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Ferrater apartaba unas palabras para escoger otras con gesticulación dolorosa, como si trabajar con palabras fuera trabajar con materiales altamente pesados, y era como si las palabras levantaran polvo cuando las movía y lo envolvieran en una nube de confusión: vestía deportivamente, camisa y pantalones de descargador. Acababa de ponerles en su fiebre políglota el pie en el cuello a las lenguas escandinavas. No quería las palabras para persuadir de nada a nadie: sólo quería encantar. «El escritor está siempre intimidado y se necesita cierto coraje (yo lo tengo y estoy orgulloso de ello) para escribir libremente sin tener en cuenta las reacciones ni los ataques», dijo una vez. No conoció la falsa modestia, aborrecible enfermedad del escritor. Decía que es curioso que la gente hable tan a menudo de la falsa modestia, cuando es lo que menos se encuentra en el mundo: lo que encontramos a cada paso es la falsa inmodestia, la costra de fatuidad que recubre todas las dudas. «No hay personas inmodestas, pero sí las hay que no quieren reconocer su propia y devastadora modestia, esa voz interior, más despiadada que las voces de los otros», dijo, y acabaron todas las voces en la habitación del Hotel Colón, cansados, Valeria y Ferrater, en el olor a calefacción y cosméticos de la mujer de más de treinta años, en la habitación donde Ferrater no tiene nada, no tiene equipaje, sólo la ropa que lleva y que se va ensuciando como va creciendo la barba. Ella cuenta una historia, Suiza y los suicidios, fuma rubio americano y Ferrater fuma negro y mira la forma de los dedos y los labios de Valeria cuando fuma y habla, las cejas, los ojos modelados por el humo. El peso del humo parece mayor en los cuartos donde no hay mucha luz.

Ahora tiene que llamar a Milán, a su marido, el arquitecto Berni. Estoy bien, querido, dice, y Ferrater siente cierto consuelo, Valeria está bien, ha sobrevivido a los suicidios ya las clínicas suizas, a los meses de conversaciones médicas (tiene habilidad para hablar de sí misma, adquirida durante meses de conversaciones profesionales-personales con profesionales de la conversación, psicoanalistas, y Ferrater tiene habilidad para escuchar y para regalar las palabras que impulsan y mejoran las conversaciones: sus palabras aumentan el valor de las palabras de Valeria). Ferrater siente una especie de sujeción al peso de la vida de Valeria, una especie de sujeción independiente, momentáneamente sujetos los amantes en la habitación ocasional, de paso, alquilada por días que acabarán muy pronto. ¿Cuándo termina el encuentro del Gruppo 63? Faltan dos días, un día, ha colgado el teléfono Valeria y pasa la punta de los dedos, a contrapelo, como si comprobara el paso del tiempo, por la barba que va creciendo en Ferrater.

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Quizá él, Ferrater, podría ir a Milán, dijo Valeria, acompañarla a Milán. Su matrimonio lo daba por muerto, en esto coincidía absolutamente con su marido aunque el marido no lo expresaría así, dijo Valeria. Ferrater trabajaría en la industria editorial milanesa, de gran prestigio en el mundo editorial del mundo, como Ferrater, que había traducido para Weidenfeld & Nicolson, de Londres, había asesorado a Rowohlt, de Hamburgo, y había dirigido literariamente la gran Seix Barral, de Barcelona. La invitación de Valeria le recordó los consejos de su hermano, que desde Edmonton se ofrecía para buscarle trabajo en América, o le sugería volver a Hamburgo, salir de Barcelona. Sí, quizá pueda ir a Milán, dijo Ferrater, estudiando en ese instante unos consejos fraternales que no le habían merecido demasiada atención hasta ese momento, pues dudaba de que en Alemania o América pudiera devenir la personalidad de la industria editorial en la que se estaba convirtiendo en la Barcelona de 1966. Aunque en 1967 se había alejado algunos centímetros más del centro del imperio de la industria librera, cabía pensar que definitivamente alcanzaría el centro en Milán. Por primera vez, ser un insensato (seguir a Valeria) equivalía a la sensatez que su hermano aconsejaba.

