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Mucho más atrás en el tiempo. Una cálida noche de abril. Un camión azul. Un hombre de suave y espeso cabello rubio, con ojos tan oscuros como el chocolate e igual de seductores, una dulce sonrisa enmarcada por hoyuelos y unas manos fuertes, que le colocó encima de los hombros… Labios que se movían, que pronunciaban palabras tan dolorosas como los golpes de un martillo… «No puedo hacerlo… Lo siento».

El mismo rostro en un rápido montaje de imágenes, en el que volvía a aparecer el rostro de Mary Kelly… Los rostros de todas las mujeres temerosas y maltratadas que había conocido, hasta regresar al primero y más amado, el rostro de su propia madre, tan hermoso, tan joven, tan turbado…

También estaban los rostros de los niños e incluso los de algunos hombres entre las víctimas… Su primo Eric y su preciosa hija Emily en su desesperada huida hacia la seguridad, arrebujados el uno contra el otro para superar el frío invernal de Iowa… ¿Sería posible que aquello hubiera ocurrido las navidades anteriores?

Vio el rostro de Eric en tiempos más felices, junto con el de su hermana Rose Ellen… Los vio como los niños con los que ella había jugado en la granja de la tía Lucy y el tío Mike. También estaban los hijos del tío Rhett, aunque a ellos los veía con menos frecuencia. Eran mucho mayores que ella. Lauren, que adoraba los caballos, tenía once años más y el tímido Ethan, que era médico, siete. Además, vivían tan lejos…

Se vio a sí misma, una nerviosa adolescente, bailando con el tío Rhett, que acababa de ser elegido presidente de Estados Unidos, en medio del brillo y de la excitación del baile inaugural. A Dixie, la primera dama, sonriente y radiante. Se volvió a ver a sí misma de niña, montada en el tractor del tío Mike mientras Eric, que iba sentado al otro lado, se reía a carcajadas.

Se vio aún más pequeña, aterrada y muy emocionada, cuando su padre la llevó a dar una vuelta a la manzana a lomos de su Harley. Después, ella había aprendido a montar en moto y había tenido su Harley durante un tiempo, pero el paseo en moto que recordaba más vivamente era aquél, el primero.

Los rostros de sus padres, sus primeros recuerdos. La casa que tenían en Sioux City. Su dormitorio. Cuadros y más cuadros… Estaciones y colores… Lugares y rostros… Imágenes e imágenes…

En aquellos momentos, nada.

«Ahora estoy ciega. ¿Y si no vuelvo a ver nunca más? ¿Y si es para siempre y lo único que me quedan son los recuerdos?».

Se despertó envuelta en un sudor frío. El corazón le latía a toda velocidad. Muy cerca sonaba el pitido de un monitor. Una mano muy familiar le tocaba la suya y le acariciaba el brazo. El rostro. La voz de su madre resonó como si hablara con una niña muy pequeña.

– Tranquila, tesoro… Tranquila…

– ¿Mamá?

– Los dos estamos aquí, cielo -dijo su padre. Tocó suavemente la mejilla de Caitlyn y ella suspiró. Un momento después, el monitor quedó en silencio.

– ¿Me podéis dar un poco de agua?

Un momento después, sintió que la incorporaban de la cama. Una momentánea sensación de pánico se apoderó de ella. Controló la necesidad de extender la mano, de tratar de mantener alejado la nada que la rodeaba. Notó el tacto suave de la pajita en los labios, por lo que inclinó la cabeza y empezó a beber.

– Gracias -dijo. Se echó hacia atrás y se colocó en una postura más cómoda.

– ¿Cómo te encuentras? ¿Te podemos traer algo? -preguntó la voz de su madre, algo temblorosa. Aquello puso más nerviosa a Caitlyn dado que su madre, como físioterapeuta, estaba acostumbrada a los hospitales y a los enfermos. No se arredraba fácilmente.

– No, estoy bien -respondió, apretándole la mano con fuerza a su madre.

– Cielo, si te encuentras bien -dijo su padre-, hay unas personas aquí a las que les gustaría hablar contigo.

– Ya he hablado con la policía.

– No es la policía, sino… Es el camionero al que tú… Ha…

– ¿Sigue aquí? -preguntó Caitlyn, con voz irritada. No le apetecía tener que aliviar la culpabilidad que él tenía en la conciencia.

