– En ese caso, seguramente también estabas bromeando en lo de caer enferma de resfriado. ¿Acaso no sabes que los resfriados no se producen por estar mojado sino por los gérmenes?
– ¿De verdad, doctora Brown?
– Así es. Y no seas sarcástico.
– Bueno. No voy a discutir con una mujer que me ha arrojado a un estanque.
– ¡Oh, Dios, C.J! Lo siento tanto… No sé…
– No empieces otra vez con eso. Sólo quiero saber una cosa. ¿Cómo lo hiciste? Es decir, ¿donde aprendió alguien que parece…? -se interrumpió. Las imágenes de princesa de cuento de hadas volvieron a adueñársele del pensamiento-. ¿Dónde aprendiste a moverte así?
– Oh, no tiene ningún mérito. He dado clases de defensa personal. En mi trabajo, es poco más o menos una necesidad, dado que tratamos con personas muy violentas. Y como a mí no me gustan las pistolas…
– Pues me habías engañado -replicó él, recordando cómo lo había apuntado ella precisamente con una.
– Oh, C.J., créeme…
– ¡Pero si me apuntaste con una! ¡Me secuestraste! Me apuntaste con una pistola cargada. ¿Te has parado a pensar cómo se siente una persona cuando la apuntan con una pistola? ¡Te aseguro que hubiera preferido que no me ocurriera algo así!
– Tienes todo el derecho del mundo a estar enfadado conmigo -suspiró ella, mientras caminaban-. Jamás te habría disparado, ¿sabes? Sólo he ido armada en esa ocasión y fue por Vasily porque sabía lo peligroso que era. Ahora, me arrepiento de ello y desearía no haberlo hecho, pero… Lo único que puedo decir es que, en aquel momento, me pareció lo mejor.
– En eso sí que te entiendo -replicó él-. No hago más que repetirme lo mismo cuando pienso en que os entregué a la policía. En su momento, me pareció lo mejor. Parece que los dos nos equivocamos.
Caitlyn no respondió. Siguieron caminando en silencio, ya los dos solos. Como las luces de la casa ya se adivinaban en la distancia, Bubba parecía haber decidido que ya había cumplido con su misión.
Los escalofríos aún convulsionaban el cuerpo de Caitlyn de vez en cuando. Tal vez fuera por la oscuridad, que la convertía en una presencia sin rostro, pero C.J. ya no pensaba en lo hermosa que era, sino en lo humana que resultaba.
En algún momento del camino, ella le había deslizado el brazo alrededor de la cintura y en aquel momento, llevaba los dedos enganchados en las trabillas del pantalón. C.J. pensó en lo agradablemente que encajaba contra su cuerpo y justo en aquel momento, comprendió lo mucho que la deseaba. Fue una sensación tan intensa que le pareció que llevaba haciéndolo mucho tiempo.
¿Cuándo había ocurrido? No podía haber sido en el primer momento en el que la vio, dado que entonces, le había parecido una frágil muchachita. Poco después, había empezado a apuntarlo con una pistola y lo había secuestrado, lo que no era exactamente algo que excitara la libido de un hombre. Sin embargo… la había encontrado muy excitante. De un modo muy extraño, ella lo había fascinado por completo. Recordaba perfectamente el modo en el que había sentido el cuerpo de Caitlyn debajo del suyo cuando le arrebató la pistola, tal esbelto, tan bien musculado… Después de todo, era humano.
A continuación, habían venido las semanas de dudas sobre lo correcto de su decisión de entregarlas, semanas en las que no pudo olvidar su voz ni las miradas de reproche que aquellos ojos mágicos le habían dedicado. Entonces, se había producido el tiroteo y el hospital. No le gustaba pensar en el hospital, sobre todo en las primeras horas, en la que la había visto tumbada sobre una cama, magullada, vendada y ciega. El dolor que había sentido era aún demasiado vívido.
¿Cuándo había ocurrido? ¿Cuando la llevó a su antiguo dormitorio o en la cocina de su madre, cuando ella le tocó el pecho desnudo? Sin embargo, la lujuria que entonces le encendió el pecho ya le había resultado familiar.