O yo puedo quedarme aquí en Barcelona, dijo Valeria, y quizá sintió Ferrater esa duplicación que se produce cuando el amor se convierte en trato sobre la propia vida, y en el trato entra otra vida, ajena, la vida de la amante: uno desea estar con la amante y uno desea poder salir inmediatamente por la puerta y estar solo, es decir, libre: uno es exactamente dos personas. Uno tiene que estar tratando con su amante en la habitación de un hotel y, al mismo tiempo, debe tratar con los dos en los que se ha convertido de pronto, y la habitación se llena de gente insegura, pesada, que no sabe muy bien qué hace en esa habitación de hotel. No se identifica exactamente con ninguno de los dos hombres que hay en la habitación, y es como si los estuviera mirando, otro más, el Hombre Invisible, mientras la habitación continúa llenándose de humo y ruido de la calle (están abriendo las tiendas), y una mosca minúscula y torpe de febrero entra en un vaso vacío después de pasear sobre los dos relojes juntos en la mesa de noche (hay una diferencia de siete minutos entre el reloj de hombre y el reloj de mujer). No quiero volver a Milán, dijo Valeria, o sólo volvería contigo, sin ti puedo morirme en Milán, no sé lo que haría para morirme.

Otra vez sonó el teléfono. No estoy mal, dijo ahora Valeria, y también esto alivió a Ferrater, que se puso las gafas oscuras. Los timbrazos del teléfono le habían dado una sensación de escondite, de juego furtivo en la habitación de un hoteclass="underline" ni siquiera era un huésped registrado, sólo una especie de visitante fijo, el espectro de un médico en su ronda nocturna, o alguien que no sabe muy bien por qué está exactamente en esta cama, cómo, ocasional, azarosamente, está abrazando a Valeria Berni, novelista milanesa. Como si no fuera él mismo. Pensaba en viajes como los de los viajantes de libros o los intelectuales de Milán, viajes de negocios diversos, aunque el negocio sea la literatura (sí, el mundo editorial mueve casi tanto como Hollywood o la CÍA y quizá sea una rama de Hollywood y la CÍA), uno no es exactamente uno mismo en estos viajes, se produce una suspensión transitoria de la identidad. Estos viajes y encuentros comerciales se parecen a un bombardeo: de repente estás abrazado a una mujer tan aterrorizada como tú en el refugio antiaéreo. Uno cae bajo un alud de palabras y es como si hubiera sido atropellado por un coche y despertara en brazos de la conductora: no sabe cómo ha llegado a besarla pero la está besando cuando todavía le da vueltas la cabeza por efectos del choque: velocidad de sentimientos y movimientos, ansiedad inconsciente, indolora, durará poco. Valeria volverá a Milán.

En estos viajes de negocios uno está en estado de disposición a ser otro: cambia la comida, los horarios, la ropa incluso, las amistades. Desconocidos que pronto volverán a ser desconocidos se convierten en amistades eternas de una noche. Uno entabla conversaciones que jamás pensó entablar y que son olvidadas automáticamente. Uno encuentra amantes en viajes así, los dormitorios son provisionales, y las sábanas. Aquí, en el Hotel Colón, en el lugar nuevo y transitorio, cambian todas las cosas, pero allí, en Milán o Sant Cugat, continúa la vida de siempre, el marido de siempre y los suicidios de siempre, pensó Ferrater, y sintió una punzada al pensar en Valeria muerta en Milán (Ferrater se tomaba muy en serio los compromisos de suicidio, y pensó automáticamente que viajaría a Milán con Valeria), mientras Valeria colgaba el teléfono. No, no era su marido esta vez, sólo era el coordinador general de la reunión de escritores que le recordaba a Valeria los compromisos del nuevo día.