Bela lanzó una bocanada de humo por la boca y frunció el ceño a la resplandeciente punta del cigarro.
—Me gustaría saber por qué Ottar se irritó tanto. No parece propio de él. Aunque supongo que cuando la hija de un hombre se halla implicada en el asunto, las cosas resultan algo distintas. —Se inclinó hacia delante—. En lo que a mí respecta —dijo con voz dura—, lo más importante es que esos norlandeses armados cruzaron mis fronteras sin solicitar permiso.
—Una grave violación de vuestros derechos, ciertamente. Bela pronunció una obscenidad de criador de caballos.
—Tú no comprendes. Las fronteras no son sagradas porque Atila lo quiera, digan lo que digan los chamanes. Son sagradas porque son la única forma de mantener la paz. Si no me irrito abiertamente por esta violación, y castigo a Ottar por ella, algún cabezacaliente puede sentirse tentado algún día; y en la actualidad todo el mundo posee armas nucleares.
—¡No deseo ser la causa de ninguna guerra! —exclamó Iason, alarmado—. ¡Antes envíame de vuelta a él!
—Oh, no, no digas tonterías. El castigo de Ottar será que le negaré su venganza, sin tener en cuenta los derechos o errores de tu caso. Tendrá que tragarse eso.
Bela se alzó. Colocó su cigarro en un cenicero, levantó el sable, e inmediatamente pareció transfigurado. Un dios pagano hubiera podido hablar por su boca:
—A partir de ahora, Iason Philippou, tu persona será sagrada en Dakoty. Mientras permanezcas dentro de nuestros límites, el daño que te hagan es como si me lo hicieran a mí, a mi casa y a mi gente. ¡Que los Tres me protejan!
Su autocontrol cedió. Iason se arrodilló y balbuceó su agradecimiento.
—Ya basta —gruñó Bela—. Arreglemos las cosas para tu traslado tan rápido como sea posible. Te enviaré por aire, con un escuadrón militar. Pero, por supuesto, necesitaré el permiso de los reinos que tengas que cruzar. Eso tomará tiempo. Vuelve a tus habitaciones, descansa, te mandaré llamar cuando todo esté preparado.
Iason salió de la estancia, aún estremeciéndose.
Pasó un par de agradables horas vagabundeando por el castillo y sus patios. Los jóvenes de la corte de Bela se sentían ansiosos de exhibirse ante un representante de la Madre Patria. Tuvo que admirar el pintoresquismo de su forma de cabalgar, sus torneos, sus concursos de tiro y sus desafíos intelectuales; algo en su interior se emocionó cuando escuchó los relatos de los viajes por las llanuras y los bosques y por el río hacia la fabulosa metrópoli de Unnborg; el canto de un bardo despertó glorias que emocionaban más profundamente que lo que contaba la historia, llegando hasta los instintos del hombre, el mono asesino.
«Pero estas son precisamente las brillantes tentaciones a las que hemos vuelto la espalda en Eutopía. Porque nosotros negamos que seamos monos. Somos hombres que pueden razonar. En eso reside nuestra humanidad.
»Estoy volviendo a casa. Estoy volviendo a casa. Estoy volviendo a casa.»
Un sirviente palmeó su brazo.
—El voivode desea verte.
Había un asomo de miedo en su voz.
Iason se apresuró a regresar. ¿Qué había ido mal? No fue conducido a la sala con el alto trono. En vez de ello, Bela lo aguardaba en un parapeto. Dos hombres de armas se mantenían firmes tras él, los rostros inexpresivos bajo los emplumados cascos.
El día y la brisa eran una burla en los ojos de Bela. Escupió a los pies de Bela.
—Ottar me ha llamado —dijo.
—Yo… Él ha dicho…
—Y yo que creía que lo único que intentabas era llevarte a una muchacha a la cama. ¡No que pretendieras destruir la casa que te había acogido!
—Mi señor…
—No temas nada. Me has arrancado una promesa. Ahora deberé pasar años intentando compensar a Ottar por haberle defraudado.
—Pero…
«¡Calma! ¡Calma! Tenías que haberte esperado esto.»
