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– Eh, Bubba, ¿adonde vas, muchacho? -dijo-. ¡Caitlyn! -añadió, con una cierta sensación de rubor-. ¿Estás ahí?

Ella no respondió, pero en medio de aquel completo silencio, escuchó cómo Bubba gimoteaba cerca del arroyo. Se dirigió hacia aquella misma dirección, diciéndose que el corazón le latía con tanta fuerza por el hecho de haber estado corriendo, aunque sabía que no era así.

De repente la vio, principalmente porque el rabo de Bubba marcaba su localización como si fuera una bengala. Estaba allí, al lado del arroyo, con una pierna debajo de ella y la otra en el agua. Hacía mucho tiempo que había dejado de pensar en ella en relación con los cuentos de hadas, pero en aquel momento, no pudo evitarlo. Ella lo hacía pensar en cosas que ni siquiera era consciente de que sabía, como ninfas, elfos y espíritus de la naturaleza, que según las leyendas, habían poblado la Tierra mucho antes que el hombre.

– Hola -dijo ella, haciendo que la visión se desvaneciera.

Cuando C.J. vio los arañazos que le cubrían el rostro, la ira que sintió hacia ella por su locura se desvaneció como el polen en el viento. Tras lanzar un gruñido de alivio, se sentó justo por encima de donde ella estaba. Lo sorprendió descubrir que no podía confiar en sus piernas.

Bubba le dio un último lametazo al rostro de Caitlyn antes de lanzarse al arroyo para ver si podía encontrar allí algo interesante. La mano de Caitlyn trató de retener al animal y entonces, un gesto de incertidumbre le cubrió el rostro.

– ¿C.J.? -susurró, con la voz teñida de miedo-. Eres tú, ¿verdad?

– Sí -respondió él, con cierta amargura-. Por suerte para ti, soy yo. ¿Cómo diablos has bajado hasta aquí?

– Me caí. Debió de ser un verdadero espectáculo. Es una pena que te lo perdieras…

Sin pensar en lo que estaba a punto de hacer, C.J. se acercó al arroyo y tras introducir los dedos en el agua, le limpió a Caitlyn la mejilla muy suavemente. Ella tembló un poco al sentir el pulgar de él extendiéndole agua fresca por la mejilla como si fuera un bálsamo.

– Te has herido -dijo él.

– Oh… Sí, creo que sí -replicó Caitlyn. Se tocó la mejilla y apartó al mismo tiempo la mano de él. Su voz sonaba ronca y sin aliento-. Creo que también me he torcido un tobillo. Metí el pie en un agujero… Por eso me caí. No creo que tenga importancia alguna, pero no puedo apoyarme sobre él. Traté de subir a gatas por la ladera porque pensé que podría llegar a casa si…

– Caitlyn… ¿Qué voy a hacer contigo?

– Bueno, estaba esperando que me llevaras a casa.

– No me digas que vas a dejar que te ayude… -dijo él, sin una pizca de humor en la voz.

– Creo que no me queda elección, ¿no te parece?

C.J. lanzó un suspiro de exasperación y agarró la pierna que Caitlyn tenía extendida.

– ¿Es este el tobillo que te has lastimado? -preguntó.

Ella asintió y en silencio, se preparó para lo que estaba a punto de producirse. No emitió sonido alguno cuando él se colocó el tobillo en el regazo y muy suavemente, le apartó la tela húmeda. A continuación, le quitó el zapato y el calcetín y le tomó el pie desnudo entre las manos.

Al hacerlo, a C.J. le extrañó que nunca se hubiera dado cuenta de lo vulnerables y tiernos que eran los pies de una mujer. De hecho, no recordaba haberse fijado nunca en los pies femeninos. El pie de Caitlyn estaba fresco y era tan suave como el de un bebé. Era una sensación increíblemente íntima y debía de ser aquella intimidad lo que la hacía parecer tan erótica.

