—Bien, entonces trae aquí a Doc Scortia para que le hipnotice y ponle una inyección. Pero no se lo cuentes todo… por lo menos hasta que su mente esté sujeta a nosotros y nos encontremos lejos de la Tierra.
—Mira, el mismo Scortia me ha dicho que para este trabajo no podemos recurrir a la hipnosis ni a las drogas. Necesitamos que esté a nuestro lado conscientemente, que coopere con inteligencia y voluntad propias.
Dubois bufó:
—¿Con qué inteligencia? Míralo bien. ¿Has visto alguna vez un pollo paseando por el corral? Es cierto que tiene la apariencia física que necesitamos y que su cráneo se parece mucho al del Jefe…, pero no hay nada dentro. Te digo que perderá el valor, que echará a correr en cualquier momento y lo hará fracasar todo. No puede representar ese papel… ¡No es más que un actor aficionado!
Si hubiesen acusado al inmortal Caruso de dar una nota falsa no se habría sentido más ofendido que yo. Pero creo que en aquel momento me porté como un verdadero actor; seguí impasible, puliéndome las uñas en la manga de mi chaqueta, e ignoré por completo aquel injusto comentario. Me limité a decirrne mentalmente que algún día haría llorar y reír al amigo Dubois en el espacio de veinte segundos. Esperé unos momentos más y luego me levanté para acercarme a su rincón. Cuando se dieron cuenta de que me aproximaba, se callaron en el acto.
—Escuchen, caballeros —dije tranquilamente—. He cambiado de idea.
Dubois pareció satisfecho.
—¿No quiere aceptar el trabajo?
—Quiero decir que acepto su proposición. No necesitan darme más explicaciones. Mi amigo Broadbent me asegura que no habrá nada en mi tarea que pueda ofender a mi conciencia… y yo le creo. Me ha dicho que necesita un actor, y los motivos de mi empresario no deben preocuparme. Acepto su oferta, señores.
Dubois pareció furioso, pero siguió callado. Yo esperaba que Broadbent se mostrase satisfecho y aliviado; sin embargo, se mostró más bien preocupado.
—Conforme —dijo—. Ahora que ya estamos de acuerdo, debemos terminar nuestro plan. Lorenzo, no sé con exactitud por cuánto tiempo le necesitaremos. Estoy seguro de que no será más que unos cuantos días y sólo tendrá que actuar unas horas un par de veces durante ese tiempo.
—Eso no tiene importancia, mientras se me conceda el tiempo necesario para poder estudiar a mi modelo… la persona a quien debo reemplazar. Pero ¿aproximadamente cuántos días estaré a su servicio? Necesito avisar a mi agente teatral.
—¡Oh, no! No haga eso.
—Bien. ¿Cuánto tiempo necesitaremos? ¿Una semana?
—Tendrá que ser menos de eso… o estamos perdidos.
—¿Eh?
—No se preocupe. ¿Está conforme con cien imperiales al día?
Vacilé un momento, recordando lo fácilmente que había accedido a pagar mis honorarios mínimos sólo para entrevistarse conmigo, pero luego decidí que aquél no era el momento de mostrarse codicioso.
—No hablemos de eso ahora —dije, haciendo un gesto de despreocupación—. No me cabe la menor duda de que ustedes me gratificarán con unos honorarios adecuados a la calidad de mi representación.
—Bien, bien. —Broadbent se apartó de mi lado con impaciencia—. Jock, llama al campo. Luego llama a Langston y dile que iniciamos el plan Mardi Gras. Sincroniza con él. Lorenzo… —Me hizo un gesto para que le siguiera y entró en el cuarto de baño. Abrió un pequeño maletín y me preguntó—: ¿Cree que podrá hacer algo con toda esta basura?
Desde luego, era basura… la clase de equipo de maquillaje nada profesional que venden a precios fabulosos los corredores a los jovenzuelos que se creen actores. Le lancé una breve mirada con un gesto de disgusto.
—¿Debo entender, señor, que quiere que empiece mi trabajo ahora? ¿Sin tiempo para estudiar a mi modelo?
—¿Eh? No, no, en absoluto. Quiero que cambie su aspecto, por si alguien le reconoce cuando salgamos de aquí. Puede hacerlo, ¿no es cierto?
