Выбрать главу

La Compañía de Transportes Diana Ltd, puso en servicio cuatro cohetes de enlace aquella tarde. New Batavia quedó desierta… es decir, desierta excepto por la Corte y un millón más o menos de carniceros, panaderos, fabricantes de cirios y empleados del Estado… y además un Gobierno provisional.

Como ya estaba repuesto de mi resfriado, después de aparecer públicamente ante la Asamblea Interplanetaria, ya no parecía lógico que siguiera escondiéndome. Como Ministro Supremo no era posible, sin causar muchos comentarios el que no se me viese nunca; como jefe nominal de un partido político a punto de entrar en una campaña electoral, me veía obligado a recibir a muchas personas… por lo menos a bastantes. De modo que hice lo que tenía que hacer y todos los días recibía un informe de los progresos de Bonforte hacia su recuperación. Sus progresos eran alentadores, aunque lentos. Capek me informó que ya era posible, si resultaba absolutamente necesario, el que se presentara en público en cualquier momento… pero aconsejó que no se hiciera; había perdido casi diez kilos y su coordinación era pobre.

Roger hizo todo lo posible para protegernos a los dos. El señor Bonforte sabía que estábamos usando un doble en su lugar, y después de un acceso de indignación había comprendido la necesidad de hacerlo y lo había aprobado. Roger llevaba la campaña, consultándole sólo en cuestiones de alta política y luego pasándome las soluciones a mí para publicarlas cuando era necesario.

Pero la protección que se me concedía era grande; era tan difícil verme como a un importante agente teatral. Mi oficina estaba situada dentro de la montaña, detrás de los departamentos del jefe de la oposición (no nos habíamos trasladado a las habitaciones más lujosas del Ministro Supremo; aunque era legal el hacerlo, no era lo acostumbrado durante un Gobierno regente), y podía llegar allí directamente desde mis salones inferiores, pero para que un hombre pudiera verme tenía que pasar por lo menos por cinco puntos de control… excepto los visitantes distinguidos que eran conducidos directamente por un túnel especial hasta el despacho de Penny y desde allí al mío.

Aquella organización significaba que tenía tiempo de estudiar la ficha Farley de cualquiera que viniese a verme antes de que llegase a mi presencia. Inclusive podía tenerla a la vista mientras le recibía, gracias a que mi mesa de despacho tenía una pantalla oculta que el visitante no podía ver y que podía ser eliminada en el acto si resultaba ser uno de aquellos a los que les gustaba caminar mientras hablaba. La pantalla tenía otros usos prácticos; Roger podía conceder al visitante el tratamiento distinguido, conduciéndole directamente a mi despacho y luego dejándonos solos… pero pasando por la oficina de Penny para transmitirme una nota por la pantalla; observaciones o comentarios tales como: “Déle un beso y no le prometa nada” o “Todo lo que quiere es que su esposa sea presentada en la Corte” o hasta “Tenga cuidado con éste. Representa un distrito “difícil” y es más listo de lo que parece. Pásemelo a mí y yo me arreglaré con él”.

Nunca llegué a saber quién dirigía el Gobierno. Probablemente los subsecretarios de carrera. Todas las mañanas encontraba una pila de papeles en mi mesa; yo los firmaba con la gruesa escritura de Bonforte y luego Penny se los llevaba. Nunca tuve tiempo para leerlos. El inmenso volumen de la maquinaria imperial me asombraba. Una vez, tuvimos que asistir a una reunión fuera de nuestras oficinas, y Penny me llevó por un atajo a través de los Archivos; kilómetros y kilómetros de interminables estanterías, cada una de ellas abarrotada de cajas de microfilms y todas provistas de cintas transportadoras que se deslizaban delante de las estanterías de modo que el empleado no tuviera que pasar todo el día para ir a buscar una carpeta.

Sin embargo, Penny me dijo que sólo me había mostrado una sección de los Archivos. Sólo el índice, me explicó, ocupaba una caverna del tamaño de la Asamblea Interplanetaria. Me hizo sentirme satisfecho que la Administración Civil no fuera mi profesión sino un pasatiempo pasajero, como si dijéramos.

