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– Lo siento, señora -musitó C.J.

Caitlyn. Así se llamaba. Se alegraba de saber que podría pensar en ella en otros términos que no fueran «la secuestradora».

Se tensó cuando vio que ella se giraba en el asiento, pero se relajó al ver que sólo era para poder hablar mejor con la tal Mary Kelly.

– ¿Cómo está Emma? -preguntó.

– Sigue durmiendo -replicó Mary Kelly-. Creo que está completamente agotada.

– ¿Por qué no vas a ver si tú puedes dormir también un poco más? -le sugirió Caitlyn-. Proseguiremos nuestro camino dentro de un momento. El señor… el señor…

– Starr, C.J.

– Me alegro mucho de conocerlo -dijo Mary Kelly. Inmediatamente, extendió una mano para que C.J. pudiera estrechársela.

Mientras lo hacía, C.J. no pudo dejar de pensar lo extraño que resultaba estar dándole la mano con una pistola metida en el bolsillo.

– El señor Starr dice, que si tienes hambre, puedes comer algo.

– Sí, tome lo que quiera -dijo él.

Había vuelto a arrancar el camión. Se sentía muy aturdido, pero sabía que ya tenía casi bajo control la situación. Entró en la estación de servicio abandonada y aparcó. A continuación miró a su pasajera. La secuestradora. Caitlyn. Ella le devolvió la mirada sin decir nada.

– Usted y yo vamos a hablar -dijo él. Entonces, señaló la oscuridad que había al otro lado de los cristales de las ventanas.

Ella asintió y agarró la manilla de la puerta. C.J. pensó en la pistola que tenía en el bolsillo del asiento, pero decidió que estaba mejor donde estaba. Bajó y los dos se reunieron en la parte delantera del camión, entre la luz de los faros. C.J. dudó. Entonces, le agarró el codo y le indicó que echara a andar. Los dos se dirigieron a la pequeña tienda abandonada y se colocaron bajo unas luces que nadie se había molestado en quitar.

– Ya es hora de que me diga lo que está pasando aquí -dijo él.

Mientras esperaba que ella respondiera, le resultó extraño lo difícil que le resultaba mirarla. No era difícil exactamente, sino raro. Turbador. Era como observar una de esas fotografías en las que hay algo escondido que se supone que uno debe ver si se mira en cierto modo. C.J. nunca había sabido cómo hacerlo. Igualmente, aquella mujer era un enigma para él. Una mujer que no era lo que parecía. Lo había secuestrado a punta de pistola cuando parecía un ser frágil, delicado, al que C.J. deseaba proteger y defender.

– Muy bien. ¿Qué le parece si le digo yo lo que creo que está pasando? -añadió, cuando resultó evidente que ella no iba a responder-. Resulta evidente que está ayudando a esa mujer y a esa niña a huir de alguien del que tienen miedo, supongo que del marido. ¿Estoy en lo cierto? Ya veo que estoy en lo cierto -comentó, al ver que ella seguía sin responder-. Lo que quiero saber es por qué no van a la policía si ese hombre ha estado maltratándolas.

– Ya le dije que la policía no era, ni es, una opción.

– Vamos, no me venga con esas. Hay leyes…

– Que, en este caso, están todas de parte de él -lo interrumpió ella-. Mire, ya le dije que cuanto menos sepa, mejor. Nunca lo habría implicado a usted en este asunto si hubiera tenido elección. Si nos lleva a algún sitio en el que podamos alquilar otro coche…

– ¿Qué quiere decir con eso de que las leyes están todas de su parte? -preguntó C.J. Tenía una sensación muy extraña en el estómago.

Ella cerró los ojos. Cuando los abrió, tenían un brillo plateado, que C.J. reconoció como ira. Tal vez como frustración.