– Sí y ha… Ha traído a algunas personas que quiere… Caty -añadió, tras una pequeña pausa-, creo que deberías escuchar lo que tiene que decirte.

Antes de que pudiera responder, se vio distraída por un dolor muy fuerte que sentía en los dedos. Comprendió que era su madre, que se los estaba apretando con demasiada fuerza.

– Mamá… -murmuró.

La presión cesó inmediatamente. Entonces, notó la mejilla de su madre con la suya mientras ella hablaba.

– Creo que debo marcharme. Estaré fuera.

Notó un movimiento y enseguida, notó un vacío a su lado.

– Papá, ¿qué le pasa a mamá?

– Todo esto le ha resultado muy duro -respondió su padre-. Nos lo ha resultado a todos…

– Lo siento, papá… -musitó Caitlyn, entre lágrimas que no pudo contener-. Lo siento…

– Venga… -susurró su padre. El vacío que había al lado de Caitlyn quedó lleno por una calidez y un olor muy familiar.

– No te dije… No podía…

– ¿Decirme qué, tesoro?

– Lo que estaba haciendo. No podía… Sigo sin poder… Es tan importante… ¿Me comprendes? -preguntó, tratando de horadar la oscuridad. Hubiera dado cualquier cosa por poder ver. Cualquier cosa.

– No, no puedo decir que te comprenda -replicó él. Las manos que la habían abrazado la soltaron-. Y tú no ayudas, ¿sabes?

– Lo siento -repitió ella, presa de una terrible tristeza. La mano de su padre le colocó en la mano un puñado de pañuelos de papel-. No puedo correr el riesgo de delatar a los demás. Lo que hacemos es tan importante… La gente a la que ayudamos no tiene a nadie más a quien recurrir. Todo tiene que seguir adelante, aunque yo no pueda…

– Entonces… -dijo su padre. Caitlyn notó que él trataba de comprender- Supongo que es como esa organización llamada Vía Subterránea, de la Guerra Civil, sólo que vosotros ayudáis a las personas a escapar… ¿De qué? ¿De la violencia doméstica? ¿De abusos sexuales?

– De los que abusan de ellos. De los que la ley no puede ni quiere tocar. Algunas veces la ley y la justicia no van de la mano -afirmó-. A pesar de que en algunos casos contamos con el sistema de protección de testigos, no es suficiente para escapar. Algunas veces, la gente tiene que… desaparecer -añadió, con voz sombría.

– Caty lo comprendo. De verdad, pero ¿por qué? -le preguntó su padre. Inmediatamente, volvió a quedar en silencio. Entonces, lanzó una risotada-. Supongo que ya sé la respuesta, pero ¿cómo diablos te metiste en…?

– Por Internet. Durante el primer año de universidad. Yo me sentía sola, presa de la añoranza… Empecé a pensar en lo afortunada que era. Mamá y tú… en el modo en el que os conocísteis… -susurró-. Quería averiguar más, eso es todo. Violencia doméstica, abusadores, acosadores… Todo eso. Así fue como empezó. Lo siento.

– Caty hija, el que lo siente soy yo -musitó su padre, con la voz ahogada por la emoción.

Como no pudo encontrar palabras de consuelo para su progenitor, Caitlyn buscó a tientas su mano y la agarró con fuerza.

Desde el otro lado de la ventana de cristal, C.J. observaba las emociones que se dibujaban en el rostro de Caitlyn. Fue testigo de cómo Wood bajó la cabeza para ocultar la angustia de su rostro a unos ojos que ya no podían verla…

Había estado espiándolos descaradamente. Se le había hecho un nudo en el estómago del que no se podía librar. Sabía que no era responsable de lo ocurrido. Se lo había repetido una y otra vez. Caitlyn había tomado sus decisiones mucho antes de que los dos se conocieran, de que ella decidiera incluirlo en su cruzada sin ni siquiera preguntarle si quería que así fuera. Legalmente no tenía culpa alguna. Seguramente, éticamente tampoco. Lo sabía muy bien y también conocía, que más profundamente, había otra unidad de medida, de la que no sabía el nombre, pero que le decía que cuando hay que ayudar a un ser humano, un hombre no debe pararse a pensar en el coste que ello puede acarrearle a él mismo. Según esta última unidad de medida, había demostrado plenamente sus carencias y le costaba vivir con ese peso.