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Así hablaba Manganelli, y había que responderle. No era fácil. Era un debate exangüe entre dos literaturas provincianas, dijo el poeta y boss Barral, pero se bebía, se bebía mucho, y esto producía un doble efecto, aniquilador y vivificador a la vez: soltaba las lenguas, las anudaba, las soltaba mutantes y articulaban lo que uno jamás hubiera pensado o querido decir, o lo que uno jamás hubiera querido decir exactamente como acabó diciéndolo. Brillaba Ferrater sobre todos, olvidado (en la felicidad de seducir discutiendo) de los días en que esperaba eternamente a Jill en Sant Cugat: el mundo tenía por fin sentido: el sentido de una discusión entre literatos españoles e italianos tres días de febrero de 1967 sobre el problema de la vanguardia, signifique lo que signifique una cosa así, dos sesiones diarias de cuatro horas cada sesión, alimentada la máquina parlante con whisky y anfetaminas, y alerta Ferrater a las señales de Valeria, que buscaba un signo salvador después de tres semanas en la Suiza de los sanatorios y las casas de reposo, acostumbrada a hablar clínicamente de sí misma: el caso es una misma, la enfermedad que debe ser curada es una misma, dijo, y la oyó el hombre recién salido de la consulta del neurólogo, dos almas delicadas en los salones del Hotel Colón.

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Estas brillantes conversaciones inteligentes e inocuas exigían un penoso precio al final de los cuatro días de reunión casi incesante y permanentemente estancada, en bar, comedor o salones mal ventilados: los efectos dolorosos del alcoholismo, el resentimiento contra los amigos después de los duelos verborrágicos, guerras y batallas de inteligencia e ingenio (hay una tensión sensual, sexual, como en una pelea o un ajedrez entre adolescentes). Hay quien acaba encerrado a oscuras, en la cama, y no quiere ser visto nunca más, quisiera ser enterrado en su propia cama para siempre, porque fue desenmascarado, espantosamente desenmascarado, o, aún peor, se desenmascaró solo y ahora saben quién es, bestial, no saldrá nunca más de la cama en la habitación oscura porque le han arrebatado la cara que enseñaba en público, hombre enclaustrado en carne viva, sin la máscara de hierro de las palabras resonantes. Hay quien alcanza una pureza desconocida: ahora quiere cambiar, jamás volverá a ser un hablador bebedor intoxicado e insensato (pero esta enérgica prueba de salud sólo demuestra que se ha alcanzado la máxima debilidad, la hora peor de la resaca). Las reuniones de alta cultura tienen para sus participantes un precio y un premio (se pierde y se gana, aunque al final quizá siempre se pierda, como en los casinos): también hay quien triunfa desde el primer día y se instala entre los mejores (gente bien nacida, de buena apariencia y buen juicio), y entonces vive tres días con Valeria Berni en una habitación del Hotel Colón, por fin inexistente en Barcelona y en Sant Cugat, desaparecido, secuestrado por la nave extraterrestre Valeria Berni y planeando la huida hacia el planeta Milán. Milano sotto la nevé e piü triste, Es más triste Milán bajo la nieve, recita Ferrater al oído de Valeria mientras entra en la habitación 205 el sol de febrero en Barcelona.

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«Caí desde la primera noche en la cama con una chica milanesa, muy agradable y a la que tengo mucho afecto, pero neurótica perdida (salía de unos meses de clínica en Suiza, de tentativas de suicidio, etcétera, neurótica de país rico)», escribió Ferrater a su hermano de Edmonton, Canadá. Suiza: nieve y agua de lago y montañas claras, curas de sueño y psicoanalistas, y tú, que hablas de ti, chica milanesa, en el dormitorio del Hotel Colón.