Suponía, que en realidad, no importaba cuándo hubiera ocurrido. El hecho era que la deseaba. Deseaba tenerla en su cama, entre sus brazos. Quería sentir su cuerpo desnudo, cálido y tembloroso, enredado con el suyo del modo en el que lo hacen dos cuerpos de amantes. Las fibras de su ser lo habían sabido desde hacía mucho tiempo y en aquel momento, también lo reconoció su cerebro. Lo único que no sabía era lo que iba a hacer al respecto.
Aquella noche, por primera vez desde el tiroteo, Caitlyn soñó con Ari Vasily, o mejor dicho, soñó que la perseguían hombres sin rostro. El sonido de los disparos restallaba a su alrededor y las personas a las que más amaba en el mundo caían a su alrededor en medio de charcos de sangre.
Se despertó empapada en sudor y el corazón latiéndole tan deprisa, que por un momento, se temió que C.J. tuviera razón y que después de todo, hubiera terminado por contraer una terrible gripe como castigo por haberlo tirado al estanque. Su debilidad la asustaba. Acababa de salir del hospital y su habitual buena salud se había visto tan afectada que estuvo a punto de llamar a Jess.
Sin embargo, mientras trataba de reunir el valor suficiente para levantarse de la cama, el pulso se le fue tranquilizando. Respiró profundamente y se concentró en relajar cada parte de su cuerpo, aunque no pudo volver a conciliar el sueño. Cada vez que cerraba los ojos, veía los charcos de sangre… Sangre viscosa y exageradamente roja.
Se levantó de la cama y se envolvió en la colcha. A tientas, se dirigió hacia la mecedora y tras abrir la ventana, se acurrucó sobre ella hasta que oyó cómo los pájaros anunciaban la llegada del alba.
No quería contarle a C.J. lo que había soñado. No se lo diría. Sólo era un sueño y ella no era una niña. No necesitaba que nadie la ayudara a olvidar sus pesadillas. No lo necesitaba a él. Sin embargo, el contacto de sus brazos, caldeándole el húmedo y tembloroso cuerpo como un buen fuego, el tacto de su boca… Aquellos recuerdos eran como una enojosa pieza de música que se le había metido en la cabeza y que por mucho que ella se esforzara por olvidarlos, reaparecían cuando menos lo esperaba.
Era domingo. Regresaban de su paseo el uno junto al otro, pero sin tocarse. Caitlyn se había sentido muy asustada la primera vez que lo hicieron y no había hecho más que extender la mano para tocarle el brazo y encontrar el valor que le faltaba. No obstante, poco a poco había dejado de sentirse como si estuviera a punto de caerse por un precipicio y había aprendido a hacerlo sola. También estaba empezando a caminar con la cabeza levantada, con el sol en el rostro y la brisa en el cabello.
Normalmente, aquello la habría hecho sonreír, pero aquella mañana, se sentía muy tensa. Se decía una y otra vez que no le hablaría del sueño, que no necesitaba que él la reconfortara ni que la abrazara.
Estaban acercándose al patio. Caitlyn lo sabía porque notaba la sombra de los árboles que daban refugio a la casa y porque los perros habían echado a correr, dejándolos solos.
– Quiero recoger algunas flores para llevarlas a la casa -anunció ella, de repente. Dio unos pasos en dirección hacia la cerca cuando notó el contacto del cuerpo de C.J. El corazón le dio un vuelco en el pecho.
«No puedo dejar que me toque. No puedo dejar que vuelva a tocarme… No puedo».
– Espera -murmuró él. Su voz resonó muy cerca del oído de Caitlyn. Sintió que los brazos de él se extendían a lo largo de la cara exterior de los de ella-. Muy bien. Ahora, gira a la izquierda, a las diez en punto. Un par de pasos más…Ya lo tienes. ¿Lo notas?
Caitlyn asintió. Estaba tocando los tallos de las plantas que crecían en el enrejado. Trató de concentrarse y de ver con las manos. Una extraña excitación se apoderó de ella, poniéndole la piel de gallina.
C.J. lanzó un ronco sonido, pero ella lo silenció con una fuerte inclinación de cabeza.
– No, no me lo digas. Déjame a mí…
Tomó una flor y tras medirla con su antebrazo, la cortó. Repitió la operación con un par de flores más. Enseguida, agarró otra más y notó que era una margarita. ¡Sí! La cortó con la mano derecha y la añadió a la colección que tenía en la izquierda. Siguió cortando flores hasta que ya no pudo encontrar más.