Poul Anderson
Eutopía
—Gifthitnafn!
Las palabras danska surgieron de la radio del coche mientras el zumbido de un jet ahogaba el ruido del motor y los neumáticos.
—¡Identifíquese!
Iason Philippou lanzó una mirada al cielo a través de la burbuja. Vio una franja azul entre las dos dentadas paredes verdes del bosque de pinos que bordeaba la carretera. La luz del sol se reflejaba en los costados de la máquina de matar allá arriba. Lanzó un gemido, viró, y describió un círculo sobre él.
El sudor empezó a manar de sus sobacos y a deslizarse por sus costados. «No debo dejarme dominar por el pánico —pensó en un rincón de su cerebro—. Que Dios me ayude ahora.» Pero era a su entrenamiento al que invocaba. Psicosomático: controla los síntomas, mantén la respiración regular, ordena disminuir el pulso, y el miedo a la muerte se convertirá en algo que podrás manejar. Era joven, y tenía mucho que perder. Pero los filósofos de Eutopía instruían bien a los niños puestos a su cuidado. Tú serás un hombre, le habían dicho, y el orgullo de la humanidad es que no estamos ligados al instinto y a los reflejos; somos libres porque podemos dominarnos.
No podía pasar por un ciudadano normal (no, aquí les decían mootman) de Norlandia. Aun prescindiendo de todo lo demás, su acento helénico era demasiado pronunciado. Pero podía engañar al piloto de allá arriba, aunque fuera solo por unos minutos, haciéndole creer que procedía de algún otro campo de su historia. Hizo que su tono fuera más áspero, para disimular un poco, y asumió la arrogancia esperada.
—¿Quién es usted? ¿Qué es lo que quiere?
—Runolf Einarsson, capitán de la hirda de Ottar Thorkelsson, el Legislador de Norlandia. Persigo a alguien que ha despertado su cólera. Déme su nombre.
«Runolf —pensó Iason—. Oh, sí, te recuerdo muy bien, de tez oscura y alto y esbelto por el lado tyrker de su herencia, pero con los ojos azules procedentes de Thule.» Y una parte distinta de él que estaba a un lado vigilando rectificó: «No, estoy mezclando mis historias. Yo llamo a los autóctonos erythrai, y vosotros llamáis al país de vuestros antepasados europeos Danarik».
—Soy Xipec, un comerciante de Meyaco —dijo.
No disminuyó su marcha. La frontera estaba a unos pocos estadios de distancia, tan furiosamente había conducido durante toda la noche desde que escapara del castillo del Legislador. No había esperado llegar tan lejos, pero cada vuelta de las ruedas lo llevaba más cerca. El bosque se convertía en una mancha borrosa debido a la velocidad.
—Si es así, por supuesto lamento haberle dado el alto —restalló la voz de Runolf—. Llame al Legislador y él enviará rápidamente a la cofradía para defender sus derechos. Pero me veo obligado a pedirle que se detenga y abandone su vehículo, a fin de que pueda enfocar el visor de largo alcance sobre su rostro.
—¿Por qué?
Otro segundo o dos ganados.
—Un visitante de la Madre Patria, Europa, vino a Ernvik. Ottar Thorkelsson lo recibió con los brazos abiertos. En correspondencia, él hizo algo que sólo su muerte puede limpiar. Antes que enfrentarse a Ottar en el Valcampo, robó un coche, del mismo tipo que el suyo, y huyó.
—¿No bastaría llamarle un nithing ante la gente? «¡He aprendido al menos esto de sus bárbaras costumbres, de todos modos!»
—Es extraño que un meyacano diga esto. ¡Deténgase inmediatamente y salga, o abro fuego!
Iason se dio cuenta de que sus dientes estaban tan encajados que le dolían. ¿Cómo por los Hades podía un hombre recordar los centenares de pequeñas regiones, cada una con sus propias costumbres, en que estaba dividido el continente? Westfall era un embrollo más fantástico que toda la Tierra en aquella historia en la que llamaban al lugar América. «Bien —pensó—, ahora descubriremos qué posibilidades hay de que vuelva a oírlo llamar Eutopía de nuevo.»
—Muy bien —dijo—. No me deja usted otra elección. Pero por supuesto exijo una compensación por ese insulto.
