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No era así. De hecho, a C.J. ni siquiera se le había pasado por la cabeza. Aquellos tipos le habían parecido más bien unos matones. Estuvo en silencio unos minutos y entonces, en el tono más amable que pudo encontrar, le dijo:

– Muy bien. ¿Quiere decirme en qué clase de lío están metidas? Tal vez pueda ayudarlas.

Ella lanzó una carcajada, aunque sin ninguna clase de buen humor en el gesto.

– Nos está ayudando del único modo en el que puede hacerlo. Cuanto menos sepa, mejor será para usted, créame.

Cuando terminó de hablar, giró la cabeza hacia la ventanilla. De soslayo, C.J. comprobó que todavía tenía la mano metida en el bolsillo de la sudadera. Aún lo estaba apuntando con la pistola.

Capítulo 2

– ¿Tiene hambre?

La secuestradora se sobresaltó, como si se hubiera olvidado, al menos durante unos minutos, de que C.J. estaba allí. Lo miró, pero no contestó.

– Tengo toda clase de aperitivos y cosas así -añadió él, pensando más que nada en la niña-. Si alguien tiene hambre, sólo tiene que decirlo.

Aquellos ojos plateados lo observaron durante un instante. Entonces, ella respondió muy suavemente.

– Gracias -dijo. Se desabrochó el cinturón de seguridad para poder darse la vuelta y asomarse por la cortinilla del compartimento trasero-. Están dormidas -añadió, con un cierto alivio en la voz-. Gracias a Dios. Estaban agotadas.

«¿Y usted?», pensó. Se le estaba empezando a formar una idea en la cabeza. Ya en voz alta, preguntó:

– ¿Cuánto tiempo llevan en la carretera?

– Desde ayer -respondió ella.

¿Serían imaginaciones suyas o era verdad que la mujer parecía un poco cansada? Se imaginó que si ella había estado conduciendo todo aquel tiempo, debería ser su secuestradora la que estuviera más cansada. Así lo esperaba.

– ¿De dónde vienen? -insistió.

– De Miami.

C.J. lanzó un silbido y asintió. Estaba empezando a tener una ligera idea de lo que podría ser todo aquello.

– ¿Se le ha ocurrido ir a la policía?

– No es una opción -respondió ella-. Mire, aunque no se lo crea, sé lo que estoy haciendo -añadió, con impaciencia-. Usted limítese a conducir y no me haga más preguntas. Por favor.

Reclinó la cabeza sobre el asiento, aunque no cerró los ojos. A través de la tela de la sudadera se adivinaba la forma de la pistola, que ella aún tenía fuertemente agarrada.

C.J. se concentró en la carretera y mantuvo la boca cerrada. Sin embargo, estaba empezando a enfadarse de nuevo. En primer lugar, no le gustaba que le dieran órdenes y mucho menos que se las diera alguien que lo estaba apuntando con una pistola. A eso, había que añadirle el hecho de que la persona que le daba las órdenes era una mujer y muy guapa por cierto… Lo sorprendió mucho que aquel detalle en particular lo molestara tanto, pero así era. No podía dejar de pensar que el hecho de haber permitido que le ocurriera algo así daba una mala imagen de su valor e incluso de su masculinidad.

Al resentimiento había que añadir una cierta sensación de culpa, sobre todo cuando pensaba en la niña. Maldita sea. La mujer tenía razón. Tenía que haberse dado cuenta de que tenían problemas desde el primer momento en el que las vio. De hecho, si se paraba a pensarlo, deducía que lo había sabido, pero que no había querido pensar al respecto. No había querido tomarse la molestia, por miedo a que sus problemas interfirieran con su apretado horario. La verdad era, que si les hubiera ofrecido su ayuda desde el principio, la mujer no habría tenido que utilizar una pistola.

Por supuesto, nada de esto la excusaba de lo que había hecho. C.J. no iba a soportarlo ni un momento más de lo que fuera necesario.

La cabina del camión estaba sumida en un absoluto silencio, sólo interrumpido por el zumbido del motor y la música que provenía de los altavoces traseros. La autopista resultaba muy monótona y el tráfico era muy escaso. Normalmente, la somnolencia se habría apoderado de él, pero no en aquella ocasión. Se sentía muy alerta, con todos los sentidos al cien por cien.