– Sí, te lo has torcido -dijo él, con voz ahogada, mientras se quitaba el pie del regazo y lo colocaba sobre una piedra cubierta de musgo-. No es nada grave. Seguramente el agua fresca del arroyo ha evitado que se te hinchara demasiado. Dime una cosa -añadió, tras meter el calcetín en el zapato. A continuación, se sentó a su lado-. ¿Por qué lo odias tanto? Me refiero a lo de pedir ayuda. Diablos, ni siquiera pedirla, sino simplemente aceptarla cuando se te ofrece.

– No lo sé -dijo ella. Había girado el rostro para que no estuviera frente al de él-. Supongo que simplemente es mi modo de ser.

– Ésa no me parece respuesta -replicó él, tratando de contener la exasperación-. Lo que te estaba pidiendo en realidad es que me dijeras cuál es tu modo de ser.

La contempló en silencio y se sintió derrotado. Entonces, mientras le observaba el cuello, notó que ella tenía el vello de punta. Aquello resultó una verdadera revelación para él. «Tiene miedo. Mucho más de lo que tengo yo», pensó.

Le colocó la mano en la espalda, entre los omóplatos y empezó a moverla con un relajante ritmo. Caitlyn guardó silencio, pero después de un momento, bajó la cabeza. C.J. cerró los ojos lleno de gratitud porque ella hubiera aceptado aquel pequeño gesto y empezó a subir la mano suavemente hasta el cuello de la sudadera y más allá. Bajo las puntas mojadas de su cabello, tenía la piel suave y fresca. Él pensó lo frágil y delicado que era aquel cuello entre sus dedos. El deseo se despertó dentro de él.

– ¿Qué te parece?

– El Paraíso.

C.J. sintió una minúscula sensación de triunfo. Le colocó la otra mano en el hombro y se incorporó ligeramente. A continuación, comenzó a darle un suave masaje sobre las clavículas, justo donde la tensión más le atenazaba los músculos. Notó el suave aroma a fresas que le emanaba del cabello y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no enterrar el rostro en él.

Caitlyn dijo algo que él no pudo oír, por lo que se inclinó un poco más sobre ella.

– ¿Cómo dices?

– He dicho que las sensaciones son increíbles -murmuró-. Nunca me había dado cuenta de… Creo que nadie me ha dado un masaje así antes.

– ¿De verdad? -replicó él, sin poder reprimir una sonrisa-. Me alegro de ser el primero.

Caitlyn también se echó a reír. Entonces, se produjo un silencio casi imposible, mientras la mente de C.J. empezaba a viajar por senderos remotos.

«Ojalá… Ojalá, hubieras sido tú el primero», pensó Caitlyn.

Su primero no había sido una elección muy acertada. De hecho, ni siquiera había sido su elección. Todo había ocurrido después del baile de graduación del instituto, en el asiento trasero del coche de sus padres. Él había bebido demasiado y ella… Bueno, tal vez ella no había bebido lo suficiente. Recordó que se había sentido asustada y abrumada, demasiado consciente de que él era dos veces mayor que ella y de que no había esperanza de que pudiera impedirle hacer lo que tan decidido estaba a realizar. Recordó haberle suplicado, aunque tal vez sólo lo había hecho en su cabeza. En cualquier caso, él ni había oído ni escuchado. Caitlyn recordaba el dolor y lo que era peor aún, la indefensión y la humillación.

No se lo había contado nunca a sus padres a pesar de que ellos siempre se habían preguntado por qué no había querido volver a salir con aquel chico. Él no había dejado de insistir nunca hasta que llegó el día en el que ella se marchó a la universidad. Sin embargo, desde aquella noche no había podido volver a mirarlo a la cara sin sentir repulsión y había tenido mucho cuidado de no volver a quedarse a solas con él.

Los que siguieron a continuación tampoco habían sido mucho mejores, aunque al menos ella sí los había elegido. No obstante, siempre se había asegurado de mantener sus emociones bajo un estricto control. Con aquello se había contentado y se había sentido siempre satisfecha… hasta aquel momento.

«Ojalá…». Colocó las manos encima de las de C.J. y detuvo su seductor movimiento.

– Creo que ésa es precisamente la razón por la que odio necesitar ayuda.

– ¿Cuál? -preguntó él. Su aliento le revolvió ligeramente el cabello de encima de la oreja, lo que provocó que se echara a temblar y que los pezones se le pusieran erectos.