– Quiero decir que el esposo de Mary Kelly es un hombre rico y poderoso, muy poderoso -respondió, casi escupiendo las palabras-. También es un hombre encantador, inteligente, violento y peligroso. Muy peligroso. Ha aterrorizado a su esposa durante años, pero ella sólo consiguió el valor para dejarlo cuando la violencia empezó a afectar a su hija. Desgraciadamente, como suele ocurrir, cuando eso ocurrió es cuando el marido deja de ser simplemente violento para convertirse en mortal. Primero, dio todos los pasos legales necesarios para asegurarse la custodia plena de Emma. Consiguió que un montón de testigos estuvieran dispuestos a testificar que Mary Kelly no era una buena madre. Se hizo también con «pruebas» de infidelidad, de abuso de drogas… Todo. Mary Kelly sabía que no tenía posibilidad alguna de derrotarlo en los tribunales y que cuando él tuviera la custodia de Emma, la mataría. Fue entonces cuando nos llamó. Tuvimos que actuar con rapidez…

– ¿Qué quiere decir con eso de que «nos llamó»? -preguntó. Inmediatamente, se olvidó de aquella pregunta al asimilar el resto de la información que ella le había dado-. ¿Matarla, dice? Venga ya. ¿Quién es ese tipo? Ni que todo esto fuera parte del argumento de una película… -añadió. Sin embargo, no consiguió sacudirse la extraña sensación que le embargaba el pecho.

Ella se dio la vuelta y se alejó de él mesándose el cabello con un gesto de frustración.

– Por favor, no me haga más preguntas -le pidió, antes de volver a colocarse delante de él-. Mire, siento haberlo metido en esto, pero yo… nosotras necesitamos su ayuda en estos momentos. No hay nadie más a quien podamos recurrir. Se lo suplico.

Con aquellos ojos líquidos de lágrimas contenidas, C.J. necesitó una gran fuerza de voluntad para mantenerse distante y enfadado.

– Sólo dígame una cosa. ¿Quién tiene la custodia de la niña en estos momentos? Usted dijo que habían estado ya en los tribunales. ¿Dictó el juez sentencia?

Ella asintió, aunque sin mirarlo ni responder. No tuvo que hacerlo. Su silencio confirmó el peor temor de C.J.

– ¡Dios Bendito! El juez le dio al padre la custodia, ¿verdad? Y usted, a pesar de todo, se la ha llevado. Ha cometido una violación flagrante del dictamen de un juez. Maldita sea… Eso es secuestro, ¿lo sabe?

Empezó a pasear de arriba abajo, tratando de encontrar el modo de salir de aquel atolladero. Después de unos minutos, se detuvo y se dio la vuelta. Ella estaba donde la había dejado, iluminaba por el haz de luz de una de las lámparas, con la cabeza inclinada. No parecía una secuestradora, sino más bien una viajera perdida. Al verla, sintió que se le hacía un nudo en el estómago.

– No puedo hacerlo -dijo, tras regresar a su lado-. Lo siento. No voy a ayudarla a cometer un delito, dado que eso me convertiría a mí en culpable. No puedo hacerlo. Simplemente no puedo. Lo siento…

C.J. esperó que ella tratara de convencerlo, pero no lo hizo. Después de un instante, se encogió de hombros con resignación.

– He visto los libros en su camión. ¿Está usted estudiando Derecho?

– Sí. Lo intento. Ya casi he terminado. Estoy en el último semestre y sólo me queda realizar el examen final.

No lo sorprendió que ella pareciera comprender. Echaron a andar de camino al camión. Ella iba con la cabeza bajada y él con los pulgares enganchados en la parte superior de los bolsillos de los vaqueros. Se sentía culpable y malo. Cuando llegaron al lado del camión y llegó el momento de separarse para ir a sus respectivas puertas, C.J. sintió pocos deseos de hacerlo. Entonces, ella levantó el rostro para observarlo y para sorpresa de él, se le dibujó una sonrisa en los labios.

– Ya veo que he escogido el camión equivocado -dijo.

– Sólo por curiosidad -replicó él, sonriendo también-, ¿por qué me escogió a mí?

– Usted era el último. No podía tener testigos. Aunque no hubiera tenido que utilizar la pistola, alguien podría habernos visto entrar en el camión e incluso recordar la matrícula. Por eso, esperamos hasta que todo el mundo se hubo marchado. Usted era el único que quedaba. Además, se mostró amable con Emma -añadió.

C.J. lanzó un gruñido y obedeciendo una compulsión que no comprendía, le colocó las manos sobre los brazos, cerca de los hombros. Se sorprendió mucho al notar lo real que ella parecía, a pesar de parecer una belleza etérea, salida de un cuento de hadas. Aquel contacto le había demostrado que había una mujer bajo aquella sudadera, un ser de carne y hueso, rebosante de fuerza y vitalidad.