Frenó tan lentamente como se atrevió. La carretera era una cinta negra ante él, acuchillando la inmensidad de los árboles. No sabía si estos bosques habrían sido talados alguna vez. Quizá sí, cuando los hombres blancos habían navegado por primera vez cruzando el Pentalime (llamándolo los Cinco Mares) para fundar Ernvik allá donde estaba Duluth en América y Lykopolis en Eutopía. En aquellos días Norlandia se había extendido poderosamente por todo el país de los lagos. Pero luego vinieron las guerras con los dakotas y los magiares, para sentar los límites; y el desarrollo del comercio —últimamente sintéticos— permitió a la gente utilizar el interior del país para la caza que tanto gustaba. Trescientos años podían reestablecer el climax de un bosque.
Se le presentó vividamente ante él la visión de aquella zona tal y como la había conocido en su hogar: ordenados bosquecillos y jardines, poblados planificados por su belleza al mismo tiempo que por su utilidad, esbeltos cuerpos morenos en los campos de atletismo, música a la luz de la luna… Incluso la temible América era más humana que este salvajismo.
Se habían ido, perdidos en las múltiples dimensiones del espa-ciotiempo, y él se había quedado solo y la muerte caminaba por los cielos. «¡Y no te compadezcas, idiota! Guarda tus energías para la supervivencia.»
El coche se detuvo bruscamente en el borde de la carretera. Iason reunió su valor, abrió la portezuela, y saltó.
Quizá la radio tras él lanzó una maldición. El jet hizo un pronunciado viraje y picó como un halcón. Las balas tabalearon a sus talones.
Luego estuvo entre los arboles. Lo cubrieron con un techo de sombras salpicado de manchas de sol. Los troncos se alzaban con una masiva potencia masculina, sus ramas respirando una fragancia que cualquier mujer hubiera envidiado. Las agujas caídas amortiguaban sus pasos, un petirrojo cantó, un ligero viento refrescó sus mejillas. Se plastó contra el abrigo de un tronco y se mantuvo allí inmóvil, respirando pesadamente y sintiendo latir tan fuerte su corazón que ahogaba el siniestro silbido sobre su cabeza.
Finalmente se alejó. Runolf debía de haber sido llamado de vuelta por su señor. Ottar enviaría ahora caballos y perros en su lugar, la única forma de perseguirle. Sin embargo, Iason tenía algunas horas de gracia.
Después de eso… Reviviendo su entrenamiento, se sentó y pensó. Si Sócrates, sintiendo el frío de la cicuta, había sido capaz de dar sabios consejos a los jóvenes de Atenas, Iason Philippou podía ser capaz de examinar sus posibilidades. Porque aún no estaba muerto.
Enumeró sus posesiones. Una pistola del tipo local, de balas; una brújula; un puñado de monedas de oro y plata; una capa que podía convertirse en una manta, sobre las ropas (túnica-pantalones-botas) típicas del centro de Westfall. Y él mismo, el instrumento definitivo. Su cuerpo era alto y musculoso —con los cabellos rubios y la nariz corta, una herencia de sus antepasados galos—, y había sido entrenado por hombres que habían ganado laureles en el Olimpeyón. Su mente, todo su sistema nervioso, estaba más adiestrado aún. Los pedagogos de Eutopía habían hecho que la lógica, la consciencia semántica, la perspectiva, fueran algo tan natural para él como el respirar; su memoria estaba bajo tal control que no necesitaba ningún mapa; pese a un error calamitoso, sabía que estaba entrenado para luchar con las manifestaciones más extrañas del espíritu humano.
Y, sí, por encima de todo lo demás, tenía una razón para vivir. Iba mucho más allá que cualquier deseo ciego de continuar una identidad; era simplemente algo que la molécula de ADN había elaborado a fin de fabricar más moléculas de ADN. Tenía a su amor aguardando su regreso. Tenía su país: Eutopía, la Buena Tierra, que su gente había fundado hacía dos mil años en un nuevo continente, dejando tras ella los odios y los horrores de Europa, llevándose consigo la obra de Aristóteles y escribiendo finalmente en su Syntagma: «La finalidad nacional es alcanzar la cordura universal».