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Deseé poder pedir unos minutos de permiso y preguntarle a Penny lo que ella pensaba de Braun.

Luego cogí una pluma del despacho de Willem, crucé el nombre de Braun y escribí el de La Torre en letra de imprenta; todavía no podía arriesgarme a imitar la escritura de Bonforte. El Emperador se limitó a decir:

—Me parece que formará un buen equipo. Buena suerte, Joseph. La necesita.

La audiencia oficial terminó en ese punto. Me sentía impaciente por salir de allí, pero no puede uno marcharse de la presencia de un Rey; ésta es una de las pocas prerrogativas que han retenido. Willem quería mostrarme su taller y sus nuevos trenes eléctricos de juguete. Supongo que él ha hecho más que ninguna otra persona para revivir esta antigua afición; personalmente no comprendo que sea una cosa adecuada para un hombre ya mayor. Pero procuré mostrarme cortés e interesado por su nueva locomotora, que arrastraría al Royal Scotsman.

—Si hubiese tenido suerte —me dijo, arrodillándose para mirar al interior de la máquina de juguete— habría sido un buen encargado de taller, creo… mecánico especialista. Pero la casualidad de mi nacimiento fijó mi destino por otros caminos.

—¿Está seguro de que lo habría preferido, Willem?

—No lo sé. Este trabajo que tengo no es malo. La jornada es fácil y el sueldo bastante bueno… casi la plena seguridad de que no puedo perder el empleo… descontando la remota posibilidad de una revolución, y mi dinastía siempre ha tenido suerte en ese punto. Pero la mayor parte del trabajo es aburrido y cualquier actor de segunda fila podría hacerlo tan bien como yo —lanzó una rápida mirada—. Yo descargo a mis ministros de muchos de esos aburridos trabajos de colocar primeras piedras y asistir a los desfiles, ya sabe.

—Lo sé y se lo agradezco.

—Muy rara vez se me presenta la oportunidad de dar un pequeño empujón en la dirección acertada… lo que yo creo que es la dirección acertada. El reinar es una profesión muy rara, Joseph. Le recomiendo que no piense en ser Rey.

—Me temo que ya es un poco tarde, aunque quisiera.

Apretó algunos tornillos del juguete con un pequeño destornillador.

—Mi verdadera función es la de impedir que usted se vuelva loco.

—¿Eh?

—Desde luego. La psicosis profesional es la enfermedad de los Jefes de Estado. Mis predecesores en el oficio de Rey, los que realmente gobernaban, eran casi todos un poco insanos. Y eche una mirada a sus Presidentes americanos; el empleo a menudo los mataba cuando estaban en lo mejor de sus vidas. Pero yo no tengo que preocuparme de los asuntos del Estado; tengo a un profesional como usted para que lo haga por mí. Y usted tampoco se ve sometido a esa tremenda presión; usted o el que tenga su empleo, siempre puede abandonar si las cosas se ponen demasiado difíciles… mientras que el viejo Emperador… casi siempre se le llama el “viejo Emperador”; ascendemos al trono a la edad en que los demás hombres se disponen a retirarse… el Emperador está siempre aquí, manteniendo la continuidad, protegiendo el símbolo del Estado, mientras que ustedes, los profesionales, se dedican a buscar una nueva fórmula —me hizo un guiño y añadió—: Mi empleo no será muy brillante, pero es útil.

Al cabo de unos minutos me permitió que dejase de admirar aquellos trenes infantiles y volvimos al despacho. Pensé que iba a despedirme. En efecto, me dijo:

—No debería retenerle por más tiempo. ¿Ha tenido un viaje pesado?

—No mucho. Lo pasé trabajando.

—Es natural. Y a propósito, ¿quién es usted?

Hay el golpecito del policía sobre el hombro del criminal, la sorpresa del último escalón que no existe, tenemos la sensación de caer de la cama, y también cuando el esposo regresa al hogar sin avisar… prefiero cualquier combinación de esas antes que esta simple pregunta. Envejecí en mi interior lo suficiente para justificar mi apariencia y mucho más.

—¿Sire?

