– Hijo, tu padre no dejó de ser mi héroe ni un solo día de su vida. ¿Necesitaba yo que me cuidara? Por supuesto que no. Cuando lo conocí, yo era una mujer fuerte e independiente, con un título universitario y un buen trabajo en la docencia. ¿Lo necesitaba? No más que los rayos del sol o el aire para respirar. Tu padre era muy trabajador. Estaba fuera mucho tiempo conduciendo camiones y Dios sabe que menos mal que yo soy una mujer fuerte e independiente porque si no, no sé cómo habría podido criar a siete hijos con él estando fuera la mayor parte del tiempo. Sin embargo, él me amaba a mí y a sus hijos y si me permites que te lo diga, nunca pensó que era demasiado hombre como para preparar una comida, cambiar un pañal o lavar la ropa. Por supuesto, tenía sus defectos. No era perfecto, pero eso jamás me importó. Soy capaz de perdonarle cualquier cosa a un hombre, si cuando me mira, le brillan los ojos.
Con eso, Betty terminó de bajar los escalones y sin mirar atrás, se dirigió al lugar en el que estaban aparcados los coches. C.J. permaneció sentado donde estaba, con los brazos apoyados sobre las rodillas y un ramo de flores ajadas entre las manos, observando cómo se alejaba el coche. Después de un rato, respiró profundamente y se frotó algo que se le estaba deslizando por las mejillas. Se convenció a sí mismo de que era un bichito. Sí, eso era. Tenía que serlo.
«Cobardica», se dijo Caitlyn. La voz que resonaba en el interior de su cabeza lo hacía al mismo ritmo con el que sus pasos avanzaban por el sendero de grava. «Cobardica, cobardica. Tienes miedo de la oscuridad».
No le daba miedo la oscuridad, o al menos, nunca se lo había dado antes, ni siquiera de niña, cuando jugaba con sus primos en el granero de su tía Lucy en oscuras noches sin luna. «Esto no es diferente», se dijo. «No debería serlo, aunque sea de día y sienta el calor del sol en la cara. No debería serlo, pero lo es».
En aquella oscuridad no había niños escondidos y dispuestos a saltar sobre ella para asustarla, sino hombres despiadados y armados que no habían dudado en disparar sobre una mujer inocente. En aquella oscuridad, no había ventanas iluminadas que la ayudaran a regresar a casa. En aquella oscuridad estaba completamente sola.
«No tienes que estarlo».
La voz que le había susurrado aquellas palabras era sugerente, insidiosa. La apartó sin piedad. No podía permitirse pensar de aquel modo ni siquiera por un instante.
Se preguntó si habría soñado la noche anterior con Vasily por alguna razón en concreto. Porque C.J. la hubiera besado, porque le hubiera gustado tanto estar entre sus brazos, porque resultara tan tentador ceder y dejar que otra persona cuidara de ella, que se ocupara de Vasily. Sin embargo, no podía hacerlo. Aquélla era su batalla, su guerra y no quería que otra persona pudiera resultar herida por pelear en su nombre. Podía aprender a vivir con su ceguera, pero no con aquello.
Una vez más, volvió a ver los rostros pálidos de los que amaba yaciendo en charcos de roja sangre, ojos muertos mirando hacia el cielo. Sus padres, la tía Lucy el tío Mike… La sorprendió darse cuenta de que uno de los rostros era el de C.J. ¿En qué había estado pensando al huir de él de aquella manera?
«Querías que viniera detrás de ti», le dijo la voz traidora que le hablaba desde dentro de la cabeza. «Esperabas que lo hiciera».
De repente, empezó a pensar que no debería estar allí sola. Se sentía tan indefensa como uno de los patitos de una galería de tiro. ¿Y si los hombres de Vasily estaban allí en aquellos momentos? ¿Y si la habían estado observando y sólo estaban esperando su oportunidad para atraparla?
Si la mataban, Jake no tendría a nadie a quien utilizar como cebo para atrapar a Vasily. Él se saldría con la suya. No pagaría por haber matado a Mary Kelly.
«No debería estar aquí. Tengo que regresar».
