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Transfirió la sonrisa a la madre y se explicó rápidamente.

– Lo siento, señora. No tenía intención de asustar a la pequeña.

La mujer le dedicó una tensa sonrisa y musitó algo entre dientes, algo que a C.J. le sonó parecido a: «No importa, pero no necesitamos nada».

No parecían personas muy simpáticas. C.J. estaba a punto de proseguir con su camino cuando, por alguna razón, volvió a mirar a la muchacha que tenía el teléfono móvil. Coincidió justo con el momento en el que ella se daba la vuelta y sus miradas se cruzaron. El corazón de C.J. volvió a tensársele en el pecho. La muchacha no era tan joven como había pensado en un principio. Era joven, pero no era una niña. Tenía unos ojos fascinantes. A pesar de la pobre luz artificial del parapeto, habría jurado que eran plateados.

No sabía lo que tenía aquella mujer, pero fuera cual fuera el piropo que había pensado en dedicarle, éste se le olvidó por completo. Le dedicó una cortés sonrisa y susurró:

– Señora… Que tengan buen viaje.

Entonces, se arrebujó en el impermeable y salió del parapeto. A los pocos pasos, empezó a correr.

Cuando estuvo de vuelta en su camión, se olvidó de las dos mujeres y de la niña mientras almacenaba sus provisiones en los lugares habituales y abría la lata de refresco. A continuación, encendió la luz y sacó el montón de libros de Derecho que llevaba siempre en el asiento del pasajero. El examen estaba muy cerca y su futuro dependía del resultado, por lo que cada minuto que pudiera dedicar a estudiar era importante.

El rugido del viento despertó a C.J. «Maldita sea. La tormenta ha vuelto a arreciar», pensó.

Enseguida, comprendió que no se trataba del viento. Eran camiones. La parada de descanso se estaba vaciando rápidamente. En los retrovisores, comprobó lo vacío que estaba el aparcamiento, a excepción de un todoterreno gris que estaba aparcado en la parte de atrás. Alguien más se había quedado dormido.

Se estiró, recogió todas las bolsas de aperitivos y la lata de refrescos y saltó del camión. Iría al aseo por última vez y regresaría inmediatamente a la carretera.

El aire era cálido, como se suponía que debía de ser en primavera. Sin embargo, esa estación no era la favorita de C.J. Como su madre, Betty Starr, él prefería el otoño, la estación de cielos azules y un indefinible toque de melancolía en el ambiente.

Se echó a reír ante tales pensamientos, aunque sabía que su madre no se habría reído. Betty Starr era maestra y había educado a sus hijos, tres chicas y cuatro chicos, para que disfrutaran de la lectura y de los libros tanto como de la caza y de los coches, para que supieran gozar de los aspectos más sutiles de la naturaleza igual que con los rifles o los motores de gasolina. A pesar de todo, dados los círculos en los que C.J. se había pasado la mayor parte de su vida, él tenía por costumbre guardarse para sí sus nociones poéticas.

– Perdóneme, señor…

C.J. estaba sumido en sus pensamientos mientras se sacudía las manos para secárselas tras salir del aseo. Se llevó un buen susto cuando la esbelta figura emergió de detrás de la pared que protegía la entrada y se colocó delante de él. La mujer tenía las dos manos metidas en el bolsillo frontal de la sudadera. Su cuello parecía tan frágil como el tallo de una flor.

– ¡Vaya! -exclamó él. Inmediatamente, esbozó una de sus fulgurantes sonrisas para que ella supiera que no lo había molestado-. Señora, creo que se ha equivocado de puerta. El aseo de señoras está al otro lado.

Habría seguido con su camino, pero la mujer parecía decidida a permanecer donde estaba. Ella no le devolvió la sonrisa.

– Siento molestarlo…

– No es molestia alguna. ¿Qué puedo hacer por usted?

C.J. irradiaba encanto por todos los poros de la piel, lo que no tenía nada que ver con el hecho de que acabara de descubrir que la mujer era mucho más hermosa de lo que había pensado en un principio. Era delicada, con suaves labios y una piel tan fina que parecía iluminarse desde el interior. De todos modos, C.J. se habría mostrado igual de encantador con cualquiera. Él era así.

