Lo habían matado. Sus enemigos lo habían asesinado con tanta certeza como si le hubieran clavado un cuchillo en la espalda. A pesar de todo lo que habíamos hecho, los riesgos que habíamos corrido juntos, al final habían acabado con él. ¡Un asesinato!
Me sentí morir en mi interior, insensible por la emoción. Me había visto morir a mí mismo, había vuelto a presenciar la muerte de mi padre. Comprendía ahora por qué casi nunca pueden salvar a uno de un par de gemelos siameses. Me sentía vacío.
No sé por cuanto tiempo permanecí allí. Al cabo de una eternidad escuché la voz de Roger a mis espaldas:
—¿Jefe?
Me volví.
—Roger —dije con dolor—, no me llame así. Se lo ruego.
—Jefe —insistió—, ¿sabe lo que tiene que hacer ahora? ¿Lo sabe?
Me sentía mareado y su rostro era casi invisible. No sabía de lo que me hablaba… No quería saber de lo que me estaba hablando.
—¿Qué quiere decir?
—Jefe… un hombre puede morir… pero su trabajo continúa. No puede abandonarnos ahora.
Me ardía la cabeza y mi visión estaba fuera de foco. Roger parecía acercarse y alejarse en ondas sucesivas mientras su voz seguía hablando.
—¡Le han robado la oportunidad de terminar su obra! Usted tiene que terminarla por él.
Moví la cabeza e hice un gran esfuerzo para recobrar la serenidad antes de contestar:
—Roger, no sabe lo que está diciendo. ¡Es algo imposible… ridículo! Yo no soy un estadista. ¡No soy más que un pobre actor! Puedo pintarme el rostro y hacer que la gente ría. No sirvo para otra cosa.
Ante mi propio horror oí como decía estas palabras con la voz de Bonforte.
Roger me miró.
—Creo que hasta ahora lo ha hecho muy bien.
Traté de cambiar el tono de mi voz, traté de ganar el dominio de la situación.
—Roger, está usted confuso por el dolor. Cuando se haya calmado se dará cuenta de lo ridículo de su proposición. Tiene razón; el espectáculo debe continuar. Pero no de esta forma. Lo más acertado… lo único que debemos hacer es que usted mismo se haga cargo de todo. Hemos ganado la elección… tenemos una mayoría; usted puede asumir el cargo y continuar con los planes de Bonforte.
Me miró un rato y movió la cabeza con tristeza.
—Lo haría si fuese posible. Lo admito. Pero yo no puedo hacerlo. Jefe, ¿se acuerda de esas malditas reuniones con las Comisiones Organizadoras? Usted los mantuvo unidos. Toda la coalición se ha mantenido gracias a la fuerza personal y a la dirección de un solo hombre. Si usted no continúa, todo lo que él deseaba, para lo que trabajó… y murió… se caerá a pedazos.
No tenía ningún argumento para contestarle; era posible que tuviera razón… Yo había visto funcionar la maquinaria oculta de la política durante el mes y medio pasado.
—Roger, aunque eso que dice sea verdad, la solución que ofrece es imposible. Hemos conseguido mantener este engaño, sólo permitiendo que yo aparezca en público en condiciones cuidadosamente preparadas… y hemos escapado al fracaso sólo gracias a la suerte. Pero hacerlo semana tras semana, mes tras mes, es posible que año tras año, si es que le he entendido bien… No, no es posible. No puede hacerse. ¡Yo no puedo hacerlo!
—¡Usted puede! —se inclinó hacia mí y dijo con firmeza—: Lo hemos discutido muchas veces y conocemos los peligros tan bien como usted. Empezaremos con dos semanas en el espacio… ¡Un mes si quiere! Podrá estudiar durante todo ese tiempo… sus libros, sus diarios de la niñez, sus álbumes de recortes de diarios, podrá saberlos de memoria. Y todos nosotros le ayudaremos.
No contesté. Roger continuó:
—Mire, Jefe, ya ha aprendido que una personalidad política no está formada por un solo hombre; se compone de un equipo… un equipo unido por un propósito común y un ideal conjunto. Hemos perdido al capitán de nuestro equipo y necesitamos otro. Pero el equipo sigue en pie.