De soslayo, vio que su pasajera empezaba a dar cabezadas. Sabía muy bien lo que aquello significaba. Su secuestradora estaba tratando de no sucumbir al sueño.

C.J. condujo en silencio, tan suavemente como pudo. Había pensado en llegar a Atlanta para la hora de cenar. Tuvo suerte de poder atravesar las carreteras de circunvalación de la ciudad sin problemas. Cuando consiguió dejar atrás la ciudad y dirigirse hacia el noroeste, el crepúsculo ya había dejado paso a la oscuridad de la noche y el tráfico se había hecho mínimo, como siempre ocurría a esa hora. Ya sólo quedaban camiones en la carretera… y la secuestradora estaba dormida.

C.J. había tenido mucho tiempo de pensar qué era lo que iba a hacer y cómo iba a hacerlo. A pesar de todo, cuando llegó el momento de ponerlo en práctica, el corazón le latía tan fuerte que se temió despertarla y estropearlo todo.

Era uno de esos desvíos a ninguna parte, con rampas de salida y entrada a la autopista que van a dar a pequeñas carreteras de dos carriles, rodeadas de bosques y de pastos. Antes de eso, sin embargo, había una estación de servicio abandonada, un lugar donde un conductor cansado podía aparcar y echarse una siestecita cuando así lo necesitaba. C.J. lo había hecho en más de una ocasión.

Aminoró la velocidad gradualmente, con cuidado de no hacer movimientos bruscos que pudieran despertar a su pasajera, pero tomó la salida más rápido de lo que debería. Pisó el freno y contuvo el aliento.

Era entonces o nunca. Eligió el que esperaba que fuera el momento más adecuado. Apretó el freno y al mismo tiempo, soltó el cinturón de seguridad de su pasajera.

Todo salió del modo que había esperado. Con un profundo suspiro, el camión se detuvo. Como no tenía cinturón de seguridad que la sujetara, la mujer se dejó llevar por la inercia del movimiento. Habría terminado en el suelo, sin chocarse contra el parabrisas. Lo único que se lo podría haber impedido eran sus reflejos y los tenía muy buenos. Se despertó bruscamente e hizo exactamente lo que él había esperado que hiciera: extendió las manos para detenerse. Las dos manos.

Para entonces, C.J. ya había echado el freno de emergencia y se había soltado de su cinturón de seguridad. Se abalanzó sobre el salpicadero y aprisionó las esbeltas muñecas de la mujer con sus propias manos. Se aseguró de mantener las manos de la secuestradora lejos del bolsillo de la sudadera y rápidamente, aunque ella era muy fuerte, consiguió dominarla y la inmovilizó de espaldas sobre el salpicadero. Un par de segundos después, tenía la pistola en la mano y se había vuelto a sentar en su asiento, con la respiración acelerada como la de un caballo que acaba de ganar una carrera. La adrenalina que se había apoderado de él no lo dejó pensar en el delicado cuerpo ni en la pálida y cremosa piel de la mujer.

Mientras examinaba la pistola, vio que su secuestradora volvía a acomodarse contra el asiento. Había pensado que la pistola no estaba cargada, pero se había equivocado.

– Está cargada -dijo, escandalizado. Los pelos de la nuca se le pusieron de punta.

– Ya le dije yo que estaba cargada -replicó ella, con un bufido-. No miento nunca.

C.J. notó que ella no se frotaba las muñecas ni nada por el estilo, a pesar de que tenía unas marcas rojas en la piel. Se limitó a permanecer sentada con las manos en el regazo. Le había ganado aquella batalla, pero ella no se sentía derrotada.

Se sobresaltó cuando notó que la cortinilla del compartimiento trasero se abría. La mujer pelirroja sacó la cabeza. Parecía muy asustada.

– ¿Caitlyn? ¿Qué es…?

– No ocurre nada, Mary Kelly -respondió ella, tranquilamente, mientras C.J. se guardaba la pistola en el bolsillo del lado del asiento que quedaba junto a su puerta, por lo que ella tendría que superarlo a él para poder alcanzarla-. Sólo nos hemos detenido un momento. Todo está bien.