El recibir a los visitantes importantes era una tarea inevitable y en general inútil, ya que Roger, o Bonforte a través de Roger, eran quienes tomaban las decisiones. Mi función más importante era la de pronunciar discursos. Se había extendido un discreto rumor de que mi médico personal temía que la infección hubiese afectado temporalmente a mi corazón y que me había aconsejado que me quedase en la baja gravedad de la Luna durante toda la campaña electoral. No me atrevía a llevar mi caracterización por una gira por las principales ciudades de la Tierra y mucho menos hacer el viaje a Venus; el archivo Farley seria inútil si intentaba entrar en contacto con grandes multitudes, sin mencionar los riesgos desconocidos que entrañaban los posibles ataques de las bandas de Activistas… lo que yo podía decir con una dosis mínima de neodexocaína en los lóbulos frontales ninguno de nosotros quería ni imaginarlo.

Quiroga hacía propaganda en todos los continentes de la Tierra, haciendo que las emisiones de estereovisión le presentasen siempre en mítines frente a grandes multitudes. Pero aquello no parecía preocupar a Roger Clifton. Se encogió de hombros cuando lo supo y contestó: “Déjenle que haga lo que quiera. No se pueden conseguir más votos por acudir personalmente a los mítines del partido. Todo lo que se logra es agotar al orador. A esos mítines sólo van los incondicionales”.

Esperé que supiera de lo que estaba hablando. La campaña era muy breve, sólo seis semanas desde la dimisión de Quiroga hasta el día de las elecciones que él mismo había señalado antes de dimitir, y yo tenía que hablar casi cada día, bien en una gran emisión radiada en cadena con todas las emisoras en las que compartía el tiempo con equidad con el Partido de la Humanidad, o bien en discursos que luego eran enviados por avión especial y proyectados en reuniones políticas. Habíamos organizado un sistema de trabajo; se me enviaba el borrador del discurso, quizá preparado por Bill, aunque ahora no le veía nunca y yo lo adaptaba al estilo de Bonforte. Roger se llevaba el borrador corregido y generalmente lo devolvía aprobado, y de vez en cuando había correcciones con la letra de Bonforte, ahora tan temblorosa que casi era ilegible.

Nunca me permití modificar las frases que él había corregido, aunque a menudo lo hice con el resto… Cuando uno se lanza en el calor de un discurso, con frecuencia se encuentra una forma mejor y más enérgica de expresar las ideas. Empecé a darme cuenta de la naturaleza de sus correcciones; casi siempre eran supresiones de circunloquios… más duro, ¡que lo tomen o lo dejen!

Después de cierto tiempo las correcciones fueron menos. Yo me estaba compenetrando con su pensamiento.

Seguía sin haberle visto. Comprendía que no podría encarnar con eficacia su personalidad si le miraba en su lecho de enfermo. Pero yo no era el único de sus íntimos que no le visitaba; Capek se lo había prohibido a Penny… por el bien de ella. Yo no me enteré hasta mucho después. Me daba cuenta de que Penny se volvía irritable, distraída y temperamental después que llegamos a New Batavia. Tenía unas ojeras enormes… de todo lo cual yo me daba cuenta, pero lo atribuía a la tensión de la campaña, combinada con la preocupación sobre la salud de Bonforte.

Sólo tenía razón en parte. Capek comprendió la verdad y se decidió a actuar. La colocó bajo una ligera hipnosis y le hizo varias preguntas… y luego le prohibió por completo que volviera a ver a Bonforte hasta que yo hubiera terminado mi trabajo y desaparecido de la escena por entero.

La pobre muchacha se estaba volviendo loca al visitar diariamente a un enfermo del que estaba enamorada sin esperanza y luego pasando a trabajar junto a un hombre que parecía, hablaba y actuaba exactamente igual que el otro, pero que estaba sano. Probablemente empezaba a odiarme.