—No viajarás en un aparato de guerra. Tendrás tu escolta, sí. Pero la máquina que te lleve será quemada inmediatamente después. Ahora ve a esperar junto a los establos, cerca del montón de estiércol, hasta que estemos dispuestos.
—No pretendía hacer ningún daño —protestó Iason—. Yo no sabía.
—Lleváoslo antes de que lo mate —ordenó Bela.
Steinvik era vieja. Aquellas estrechas calles adoquinadas, aquellas sombrías casas, habían visto las naves dragón. Pero el mismo viento soplaba del Atlántico, salado y fresco, para apartar de Iason los últimos vestigios de aquel dolor que lo había seguido en su viaje hasta allí. Anduvo silbando por entre la multitud.
Un hombre de Westfall, o de América, hubiera vuelto con las orejas gachas. ¿Acaso no había fracasado? ¿ Acaso no tendría que ser reemplazado por alguien cuya historia falsa no mencionara la Hélade? Pero en Eutopía todo se miraba con miradas serenas. Su fracaso era debido a un error honesto: un error que no hubiera cometido si hubiera sido adiestrado más cuidadosamente antes de ser enviado. Uno aprende a través del error.
El recuerdo de la gente de Ernvik y Varady —generosa, alegre, una gente cuya amistad le hubiera gustado poder conservar— le atormentó un poco. Pero también dejó aquello de lado. Eran otros mundos, una infinidad de ellos.
Una enseña crujía al viento. La Hermandad de Hunyadi e Ivar, Armadores. Un buen camuflaje aquel, en una ciudad donde una de cada dos empresas estaba consagrada al mar. Corrió hasta el segundo piso. Los escalones crujieron bajo sus botas.
Abrió la palma de su mano ante un mapa en la pared. Un rastreador oculto identificó sus huellas dactilares, y una puerta oculta se abrió. La habitación al otro lado estaba decorada a la moda local. Pero sus hermosas proporciones hablaban del hogar; y una estatuilla de Niki extendía sus alas sobre una estantería.
«Niki… Niki… ¡Vuelvo a ti!» Su corazón estaba desbocado.
Daimonax Aristides alzó la vista desde su escritorio. A veces Iason se preguntaba si había algo en el mundo que pudiera hacer perder la calma a aquel hombre.
—¡Alegrémonos! —rugió su profunda voz—. ¿Qué es lo que te trae aquí?
—Malas noticias, me temo.
—¿Sí? Tu actitud sugiere que el asunto no es catastrófico. —Daimonax abandonó su silla, se dirigió al gabinete de las bebidas, llenó un par de sencillos y hermosos vasos con vino, y se relajó en un diván—. Ven, cuéntame.
Iason se le unió.
—Sin saberlo —dijo—, violé lo que parece ser un tabú primario. Tuve suerte de salir con vida de ello.
—Oh. —Daimonax se acarició la barba color gris acero—. No es la primera vez que ocurre, y tampoco será la última. Tanteamos nuestro camino hacia el conocimiento, pero la realidad siempre nos sorprenderá… Bien, felicitaciones por salvar la piel. No me hubiera gustado tener que llorarte.
Solemnemente, derramaron una libación antes de beber. El hombre racional reconoce su propia necesidad de ceremonial; Oy por qué no satisfacerla observando los ritos de un antiguo mito? Además, el suelo era a prueba de manchas.
—¿Estás preparado para informar? —preguntó Daimonax.
—Sí. He ordenado los datos en mi cabeza en mi viaje hasta aquí. Daimonax conectó una grabadora, pronunció algunas palabras de catalogación, y dijo:
—Adelante.
Iason se felicitó por haber preparado tan bien su informe: claro, franco y completo. Pero mientras hablaba, pese a su voluntad, sus experiencias volvieron a él, no a su cerebro sino a sus entrañas. Vio las olas brillar en el mayor de los Pentalimne; recorrió los salones del castillo de Ernvik con el orgulloso y maravilloso joven Leif; se enfrentó a un Ottar convertido en animal; huyó de su encierro dominando a un guardia y haciendo una derivación en los controles de un coche con dedos temblorosos; escapó por una carretera desierta y se tambaleó en mitad de un vacío bosque; Bela escupió a sus pies y su triunfo no fue de pronto más que cenizas. Finalmente, no pudo contenerse: