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No había recibido el alta del hospital hacía tanto tiempo, pero estaba más que cansado de que la gente no hiciera más que preocuparse por él. Se pondría muy contento cuando pudiera tirar aquel maldito bastón. Lo meneó para demostrar que sólo lo utilizaba para agradarle a ella, pero la verdad era que aún tenía que apoyarse en él más de lo que le hubiera gustado.

– Este lugar es enorme -musitó, tras mirar por encima del hombro a las dos mujeres que lo seguían a discreta distancia, Charly y la señora Gibson, de los Servicios Sociales de Florida.

Aquel momento le parecía muy especial, un milagro, pero a pesar de todo, no podía deshacerse del miedo que le inundaba el corazón. Habían ocurrido tantas cosas que tendría que pasar mucho tiempo para que volviera a considerar que los que amaba estaban a salvo. Vasily estaba en la cárcel sin fianza. Su imperio estaba siendo desmantelado trozo a trozo, pero a pesar de todo…

– Ahí está -dijo Caitlyn, muy suavemente. Apretó con fuerza la mano de C.J. y empezó a avanzar hacia la niña que estaba sentada sola en una larga fila de asientos.

Al principio, C.J. no la reconoció. No lo hizo hasta que la pequeña levantó la cabeza para ver quién se detenía para hablar con ella y la llamaba por un nombre ya medio olvidado. Tenía el cabello castaño y no negro, muy largo y sujeto con una horquilla de plástico. Sin embargo, los ojos eran inconfundibles, unos ojos llenos de miedo, oscuros como la noche. Ojos de refugiado. Él sintió una extraña sensación en el corazón.

– Hola, Emma -susurró Caitlyn, tras sentarse al lado de la niña-. Soy Caitlyn, ¿te acuerdas de mí?

La niña asintió. Con algo de miedo, observó a C.J. y a continuación, con un hilo de voz, preguntó:

– ¿Dónde está Myrna? Ella me dijo que esperara aquí. Me dijo que íbamos a ir a Disneyworld.

– Así es. C.J. y yo vamos a llevarte a Disneyworld, pero Myrna no puede venir, cielo. Lo siento.

– ¿Por qué no? -quiso saber la pequeña, con los ojos llenos de lágrimas.

– Es que tiene que marcharse, Emma -respondió Caitlyn, muy suavemente-. Ella ya no puede estar contigo.

– ¿Como mi mamá?

Caitlyn dudó y a continuación, asintió.

– Sí, más o menos.

Emma sorbió por la nariz. Una vez más, levantó unos ojos completamente atónitos.

– Entonces, ¿quién me va a cuidar?

– Nosotros -contestó Caitlyn-. C.J. y yo -añadió, tomándolo a él de la mano-. Te acuerdas de C.J., ¿verdad?

Emma lo contempló en silencio. Él le devolvió la mirada, lleno de un nerviosismo y de un miedo que jamás había sentido antes. Se cambió el bastón de mano para poder abrir la bolsa de plástico que llevaba en la mano. Sacó un objeto, la pequeña figura de una niñita con superpoderes y oyó que Emma contenía el aliento.

– No sé cómo se llama ésta -dijo él-. Supongo que me lo tendrás que decir tú.

Emma extendió la mano. Tenía los ojos muy abiertos. Volvió a mirar a C.J. Él asintió y la pequeña le quito el juguete de la mano para estrecharlo contra su pecho. Se levantó de la silla y al mismo tiempo, extendió la mano para tomar la de C.J.

Al sentir la manita de la niña en la suya, él sintió que el corazón le temblaba.

– ¿Te has hecho daño? -le preguntó Emma. Estaba mirándole el bastón.

– Sí, un poco -respondió él, tras aclararse la garganta.

– ¿Te vas a poner bien?

– Oh, sí -contestó C.J., mirando a los ojos de Caitlyn-. Claro que me voy a poner bien.

– Entonces, supongo que no importará -comentó Emma. Lo miró y por primera vez, él la vio sonreír-. En Disneyworld hay que andar mucho, ¿sabes?

C.J. no se consideraba un machote, pero no lo volvía loco la idea de llorar en público. Presa del pánico, miró a Caitlyn y vio que ella le estaba sonriendo y que sus ojos plateados rebosaban todo el amor que un hombre podría desear nunca.

– En ese caso, es mejor que nos marchemos -anunció Caitlyn-. El camino a Disneyworld es muy largo.

– Y después, ¿adonde iremos? -quiso saber Emma. Una vez más, se mostraba insegura.

Habría merecido la pena esperarla diez años…

– A casa -afirmó C.J. Aún seguía mirando a Caitlyn. Estaba pensando en su deseo, en su sueño imposible y en el milagro que se le había concedido. ¿O acaso habría sido la Providencia?

Los ojos de Caitlyn se suavizaron y lo mismo le ocurrió a su sonrisa.

– Sí, a casa -dijo-. Tienes que estudiar para tu examen de abogado y además, tenemos que preparar nuestra boda.

KATHLEEN CREIGHTON

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