– Tengo que pedirle un favor… Un favor muy grande.

A C.J. le llamó la atención lo tensa que estaba la mujer, como si fuera un ciervo en el momento antes de salir huyendo hacia las profundidades del bosque.

– Estaré encantado de ayudarla, señora -respondió C.J., aunque estaba empezando a intranquilizarse. Lo último que necesitaba en aquellos momentos eran más retrasos.

– Mi coche no arranca. Creo que podría ser el alternador. Me preguntaba si usted…

– Estaré encantado de echarle un vistazo -respondió él, aliviado de que se tratara de algo que podría solucionarle sin dedicarle demasiado tiempo. Automáticamente, se dirigió al único vehículo que quedaba en el aparcamiento aparte del suyo-. Es ése, ¿verdad? ¿Tiene las llaves? No tardaré ni un minuto…

– No hay razón alguna para que lo mire -afirmó la mujer. No se había movido. Seguía en el lugar en el que C.J. se la había encontrado, con las manos aún metidas en el bolsillo de la sudadera-. Estoy segura de que no va a arrancar. Lo que quería pedirle era si…

– ¿Ha llamado a Auxilio en Carretera? -le preguntó C.J. Se sentía más intranquilo, porque acababa de recordar el teléfono móvil y el aspecto de ansiedad que tenía la mujer pelirroja que la acompañaba la noche anterior. Sin desear hacerlo, también recordó a la niña que las acompañaba.

– No pueden venir. Me han dicho que ha habido muchos accidentes, supongo que por la tormenta. Los accidentes tienen prioridad, por lo que me han dicho que tendría que esperar dos horas. Eso fue hace una.

– En ese caso…

– Acabo de llamar otra vez. Ahora me han dicho que van a tardar otras dos horas. No podemos quedarnos aquí tanto tiempo. No podemos.

C.J. se rascó la cabeza y musitó:

– Bueno, señora, no sé qué decirle…

La verdad era que se encontraba en un callejón sin salida. Estaba seguro de adonde se dirigía aquella conversación y lo que ella estaba a punto de pedirle.

– Si pudiera llevarnos a…

Maldita sea. Ahogó aquella exclamación sacudiendo la cabeza y frotándose la nuca.

– Señora, ojalá pudiera… De verdad. No se me permite tomar pasajeros. Podría perder mi trabajo.

Aquello era más bien una mentira, al menos lo de perder su trabajo. Seguramente su hermano le echaría una buena bronca, pero no lo despediría. Por otro lado, la regla de no recoger pasajeros era algo que todos los camioneros de Blue Starr comprendían y aceptaban, especialmente porque tenía sentido. Era peligroso, especialmente si se trataba de mujeres. Podían complicarle la vida a un camionero de un modo que C.J. ni siquiera se atrevía a pensar.

Sin embargo, como era bueno por naturaleza y no le gustaba defraudar a nadie, miró a la mujer y esbozó otra de sus sonrisas, con hoyuelos y todo.

– A menos que sea cuestión de vida o muerte. Supongo que en ese caso sería diferente.

– Así es.

C.J. entornó los ojos. No dijo nada durante un par de minutos. Aquella mujer lo había pillado desprevenido. Sintió un pequeño cosquilleo en la piel, que lo hizo pensar en el modo en el que a un animal se le eriza la piel cuando se siente amenazado. No era capaz de decir por qué sentía peligro procedente de una mujer tan frágil.

– ¿Está metida en algún lío? -preguntó.

Ella realizó un sonido que a C.J. le habría parecido una carcajada si no hubiera sido porque no parecía que a ella le hiciera la menor gracia.

– Pensé que le había explicado claramente la situación. Mi coche está averiado. Necesito que usted me lleve… que nos lleve a la ciudad más cercana ahora mismo. Inmediatamente. ¿Me comprende?

La urgencia resultaba palpable en la voz de la mujer. La mente de C.J. se desató, tratando de buscar explicaciones que tuvieran sentido.