¿Regresar adonde? Hacía mucho tiempo que había perdido la cuenta de los pasos. En aquel momento, se dio cuenta de que ya no estaba caminando por el sendero de grava, sino sobre esponjosas hojas caídas. Estaba en el bosque. Nunca había tratado de orientarse en el bosque. Era demasiado grande, demasiado confuso. Todos los troncos de los árboles eran muy similares.
El miedo se apoderó de ella de repente. Un sudor frío le cubrió la piel y le provocó un escalofrío. El vello se le erizó en los brazos y en la nuca. El corazón le resonaba tan fuertemente en los oídos que tardó unos instantes en darse cuenta de que los gemidos que escuchaba eran suyos.
Oyó un leve susurro entre las ramas de los árboles y sintió cerca de ella un golpe seco. Sin poder contenerse, salió huyendo, tropezándose entre las raíces de los árboles y protegiéndose el rostro con los brazos. Una rama se le enganchó en la ropa y le rasgó la piel. Caitlyn se enfrentó a ella como si fuera un animal salvaje que la estuviera atacando con inteligencia e intencionalidad. Tratando de zafarse, se dio la vuelta, pero sólo consiguió sentirse más confusa y aterrorizada. Más perdida. Aquello era mucho peor que estar perdida en la oscuridad. Estaba inmersa en un vacío en el que sólo habitaban los miedos producidos por su propia imaginación.
Estuvo vagando por los bosques durante mucho tiempo, no supo cuánto. Probablemente sólo fueron unos minutos, tal vez incluso segundos, pero a ella le parecieron horas. Todo terminó de repente cuando el pie se le metió en un agujero y el dolor se apoderó de ella. Entonces, empezó a rodar por una pendiente hasta que se detuvo en seco.
Permaneció unos minutos tumbada donde había caído. Se sentía en paz. El miedo, las pesadillas, parecían haberse evaporado tan rápidamente como se habían apoderado de ella. Se cubrió el rostro con las manos y empezó a reír en silencio, en parte de alivio, pero principalmente, de vergüenza y pena. El pánico se había apoderado de ella por completo. No le había ocurrido en toda su vida. Se sentía como una estúpida.
Escuchó atentamente y pudo oír el tintineo musical del agua corriendo. Extendió una mano y notó cómo el frío líquido se le deslizaba entre los dedos. En aquel momento, se dio cuenta de que tenía los vaqueros empapados. Estaba en el arroyo.
«Al menos ya sé donde estoy». Había estado allí con C.J. en varias ocasiones. Creía poder encontrar el camino de vuelta al sendero desde allí.
No obstante, cuando trató de ponerse de pie, el dolor del que se había olvidado volvió a adueñársele de la pierna. Lanzó un gemido. La cabeza empezó a darle vueltas y tuvo que sentarse con más rapidez de la que se había levantado. Entonces, recordó que había metido el pie en un agujero. No le parecía que se lo hubiera roto. Probablemente sería sólo un esguince. Si era capaz de levantarse, tal vez podría ir avanzando poco a poco a pata coja.
De repente, comprendió la realidad de su sitúación. Se reclinó sobre el suelo y una vez más, levantó las manos para taparse el rostro. ¡Odiaba tanto sentirse indefensa! Sin embargo, no podía cambiar el hecho de que así era. Le gustara o no, iba a tener que permanecer allí sentada hasta que alguien fuera a rescatarla.
– Muy bien, Bubba, muchacho -dijo C.J., tras acariciar el cuello del perro-, vamos a encontrarla. ¿Dónde está Caitlyn? Vamos, grandullón. Vamos a encontrarla. Encuentra a Caitlyn.
Lo sorprendió escuchar lo tranquila que había sonado su voz, porque en su interior se sentía muy preocupado. Mucho más que eso. Estaba muerto de miedo. Jake le había asegurado que Vasily no tenía ni idea de dónde se encontraba Caitlyn y no había notado la presencia de ningún desconocido acechando la casa, pero ninguno de los dos pensamientos logró tranquilizarlo. Tenía la sensación de que no volvería a descansar hasta que Ari Vasily estuviera muerto o entre rejas.
Bubba le dio un lametazo en la muñeca y echó a correr hacia el bosque. C.J. suspiró y echó a correr detrás del perro. Cuando llegó al bosque, perdió de vista al animal, aunque oía cómo rebuscaba entre las hojas a pocos metros de él.