Le contesté con orgullo que el ser reconocidos por el público era una carga que todos los personajes célebres nos veíamos obligados a llevar. No quise añadir que era seguro que infinidad de personas reconocerían al Gran Lorenzo en cualquier parte.
—Por eso mismo, es mejor que cambie su físico, para que no parezca usted.
Me dejó solo, sin darme tiempo a contestarle.
Suspiré y volví a mirar las baratijas que me habían entregado, sin duda creyendo que eran las herramientas acostumbradas de mi profesión: pinturas propias de payasos, maloliente goma disuelta en alcohol, pelucas postizas que parecían arrancadas de la vieja alfombra de tía Maggie. No había allí ni un gramo de Silicocarne, ni cepillos eléctricos, ni ninguno de los instrumentos modernos a que estaba acostumbrado. Pero el verdadero artista puede realizar milagros con un corcho quemado, o con los materiales que se pueden encontrar en cualquier cocina… y con su propio genio, por supuesto. Arreglé las luces y me sumí en una creadora reflexión.
Hay varias maneras de impedir que un rostro popular sea reconocido. La más fácil es dirigir la atención hacia otro sitio. Vista a un hombre con un uniforme y lo más probable es que nadie se fije en su rostro. ¿Recuerda usted la cara del último policía con el que se ha topado? ¿Podría identificarle si volviera a verle vestido de paisano? El sistema de llevar la atención hacia algún detalle especial actúa por el mismo principio. Proporcione a un hombre una nariz enorme, desfigurada quizá con acné; los espíritus vulgares se fijarán con fascinación en esa nariz, mientras que los más maleducados volverán la vista hacia otro lado… Pero ninguno de los dos verá el rostro.
Decidí en contra de esa primitiva estratagema porque juzgué que mi jefe desearía que nadie se fijase en mí, con preferencia a que me recordasen por un detalle extraño aunque no me reconociesen. La tarea resultaba así mucho más difícil; cualquiera puede llamar la atención, pero se necesita verdadera habilidad para pasar desapercibido. Necesitaba un rostro vulgar, que fuese tan difícil de recordar como la verdadera cara del inmortal Alec Guinness. Por desgracia, mis rasgos aristocráticos eran demasiado distinguidos, demasiado bellos… una lamentable desventaja para un actor de carácter.
Como mi padre solía decir:
—¡Larry, eres demasiado guapo! Si no te decides a trabajar y aprendes el oficio, vas a pasar quince años haciendo papeles de jovenzuelo, con la falsa idea de que eres un actor, y luego terminarás vendiendo caramelos por los pasillos. Ser estúpido y ser guapo son los peores vicios en un actor teatral… y tú tienes los dos.
Luego mi padre terminaba quitándose el cinturón para empezar a estimular mi cerebro. Mi progenitor era un psicólogo práctico, y creía que el calentar la región glútea con una correa eliminaba el exceso de sangre en el cerebro de un muchacho. Aunque su teoría fuese equivocada, los resultados justificaban sus métodos, y a la edad de quince años yo podía mantenerme cabeza abajo en la cuerda floja y recitar páginas enteras de Shakespeare o de Shaw… o conseguir que en la escena todo el auditorio se fijase en mí, simplemente encendiendo un cigarrillo.
Me encontraba sumido en mis reflexiones, cuando Broadbent metió la cabeza por la puerta.
—¡Dios santo! —exclamó—. ¿Aún no ha hecho nada?
Le devolví la mirada fríamente.
—Creí entender que deseaba una obra maestra… y eso no puede hacerse con apresuramiento. ¿Acaso espera que un cordon bleu pueda preparar una nueva salsa a lomos de un caballo al galope?
—¿Quién habla de caballos? —Lanzó una mirada a su reloj de pulsera—. Le doy seis minutos más. Si no puede hacer nada en ese tiempo, tendremos que arriesgarnos a que salga tal como está.
Yo hubiera preferido disponer de todo el tiempo necesario, pero había reemplazado a mi padre muchas veces en su creación El asesinato de Huey Long (quince papeles en siete minutos), y una vez lo había representado en nueve segundos menos que su tiempo récord.