—Vamos, vamos —dijo con impaciencia—; creo que mi oficio debe tener algún privilegio. Simplemente, dígame la verdad. Durante la última hora he sabido que usted no era John Joseph Bonforte… aunque podría engañar a su propia madre; tiene hasta sus mismos gestos. Pero ¿quién es usted?

—Me llamo Lorenzo Smythe, Majestad —dije débilmente.

—¡Anímese, hombre! Podría haber llamado a los guardias hace ya mucho rato, si hubiese querido. ¿Le enviaron para que me asesine?

—No, Sire. Soy… leal a su Majestad.

—Tiene una manera rara de demostrarlo. Bien; sírvase otro vaso, siéntese y cuéntemelo todo.

Se lo conté todo, hasta el último detalle. Necesité más de un vaso, y poco a poco me sentí mejor. Pareció furioso cuando le conté lo del secuestro, pero cuando le dije lo que habían hecho con el cerebro del pobre Bonforte, su rostro se ennegreció con una ira gigantesca.

Por fin dijo, con voz tranquila:

—Entonces, ¿sólo se trata de una cuestión de días hasta que se recupere totalmente?

—Eso es lo que el doctor Capek asegura.

—No dejen que vuelva al trabajo hasta que esté bien del todo. Es un hombre de gran valor para nosotros. Lo sabía, ¿no es cierto? Vale por seis hombres como usted o yo. De modo que siga con su papel y déle la oportunidad de recuperarse. El Imperio le necesita.

—Sí, Sire.

—Puede apear el Sire. Ya que representa a Bonforte, llámeme Willem, como él lo hace. ¿Sabía que fue por eso por lo que le descubrí?

—No, Sir… No, Willem.

—Él me ha llamado Willem durante veinte años. Pensé que era algo extraño que me llamase Sire en privado, sencillamente porque la visita era sobre asuntos de Estado. Sin embargo, no sospeché nada, de momento. Pero, aunque su caracterización es asombrosa, aquello me hizo pensar. Luego me convencí cuando fuimos a ver los trenes.

—¿Qué quiere decir? ¿Cómo lo advirtió?

—Usted se mostró cortésmente interesado, hombre. Le he enseñado mis trenes muchas veces en el pasado… y siempre se vengaba diciéndome claramente lo que pensaba de un hombre que jugase con tales cosas. Era una pequeña comedia que siempre hacíamos. Los dos disfrutábamos con eso.

—¡Oh, no lo sabía!

—¿Cómo podía saberlo?

Estaba pensando que debí saberlo; aquel maldito archivo Farley debió advertirme con tiempo… No fue hasta después de la entrevista cuando me di cuenta de que el archivo no había fallado, en vista de la teoría en la que se basaba, es decir, que su objeto era permitir a un hombre famoso recordar detalles sobre los menos famosos. Pero eso era precisamente lo que el Emperador no era… quiero decir menos famoso. Naturalmente que Bonforte no necesitaba notas para recordar los detalles personales de Willem. Tampoco creería correcto anotar detalles íntimos del Soberano en una ficha que podía ser vista por sus empleados.

No había visto lo obvio… aunque tampoco veía la forma de haberlo podido evitar, aun cuando me diese cuenta de que la ficha debía estar incompleta.

Pero el Emperador seguía hablando.

—Ha hecho un buen trabajo… y después de arriesgar su vida en un nido marciano, no me sorprende que estuviera dispuesto a enfrentarse conmigo. Dígame, ¿le he visto alguna vez en estereovisión o en alguna otra parte?

Le había dicho mi nombre legal, desde luego, cuando el Emperador me lo preguntó; ahora le di mi nombre profesional con cierta timidez. Me miró levantando las manos y se echó a reír. Me sentí algo molesto.

—¡Ejem!, ¿ha oído hablar de mí?

—¿Oír hablar de usted? Soy uno de sus admiradores —me miró más de cerca—. Pero todavía se parece a Joe Bonforte. No puedo creer que sea “el Gran Lorenzo”.

—Sin embargo lo soy.

—¡Oh, lo creo, lo creo! ¿Se acuerda de aquella cinta en la que representa a un vagabundo? Primero trata de ordeñar a una vaca… sin éxito. Por fin termina comiéndose el plato del gato… pero hasta el gato lo echa de allí.