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– Espere un momento… ¿Cómo…? ¿No estará alguien…?

Ella no esperó a que C.J. terminara la frase. Cerró los ojos, lanzó un suspiro y se sacó las manos de los bolsillos de la sudadera.

– ¿Herido o algo así?

Inmediatamente, levantó las manos casi sin que su cerebro le diera la orden para hacerlo. Era la respuesta natural al hecho de verse apuntado por una pistola.

– Maldita sea…

– Lo siento -dijo ella, con la misma voz tranquila y pausada-. No tengo tiempo de darle explicaciones. He dicho que nos tenemos que marchar de aquí inmediatamente. Esto -añadió, indicando la pistola que tenía entre las manos-es para que comprenda que hablo en serio. Le dispararé si…

Se interrumpió con una exclamación de exasperación

– ¡Por el amor de Dios! -añadió-. ¿Quiere hacer el favor de bajar las manos? Está ridículo con ellas así en el aire.

C.J. lanzó un bufido. Estaba muy enojado.

– Sí, bueno, me pareció lo más adecuado teniendo en cuenta que me están apuntando con una pistola. Siento haberle parecido estúpido, pero no sabía cómo reaccionar -dijo. Empezó a bajar las manos, aunque muy lentamente. Se sentía cada vez más enfadado-. Nunca habían amenazado con matarme.

– Yo no he amenazado con matarlo -replicó ella-. Sólo dije que le dispararía y me refería a hacerlo en un lugar que no resultara mortal, por supuesto. Tal vez una pierna o un pie, aunque en todo caso, estoy segura de que no le gustará. Tengo bastante buena puntería, pero siempre existe la posibilidad de que usted se mueva y me haga acertar en algún lugar importante, como una arteria o algo así. Por eso, le sugiero que no empiece a sopesar sus posibilidades. Además, le agradecería mucho que se guardara la ironía. Le aseguro que no hago algo así todos los días.

– Pues quien lo hubiera dicho -musitó C.J.-, porque se le da bastante bien.

– Mire, ya le he dicho que lo siento. No tengo tiempo de estar aquí discutiendo con usted ni de justificarme -repuso ella. Giró la cabeza lo suficiente como para poder llamar a las demás por encima del hombro sin quitarle a él la vista de encima-. Mary Kelly puedes salir. Nos va a llevar.

Después de un instante, C.J. vio salir a la mujer pelirroja de detrás del muro que protegía la entrada del aseo de señoras. Iba acompañada de la niña, que parecía muy asustada.

– Ahora, dése la vuelta y comience a andar hacia el camión -le ordenó de nuevo la rubia. Al mirarla, C.J. vio que las manos habían vuelto a desaparecer en el interior del bolsillo de la sudadera-. No quiero asustar a Emma y espero no tener que hacerlo -añadió-. Sigo teniendo la pistola y lo estoy apuntando. Ahora, muévase.

¿Qué podía hacer? ¿Algo valiente y heroico? No. Hizo lo que habría hecho cualquiera con un poco de sentido común. Se dio la vuelta y empezó a caminar. Estaba algo asustado, pero más que nada, se sentía muy enfadado.

A sus espaldas, podía escuchar el ruido de los pasos sobre el asfalto y el murmullo de la conversación que estaban teniendo las mujeres. No se volvió para mirar, pero seguía viendo a la niña abrazada a las piernas de su madre, con una mirada aterrada en los ojos. Aquello era lo que más lo enojaba.

Cuando llegó al lado del camión, se metió una mano en el bolsillo para sacarse las llaves, realizando todos los movimientos con gestos muy exagerados para que todas vieran lo que estaba haciendo. Abrió la puerta del pasajero y con cierta ironía, invitó a subir a sus «pasajeras».

Se sintió malo e infantil cuando la mujer pelirroja lo miró mientras ayudaba a la niña a subir al camión y murmuró:

– Se lo agradecemos mucho, señor. Gracias.

Tenía un marcado acento del sur, no de Georgia sino de algún lugar más hacia el oeste, como Arkansas o tal vez Oklahoma.

– Meteos en el compartimiento para dormir y cerrad la cortina -les dijo la rubia, como si el camión fuera suyo. Cuando C.J. le indicó que subiera, ella le dedicó una tensa sonrisa-. Después de usted.

A C.J. no le quedó más remedio que entrar en su propio camión por el asiento del pasajero. Atravesó la cabina y de camino, tiró al suelo los libros de Derecho. Una pistola. ¡Lo tenía apuntado con una pistola! Lo que le hubiera gustado hacer habría sido arrebatarle de un golpe el arma. Consideró intentarlo. Tendría su momento, tal vez cuando ella se estuviera subiendo a la cabina y tuviera las manos ocupadas en otros menesteres.

¡Dios Bendito! Lo estaba secuestrando una mujer que tenía el aspecto de haber salido de un cuento de hadas.

No podía atacarla. De eso estaba seguro. Jamás había pegado a una mujer y no iba a empezar en aquel momento, ni siquiera porque lo hubiera secuestrado. Además, estaba la niña. ¿Y si la pequeña resultaba herida en la refriega?

C.J. decidió refrenar su ira y se acomodó en el asiento del conductor. La secuestradora se subió con ligereza a la cabina, eso sí, sin sacarse una mano del bolsillo de la sudadera. Sólo dejó de mirarlo en una ocasión, cuando cerró la puerta y miró al exterior por el espejo retrovisor.

Entonces, lanzó un grito de alarma y en vez de acomodarse en el asiento, se agachó en el espacio que quedaba delante.

– Arranque -susurró-. ¡Ahora!

C.J. estuvo a punto de recordarle que no se podía arrancar con rapidez un camión tan pesado como aquél, pero en vez de hacerlo, se puso a mirar por los retrovisores para ver qué era lo que la había asustado tanto. Lo único que vio fue un sedán gris con cristales ahumados que avanzaba lentamente por el aparcamiento. El sedán aparcó al lado del único coche que quedaba aparcado allí. Salieron dos hombres por el asiento del conductor.

– ¿Las están buscando? -preguntó, sin dejar de mirar por el retrovisor.

– ¿Nos podemos marchar ya, por favor? -replicó ella. Por una vez, no fue una orden.

C.J. la miró y vio que estaba muy pálida. Sin decir una palabra más, arrancó el camión y lo hizo salir lentamente del aparcamiento. El corazón le latía alocadamente. Empezó a bajar la rampa que conducía hacia la autopista y entonces, cuando había alcanzado ya una cierta velocidad, vio a través de los retrovisores que el sedán gris se acercaba a toda velocidad. El corazón empezó a latirle aún más rápidamente, si aquello era posible. Entonces, vio que el sedán se colocaba en el carril izquierdo y lo adelantaba con rapidez. C.J. se imaginó que tendría que ir al menos a ciento sesenta kilómetros por hora.

Esperó hasta que el sedán hubo desaparecido para dirigirse a la secuestradora.

– Si quiere, ya puede salir -dijo, con voz tranquila-. Se han marchado.

Ella dudó, pero empezó a incorporarse muy lentamente girando la cabeza, como si se tratara de un periscopio para examinar la carretera. A continuación, se sentó con una exclamación que fue casi un suspiro de alivio. Después de mirar a C.J. para asegurarse de que él sabía que aún lo estaba apuntando con la pistola, se puso a abrocharse el cinturón de seguridad.

– Estos tipos las están buscando -dijo él. Aquella vez no era una pregunta-. ¿Por qué diablos…?

Ella hizo que se detuviera con un gesto de advertencia que realizó con la cabeza. Entonces, señaló el compartimiento que tenían a sus espaldas.

C.J. se sentía furioso, por lo que encendió la radio y conectó los altavoces del compartimiento, para que así pudieran hablar sin ser escuchados.

– Si están metidas en algún lío, me lo podrían haber dicho -protestó-. No tenía que apuntarme con una pistola.

– Creía que ya se lo había dejado todo muy claro.

– ¡Me refiero a lo que está ocurriendo aparte de la avería del coche, por el amor de Dios!

Como ella no respondía, C.J. la miró y vio que ella estaba observando la carretera. Tenía los labios muy tensos.

– No tuve tiempo de explicar nada. ¿Cómo iba a saber lo que haría usted? Sabía que ellos no tardarían en alcanzarnos.

– ¿Ellos? ¿Por qué quieren alcanzarlas? -preguntó.

– No son policías, si es eso lo que está pensando.