Capek estaba en el balcón; no le había visto levantarse. Me volví hacia él.
—¿Usted está de acuerdo con esto?
—Sí.
—Tiene el deber de hacerlo —continuó Clifton.
Capek dijo lentamente:
—Yo no diría tanto. Tengo la esperanza de que lo hará. Pero ¡maldición!, no podemos convertirnos en su propia conciencia. Yo creo en la libre determinación, aunque esto me parezca frívolo en un médico —se dirigió a Clifton—: Más vale que le dejes solo, Roger. Ahora ya lo sabe. Tiene que llegar a la decisión por sí mismo.
Pero, aunque los dos se marcharon, todavía no me vi solo. Dak salió del ascensor. Para mi eterna gratitud no me llamó “Jefe”.
—¡Hola, Dak!
—¡Hola! —permaneció silencioso por unos instantes, fumando y mirando las estrellas. Luego se volvió hacia mí—. Hijo, los dos hemos pasado juntos por momentos difíciles. Ahora le conozco bien, y estoy a su lado con una pistola, con mi dinero, o con los puños, y nunca le preguntaré por qué. Si quiere retirarse, nunca le acusaré de ello ni dejaré de apreciarle. Ha hecho cuanto ha podido.
—¡Oh, gracias, Dak!
—Un momento más y me marcho. Quiero que recuerde esto: si decide que no puede hacerlo, esa basura que le pudrió el cerebro habrá ganado al fin. A pesar de todo, habrán salido vencedores.
Sin pronunciar una palabra más se marchó del salón.
Sentí que mi mente se rompía a pedazos… Luego empecé a sentir lástima de mí mismo. ¡No era justo! ¡Yo tenía mi propia vida! Estaba en la plenitud de mis facultades, con mis mejores triunfos profesionales aún delante de mí. No era justo esperar que yo me enterrase, quizá para muchos años, en el anónimo de la personalidad de otra persona… mientras el público me olvidaba, los empresarios y los agentes me olvidaban también… probablemente creyendo que estaba muerto.
No era justo. Era pedirle demasiado a un hombre.
Poco después me serené y durante unos minutos no pude pensar en nada. La madre Tierra seguía serena, hermosa e inmutable en el cielo; me pregunté si seguirían las fiestas de la noche de elecciones. Pude ver Marte, Venus y Júpiter, colgados como premios en el Zodíaco. Desde luego, Ganimedes no era visible ni tampoco la lejana colonia de Plutón.
“Mundos de Esperanza”, les había llamado Bonforte.
Pero ahora estaba muerto. Había partido de nuestro lado. Le habían robado la vida en plena madurez. Estaba muerto.
Y ahora querían que yo le hiciese resucitar, que volviera a vivir.
¿Era capaz de hacerlo? ¿Me sería posible elevarme hasta sus nobles ideas? ¿Qué es lo que él quisiera que hiciese? Si estuviese en mi lugar, ¿qué habría hecho Bonforte? Muchas veces durante la campaña me había hecho la misma pregunta. ¿Qué habría hecho Bonforte?
Alguien se movió a mis espaldas; me volví y vi a Penny. La miré y pregunté:
—¿Le han enviado ellos? ¿Ha venido aquí para convencerme?
—No.
No dijo nada más y no pareció esperar que yo contestase. Ninguno de los dos nos miramos. El silencio se hizo interminable. Por fin pregunté:
—Penny, si trato de hacerlo… ¿me ayudarás?
Ella se volvió de repente hacia mí.
—Sí. ¡Oh, sí! ¡Yo te ayudaré!
—Entonces lo probaremos —dije humildemente.
Escribí las páginas anteriores hace más de veinticinco años para tratar de aliviar mi propia confusión. Traté de decir la verdad sin esconder nada porque estas líneas no están destinadas a que las lea nadie excepto yo y mi médico. el doctor Capek. Es extraño, después de un cuarto de siglo, el volver a leer las absurdas y emocionadas palabras de aquel joven. Le recuerdo muy bien, aunque me cuesta convencerme de que yo era él. Mi esposa Penelope dice que ella le recuerda mejor que yo… y que nunca amó a nadie más. Así el tiempo nos cambia a todos.