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Iason Philippou quería regresar a casa.

Se alzó y echó a andar en dirección al sur.

Estaba en Tetrade, que sus perseguidores llamaban Onsdag. Unas treinta y seis horas más tarde, supo que ya no estaba en Pentade sino cerca de las tierras del ocaso de Thorsdag. Porque andaba tambaleándose a través del bosque, la boca llena de un polvo de momia, el vientre una caverna de vaciedad, las rodillas estremeciéndose bajo él, las moscas zumbando a su alrededor mientras el sudor se secaba sobre su piel, y oyó el distante ladrido de los perros.

Un cuerno respondió, un largo grito de cobre que atravesó las arcadas de hojas. Habían encontrado su rastro, ya no podía despistar a los jinetes, jamás volvería a ver las estrellas.

Una mano cayó sobre su pistola. «Me llevaré a un par de ellos conmigo… No.»

Seguía siendo un heleno, que no mataba innecesariamente, ni siquiera a los bárbaros que pretendían abatirlo porque había infringido uno de sus tabúes.

«Me mantendré bajo un cielo abierto, recibiré sus balas, y me hundiré en la oscuridad recordando Eutopía y a todos mis amigos y aNikimiamor.»

Se dio cuenta vagamente de que había abandonado el bosque de pinos y se encontraba en un segundo bosque de hayas. La luz doraba sus hojas y acariciaba los esbeltos troncos blancos. ¿Y qué era ese gruñido ante él?

Se detuvo. Podía haber todavía alguna posibilidad. Estaba al borde del colapso; pero el organismo posee una reserva a la que el hombre plenamente integrado puede apelar. Eliminó el sonido de los perros de su conciencia, sus dolores y su agotamiento. Inspiró bocanada tras bocanada de aire, todo tranquilidad y pureza, visualizando los átomos de oxígeno que penetraban a través de sus agotados tejidos. Hizo que los latidos de su corazón disminuyeran su ritmo, el pulso se hiciera más pausado; tensó y relajó los músculos hasta que cada uno de ellos funcionó de nuevo suavemente; el dolor dejó de alimentarse de sí mismo y desapareció; la desesperación cedió su lugar a la calma y al cálculo. Siguió adelante.

Las tierras cultivadas se extendían hacia el sur ante él, su joven grano germinando esplendorosamente a la luz de los últimos dorados rayos del sol que le llegaban del oeste. No lejos de él había un grupo de edificios como granjas, largos, bajos, y de techos puntiagudos. El humo de la chimenea manchaba el cielo. Pero sus ojos se fijaron primero en el hombre que estaba cerca de ellos. Estaba cultivando los campos con un tractor. Aunque el motor dieléctrico había sido inventado en este mundo, su uso aún no se había extendido tan al norte, y los humos de la gasolina irritaron el olfato de Iason. Siempre había pensado que aquel hedor era una de las peores abominaciones de América —¡esa porqueriza a la que llamaban Los Ángeles!—, pero ahora le parecía delicioso y vivificante, porque significaba esperanza.

El conductor le vio, se detuvo, y blandió un rifle. Iason avanzó con las palmas de sus manos alzadas, en signo de paz. El conductor se relajó. Era un típico magiar: rechoncho, de pómulos salientes, la barba trenzada, su túnica bordada con vivos colores. «¿Así pues, he cruzado la frontera! —exultó Iason—. ¡Estoy fuera de Norland y en el voivodaío de Dakoty!»

Antes de enviarle ahí, los antropólogos del Instituto de Investigaciones Paracrónicas le habían inculcado naturalmente de forma electroquímica las principales lenguas de Westfall. (Lástima que no hubieran sido más cuidadosos enseñándole las costumbres. Pero había sido reclutado apresuradamente para el puesto de Norlandia tras la muerte accidental de Megasthenes; y se suponía que su experiencia en América le proporcionaba calificaciones especiales para esta historia, que era también no alejandrina; y, en realidad, el objetivo principal de las misiones como aquella era precisamente aprender en qué formas variaban entre sí las sociedades de las distintas Tierras.) Formó las palabras ural-altaicas con facilidad.