La habitación del hotel era un laboratorio donde se experimentaba con una nueva vida y un cuerpo nuevo que se apoya en ti para que tú te apoyes en él, nueva vida y cajones amistosamente vacíos, aunque los cajones vacíos del hotel están llenos con el equipaje de la milanesa, Valeria, Valeria Berni. No importa. Ferrater no lleva equipaje, sólo tabaco y dos hojas de papel doblado y un bolígrafo Cross, cromado o dorado, ya no lo recuerdo, y la documentación, por si la pide la policía. En establecimientos hoteleros todo el personal puede ser agente de la policía más o menos ocasional, pero nadie sabe oficialmente que Ferrater ocupa la habitación 205 con la milanesa: Ferrater es un huésped clandestino, secreto, no sólo cuando llama por teléfono al hotel el marido de la milanesa, célebre arquitecto milanés, sino cuando suenan pasos en el pasillo (recordó Ferrater un bar de italianos cerca de Libourne, en 1941, una timba de póquer y el ruido de las botas de clavos de las patrullas alemanas que vigilan el cumplimiento del toque de queda). En este mismo momento suena el teléfono, la camarera llama a la puerta, Ferrater y Valeria salían hacia el congreso literario, Ferrater intenta confundirse con la embajada del Gruppo 63 para eludir los ojos del recepcionista, el conserje, los botones, los porteros rigurosamente uniformados todos, agentes de la policía o parapolicía, las tuberías más superficiales del flujo de información policial soldadas directamente a los subinspectores que cada día examinan las fichas de los viajeros que se registran en el hotel o salen del hotel. Pero el hombre sin ficha, Ferrater, en su confusa clandestinidad, seguía reflejando la seguridad del heredero de los vinateros de Reus con oficinas en Londres, protegido por unas gafas negras y escoltado por lo más selecto del Gruppo 63, Eco y Manganelli, Berni, Sanguinetti y Ballestrini y Guglielmi, si es que todos ellos estuvieron en Barcelona en febrero de 1967.

Se había cortado el pelo, y el frío en las sienes y la nuca de la máquina y las tijeras del barbero y el aire de la calle le habían inoculado una ilusión de renovación o depuración. Temblorosamente esquelético y quebradamente longilíneo, después de cuatro meses de dolor y tranquilizantes, algunas semanas sin beber y cinco días bebiendo, desapareció de los bares habituales. Estaba en el congreso literario, donde, detrás de las gafas y una gesticulación italiana con acento nórdico y fulminante capacidad argumentativa, rebatió las afirmaciones más brillantes de los oradores más brillantes. En el momento en que nombraba al viejo loco Ezra Pound encerrado en una jaula cerca de Pisa por alta traición a los Estados Unidos de América, una honda voz subterránea, sólo suya, le dijo a Ferrater que (hablando en público, para los más grandes escritores de Milán y Barcelona) sólo hablaba secretamente para Valeria, preparando el momento en el que en la habitación 205 se quitaría las gafas y descubriría sus ojos, las cejas crecidas nunca domadas por las pinzas depiladoras. Valeria vio la cara que nadie vio. Es el primer día y es como si ya me fueras familiar, buen amigo, buen amante, me estoy viendo en tus ojos azules, dijo Valeria. Y qué rápidamente se adquieren costumbres en un dormitorio con una amante nueva: en cuanto por segunda vez se entra en el mismo dormitorio uno descubre que ya tiene costumbres: como si llevara entrando media vida en ese dormitorio, como si uno quisiera ser fiel a uno mismo, al que entró por primera vez en el dormitorio que se le ofreció felizmente.

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El luminoso Ferrater gesticulante dominaba el parloteo científico de los escritores de Milán y Barcelona. Poseía sentido de la sorpresa y el espectáculo y de la velocidad que exigen la sorpresa y el espectáculo: quería dar felicidad y recibir felicidad, aunque parecía encontrar algún problema con las palabras. No es que le faltaran las palabras a Ferrater, las palabras le sobraban en ocho, nueve o diez idiomas, sino que, por el contrario, cargaba con un excedente descomunal de palabras que originaba atascos fónicos y mentales. En el pensamiento se le abría un agujero, un vacío, muchos vacíos, pero no, no era exactamente eso: era una multitud de palabras, todas las palabras leídas, oídas, repetidas, pensadas, ramificadas, multiplicadas. Unas palabras sobre otras tachaban todas las palabras: las palabras sobre las palabras terminaban siendo un borrón, un hueco negro, como si un escritor escribiera y escribiera y llenara una página que había sido blanca, y corrigiera y tachara y corrigiera y añadiera más palabras y más tachaduras y más palabras, hasta que la página está completamente negra, que es como decir completamente en blanco.