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– Ya veo que en esto también has estado ciega. Todos nos dimos cuenta desde el primer día. Desde el momento en el que insistió en subir contigo las escaleras a lo Rhett Butler.

– ¿A lo Rhett Butler? -susurró Caitlyn, aún sin poder creérselo-. Yo creía que simplemente se sentía culpable… Que creía que yo era su responsabilidad por lo que ocurrió.

– Tal vez, pero créeme. Conozco a mi hermano pequeño y si cree que tú eres su responsabilidad, no es porque se sienta culpable, sino porque en lo que a él se refiere, tú eres suya y no está dispuesto a consentir que te ocurra nada. Al menos, si él puede evitarlo.

Caitlyn se cubrió los ojos con las manos, pero ya no pudo detener lo que estaba ocurriendo. Para su desolación, había empezado a llorar.

– ¡Oh, Dios! -susurró. Sorbió por la nariz y se limpió las mejillas con las manos. A continuación, se aclaró la garganta y se levantó de la mesa-. Jess, ¿qué hora es? ¿Crees que él estará en su casa? -añadió, sin esperar a que Jess respondiera a su pregunta.

– Cuando pasé por delante, sí que estaba. Su furgoneta estaba aparcada frente a la puerta y las luces de la casa encendidas. ¿Por qué? -quiso saber Jess. Ella también se había levantado-. ¿Quieres que vaya a llamarlo?

– No. Tengo que decirle algo, pero no puede ser por teléfono. Tengo que ir a verlo antes de…

«Antes de marcharme. Si algo sale mal, si Vasily me mata, jamás tendré oportunidad de decírselo. Nunca lo sabrá. Yo nunca lo sabré…».

No había hablado en voz alta, pero Jess pareció comprender. Tocó suavemente el brazo de Caitlyn y le dijo:

– ¿Quieres que te lleve?

– Oh… ¿Te importaría? Te lo agradecería mucho.

– Claro. Deja que encuentre mis llaves -dijo Jess. Caitlyn escuchó cómo rebuscaba en el bolso-. Ya las tengo. ¿Estás lista? -añadió. Caitlyn asintió inmediatamente-. ¿Estás segura de que no necesitas una cazadora?

Caitlyn negó con la cabeza y las dos juntas bajaron los escalones del porche. No era el frío lo que la hacía temblar.

La breve distancia que separaba la casa de C.J. de la de su madre pareció ser eterna, pero a la vez, resultó ser demasiado corta. No dejaba de pensar en las razones por las que no debería hacer lo que estaba haciendo. «¿Y si no está en casa? ¿Y si ya es demasiado tarde?¿Y si Jess se equivoca? ¿Y si me estoy poniendo en ridículo?».

No lo comprendía. Jamás se había sentido tan insegura ni tan asustada. Ella, que se había enfrentado a hombres que habían maltratado a sus esposas, que habían abusado de sus hijos, que eran mucho más corpulentos que ella y que en ocasiones, estaban armados… ¿Cómo podía temer a un hombre que sólo albergaba bondad en su corazón? «Tal vez porque nunca antes ha habido tanto en juego, porque tienes miedo de tener esperanzas…».

– Parece que está en casa -dijo Jess-. Su furgoneta está allí -añadió, mientras se detenía frente a la casa-. ¿Quieres que te acompañe? ¿Necesitas ayuda para encontrar la puerta?

Caitlyn negó con la cabeza. Podía distinguir la puerta y los escalones contra la vivienda.

– Mientras no se apaguen las luces antes de que llegue, estaré bien -respondió, tratando de bromear-. ¿Hay algún obstáculo en la hierba que yo no sea capaz de distinguir?

– Nada. El camino está despejado. A pesar de todo, esperaré hasta que estés dentro para estar segura.

Caitlyn asintió y salió del coche. Mientras avanzaba hacia la casa, el corazón le latía con fuerza contra el pecho. Con mucho cuidado, empezó a subir los escalones de la casa y atravesó el pequeño porche. Como no pudo encontrar el timbre, llamó suavemente a la puerta. ¿La habría oído C.J.?

Notó que se le hacía un nudo en la garganta cuando oyó que se abría la puerta. Apareció un rectángulo de luz y en él, una sombra que le resultaba muy familiar. En aquel momento, se escuchó el sonido del motor del coche de Jess alejándose en la distancia.