—Mis saludos. Vengo como suplicante.

El granjero permanecía sentado inmóvil, tenso, mirándole y escuchando a los perros a lo lejos en el bosque. Su rifle estaba dispuesto.

—¿Eres un fuera de la ley? —preguntó.

—No en este reino, hombre libre. —(De nuevo otro nombre y concepto para «ciudadano».)—. Era un pacífico comerciante de la Madre Patria, visitando al Legislador Ottar Thorkelsson en Ernvik. Su ira cayó sobre mí, tan grande que rompió la sagrada hospitalidad e intentó robarme la vida a mí, su huésped. Ahora sus cazadores están tras mi rastro. Puedes oírles en la lejanía.

—¿Norlandeses? Pero esto es Dakoty.

Iason asintió. Dejó asomar sus dientes en una sonrisa que dividió en dos su sucio y polvoriento rostro.

—Exacto. Han entrado en vuestro país sin siquiera pediros autorización. Si tú no haces nada, entrarán en tus dominios y me matarán, a mí que te pido ayuda.

El granjero sopesó su arma.

—¿Cómo sé que dices la verdad?

—Llévame al voivode —dijo Iason—. Así defenderás a la vez la ley y tu honor. —Muy cuidadosamente, desenfundó su pistola y se la tendió, la culata por delante—. Seré tu deudor eterno.

Duda, miedo e irritación se alternaron en el rostro del hombre sobre el tractor. No tomó el arma. Iason aguardó. «Si le he interpretado bien, he ganado varias horas de vida. Quizá más. Eso dependerá del voivode. Mi única oportunidad es utilizar su propia barbarie… su división en pequeños estados, su loca idea del honor, su fetichismo hacia la propiedad y la intimidad… para sujetarles.»

«Si fracaso, entonces moriré como un hombre civilizado. Eso no podrán quitármelo.»

—Los perros te han olido. Estarán aquí antes de que podamos escapar—dijo el magiar, inquieto.

El alivio hizo tambalearse a Iason. Luchó por dominarse y dijo:

—Podemos hacernos cargo de ellos durante un tiempo. Dame algo de gasolina.

—¡Oh… eso! —El otro hombre se echó a reír, y saltó al suelo—. Bien pensado, extranjero. Y gracias. La vida ha sido muy aburrida por aquí desde hace demasiados años.

Tenía en su vehículo un bidón de carburante de reserva. Lo transportaron durante un considerable trecho a lo largo del camino por el que Iason había venido, regando suelo y árboles. Si eso no desviaba a la jauría, nada lo haría.

—¡Ahora apresúrate! —le urgió el magiar, echando a correr.

Las dependencias de su granja estaban edificadas en torno a un patio abierto. Suaves olores a heno y a ganado brotaban de los establos. Varios niños llegaron corriendo para verles. La mujer les gritó que volvieran dentro, tomó el rifle de su marido y montó guardia en la puerta sin apenas cambiar de expresión.

Su casa era sólida, amplia, estéticamente agradable si uno podía aceptar los tapices chillones y las columnas pintadas. Sobre la chimenea había una hornacina para el altar familiar. Aunque la mayoría de los habitantes de Westfall habían dejado los mitos muy atrás, esos campesinos parecían seguir adorando al Triple Dios Odín-Atila-Manitú. Pero el hombre se dirigió hacia un sofisticado radiófono.

—No tengo ninguna aeronave —dijo—, pero puedo conseguir una.

Iason se sentó para aguardar. Una muchacha se le acercó tímidamente con una jarra de cerveza y una loncha de queso puesta sobre una rebanada de pan moreno.

—Sé nuestro huésped santificado —dijo.

—Que mi sangre sea la vuestra —respondió Iason según la costumbre.

Consiguió tomar la comida y no devorarla como un lobo. El granjero regresó.

—Unos minutos más —dijo—. Soy Arpad, hijo de Kalman.

—Iason Philippou.

Le pareció que sería un error dar un falso nombre. La mano que estrechó era dura y cálida.