pergamino. Lo desenrolló y pretendió estudiar la página en blanco.

Ahora se oía música de cámara y la Corte reanudó el espectáculo en el que parecían disfrutar, las damas riendo, los nobles caballeros pronunciando cortesías, los abanicos haciendo suaves movimientos. Nadie se apartaba mucho del lugar; nadie estaba completamente quieto. Pequeños pajes, parecidos a los querubines de Miguel Angel, se movían entre la multitud, ofreciendo bandejas de dulces. Uno se arrodilló ante Willem, y él cogió uno sin apartar la vista de la lista inexistente. El niño me ofreció luego la bandeja y cogí uno de aquellos bombones, sin saber si debía hacerlo o no. Era uno de aquellos incomparables y deliciosos chocolates que sólo se fabrican en Holanda.

Observé que había cierto número de rostros que me eran conocidos. La mayor parte de la nobleza sin trabajo en la Tierra se encontraba allí, escondidos bajo sus títulos secundarios de duques o condes. Algunos decían que Willem los mantenía como pensionistas para dar brillo a su Corte; otros decían que quería mantenerlos a su vista y apartarlos de la política y otras diabluras. Quizá había algo de las dos razones. También estaba allí la nobleza de media docena de naciones; algunos de ellos trabajaban para ganarse la vida.

Empecé a tratar de distinguir los labios de los Habsburgos y la nariz de los Windsor.

Por fin Willem dejó a un lado el pergamino. La música y la conversación cesaron en el acto. En medio de un silencio absoluto dijo:

—Es una noble compañía la que me propones. Tenemos la intención de confirmar su nombramiento.

—Su Majestad es muy bondadosa.

—Reflexionaremos y ya te haré saber nuestra decisión —se inclinó hacia adelante y me dijo en voz baja—: No trate de bajar de espaldas esos malditos escalones. Quédese de pie. Voy a marcharme en seguida.

Susurré mi contestación:

—¡Oh! Gracias, Sire.

Se puso en pie y yo me apresuré a imitarle, y en el acto desapareció en un revuelo de su traje imperial. Di media vuelta y pude observar algunas miradas sorprendidas. Pero la música volvió a sonar en el mismo instante y me dejaron salir de allí mientras los nobles y reales extras reanudaban su elegante conversación.

Pateel se puso a mi lado tan pronto como emergí por el gran pórtico de la Sala del Trono.

—Por aquí, señor.

El espectáculo había terminado; ahora venía la verdadera audiencia.

Me llevó a través de una pequeña puerta; luego, a lo largo de un corredor vacío, por otra pequeña puerta, y me introdujo en una oficina de aspecto corriente. La única cosa real que se veía era una placa grabada en la pared, con el escudo de armas de la Casa de Orange y su motto inmortal “¡Yo mantengo!”. Pude ver un gran escritorio lleno de papeles. En su centro, sujeto por un par de zapatos de niño, modelados en metal, estaba el original de la lista escrita a máquina que yo llevaba en el bolsillo. En un marco de cobre reluciente había una fotografía con un grupo de la difunta Emperatriz y de los niños. Un diván bastante usado estaba contra una de las paredes y más allá había un pequeño bar. En el despacho había un par de sillones, además de la silla giratoria detrás del escritorio. Los otros muebles podían haber sido los del despacho de un médico con mucha clientela, aunque no muy elegante.

Pateel me dejó solo, cerrando la puerta detrás de él. No tuve tiempo de pensar si debía sentarme o quedarme en pie, porque el Emperador entró rápidamente por la puerta opuesta.

—Hola, Joseph —me saludó—. Estaré con usted dentro de un momento.

Atravesó la habitación, seguido de cerca por dos sirvientes, que le estaban desvistiendo mientras iba caminando, y salió por una tercera puerta. Regresó casi en el acto, tirando de la cremallera de un overol blanco, mientras se acercaba.

—Usted ha llegado por el camino corto; yo tuve que venir por uno mucho más largo. Tengo que insistir con el arquitecto de Palacio que me construya un túnel desde la parte posterior del trono hasta aquí; ya veremos si no lo hago. He tenido que venir doblando tres esquinas de una plaza, o de lo contrario tendría que desfilar por los corredores públicos vestido como un caballo de circo —y añadió pensativo—: Nunca llevo nada debajo de estas ropas, excepto la ropa interior.

—Dudo que sean tan incómodas como esta chaqueta de mono que uso, Sire —contesté.

Se encogió de hombros.

—¡Oh, bien! Los dos tenemos que aceptar los inconvenientes de nuestros respectivos empleos. ¿No quiere beber algo? —recogió la lista de los nombramientos de encima de la mesa y añadió—: Hágalo, y sírvame otro para mí.