– ¡Caitlyn, oh Dios mío…!

Debía de estar volviéndose loco. Era imposible que Caitlyn estuviera allí, frente a su puerta, como respuesta a un sueño adolescente. Como no sabía qué era lo que la había llevado a su puerta, contuvo el impulso de tomarla entre sus brazos.

– Estaba… Sólo estaba haciendo unas tortitas. Entra, por favor. ¿Cómo has llegado aquí? ¿Era esa Jess? ¿Por qué no ha…? -preguntó, mientras la tomaba por el brazo y la hacía entrar-. Me estaba preparando unas tortitas de queso fundido. Las hago bastante bien. ¿Te apetece una?

– Gracias -contestó ella-. Me apetece mucho. Tienes una casa muy bonita -añadió, mientras él la guiaba hacia la cocina.

– ¿Cómo lo sabes? -quiso saber C.J., lleno de curiosidad.

– Tienes papel pintado -comentó ella, tocando suavemente las paredes-. Y suelos de madera.

– Sí… Supongo que es bonita, pero no es mía. Sólo la estoy alquilando. Como los dueños son conocidos de mis padres y además, ella es prima lejana de mi madre, me la dejaron a muy buen precio. No tiene sentido comprar una casa, al menos hasta que pase mis exámenes y decida dónde voy a instalarme, ¿no te parece?

– ¿Dónde te gustaría instalarte? ¿En Atlanta?

– No, si puedo evitarlo -comentó él, con una carcajada. Como ya habían llegado a la cocina, la condujo hacia la mesa y sacó una silla. Caitlyn tomó asiento y él regresó al fogón-. No. Las personas que viven en ciudades más pequeñas también necesitan abogados.

– Entonces, ¿es eso lo que te gustaría hacer? ¿Vivir en una ciudad pequeña?

– Vivir, ejercer el Derecho, fundar una familia… No espero hacerme rico, de eso estoy seguro -le aseguró, mientras echaba un poco de mantequilla en la sartén-. Supongo que lo que quiero ser es el equivalente en la abogacía del médico de familia de una ciudad pequeña. ¿Sabes lo que quiero decir?

Esperó durante un tiempo interminable a que ella respondiera y cuando no lo hizo, se golpeó las manos, se las frotó y con el corazón algo abatido, siguió hablando.

– Ya está. Van teniendo muy buena pinta. ¿Qué te parece un poco de sopa para acompañar a las tortitas? -sugirió, mientras abría uno de los armarios-. Veamos, tengo…

– Tomate -dijo Caitlyn-. La sopa de tomate va muy bien con las tortitas de queso.

– Pues de tomate será.

Sacó una lata y la abrió, para luego echar el contenido en una cacerola. Había repetido mil veces aquellos gestos, pero sin embargo aquella noche, tenía que pensárselo antes de hacerlo. Le resultaba imposible concentrarse. No hacía más que preguntarse qué sería lo que Caitlyn estaría haciendo allí. Estuvo a punto de preguntárselo en más de una ocasión, pero cada vez, se mordía las palabras, pensando que sonaban demasiado bruscas e incluso groseras. Tal vez incluso no tenía prisa alguna por escuchar la respuesta porque se temía que no fuera la que él deseaba.

¿Qué era lo que quería? En realidad, nada diferente a lo que desearía cualquier otro hombre. Conseguir que la mujer de la que estaba enamorado lo amara también a él. Nada fuera de lo corriente. Entonces, ¿por qué se sentía como si estuviera pidiendo la luna?

– Mi madre solía prepararme esto para comer cuando era pequeña -dijo Caitlyn, mientras se tomaba la sopa-. Cuando regresaba a casa del colegio en días fríos de invierno y tenía la nariz tan fría que casi no podía sentirla, mi madre me preparaba tortitas de queso y sopa de tomate… Siempre consigue que me lloren los ojos y que me gotee la nariz.

Se limpió la nariz con la servilleta que tenía en el regazo y tras dejarla encima de la mesa, la miró sin saber qué hacer. Los ojos aún le estaban llorando.

– ¿Caitlyn? -preguntó C.J., sin comprender.

– Lo siento -susurró ella-. Lo siento mucho. Sé que tienes que estar preguntándote por qué me he presentado aquí de esta manera. Eres… eres demasiado educado como para preguntar.